Alexandra me llamó por teléfono.
Estaba en Hyde Park, en la terraza del Serpentine Bar, a orillas del estanque.
Se estaba tomando un café mientras Duke dormitaba a sus pies.
—Me alegro de que al final
hablaras con mi padre —me dijo.
Le conté las cosas de las que me
había enterado. Y luego le dije:
—En el fondo, a pesar de todo lo
que pasó entre ellos, lo único que contaba para Hillel y Woody era la felicidad
de estar juntos. No aguantaban estar reñidos o separados. Su amistad lo perdonó
todo. Eso es lo que tengo que recordar.
Noté que estaba emocionada.
—¿Has vuelto a Florida, Markie?
—No.
—¿Sigues en Nueva York?
—No.
Silbé.
Duke enderezó las orejas y se
puso de pie de un brinco. Me vio y echó a correr hacia mí como un poseso,
ahuyentando al pasar a una bandada de gaviotas y patos. Se me echó encima y me
tiró de espaldas.
Alexandra se levantó de la
silla.
—¿Markie? —exclamó—. ¡Markie, has
venido!
Se lanzó hacia mí. Yo me levanté
y la tomé en los brazos. Antes de acurrucarse contra mí, susurró:
—Cuánto te he echado de menos, Markie.
La abracé muy fuerte.
Joel Dicker, El Libro de los Baltimore
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