Puso el papel
sobre la mesa y miró el cuadro. Estaba destinado a decorar el salón de reinos y
era enorme, colocado sobre un bastidor especial sujeto a la pared, con una
escalera para trabajar en su parte superior.
-Al final os
hice caso -añadió, pensativo-. Lanzas en vez de banderas.
Yo mismo le
había contado los detalles en largas conversaciones sostenidas durante los
últimos meses, después que don Francisco de Quevedo le aconsejara documentar
con mi concurso los pormenores de la escena. Para realizarla, Diego Velázquez
había decidido prescindir de la furia de los combates, el choque de los aceros
y otra materia de rigor en escenas comunes de batallas, procurando la serenidad
y la grandeza. Quería, me dijo más de una vez, lograr una situación que fuese
al tiempo magnánima y arrogante, y también pintada a la manera que él solía:
con la realidad no como era, sino como la mostraba; expresando las cosas que
decía conforme a la verdad, mas sin concluirlas, de modo que todo lo demás, el
contexto y el espíritu sugeridos por la escena, fuesen trabajo del espectador.
-¿Qué os
parece? -me preguntó con suavidad.
Conocía yo de
sobra que mi criterio artístico, poco de fiar en un soldado de veinticuatro
años, se le daba una higa. Era otra cosa lo que demandaba, y lo entendí por la
forma en que me observó casi con recelo, un poco a hurtadillas, a medida que
mis ojos recorrían el cuadro.
-Fue así y no
fue así -dije.
Arrepentíme de
aquellas palabras apenas salieron de mis labios, pues temí incomodarlo. Pero se
limitó a sonreir un poco.
-Bueno -dijo-.
Ya sé que no hay ningún cerro de esa altura cerca de Breda, y que la
perspectiva del fondo es un tanto forzada -dio unos pasos y se quedó mirando el
cuadro con los brazos en jarras-. Pero la escena resulta, y es lo que importa.
-No me refería
a eso -apunté.
-Sé a qué os
referís.
Fue hasta la
mano con que el holandés justino de Nassau tiende la llave a nuestro general
Spínola -la llave todavía no era más que un esbozo y una mancha de color- y la
frotó un poco con el pulgar. Después dio un paso atrás sin dejar de mirar el
lienzo; observaba el lugar situado entre dos cabezas, bajo el caño horizontal
del arcabuz que el soldado sin barba ni bigote sostiene al hombro: allí donde
se insinúa, medio oculto tras los oficiales, el perfil aguileño del capitán Alatriste.
-Al fin y al
cabo -dijo por fin- siempre se recordará así... Me refiero a después, cuando
vos y yo y todos ellos estemos muertos.
Yo miraba los
rostros de los maestres y capitanes del primer término, algunos faltos todavía
de los últimos retoques. Lo de menos era que, salvo Justino de Nassau, el
príncipe de Neoburgo, don Carlos Coloma y los marqueses de Espinar y de
Leganés, amén del propio Spínola, el resto de las cabezas situadas en la escena
principal no correspondiese a los personajes reales; que Velázquez retratara a
su amigo el pintor Alonso Cano en el arcabucero holandés de la izquierda, y que
hubiera utilizado unas facciones muy parecidas a las suyas propias para el
oficial con botas altas que mira al espectador, a la derecha. O que el gesto
caballeresco del pobre don Ambrosio Spínola -había muerto de pena y de
vergüenza cuatro años antes, en Italia- fuese idéntico al que tuvo aquella mañana,
pero el del general holandés quedara ejecutado por el artista atribuyéndole más
humildad y sometimiento que los mostrados por el Nassau cuando rindió la ciudad
en el cuartel de Balanzón... A lo que me refería era a que en esa composición serena,
en aquel faltaría más, don Justino, no se incline vuestra merced, y en la
contenida actitud de unos y otros oficiales, se ocultaba algo que yo había
visto bien de cerca atrás, entre las lanzas: el orgullo insolente de los
vencedores, y el despecho y el odio en los ojos de los vencidos; la saña con
que nos habíamos acuchillado unos a otros, y aún íbamos a seguir haciéndolo,
sin que bastasen las tumbas de que estaba lleno el paisaje del fondo, entre la
bruma gris de los incendios. En cuanto a quiénes figuraban en primer término
del cuadro y quiénes no, lo cierto era que nosotros, la fiel y sufrida
infantería, los tercios viejos que habían hecho el trabajo sucio en las minas y
en las caponeras, dando encamisadas en la oscuridad, rompiendo con fuego y
hachazos el dique de Sevenberge, peleando en el molino Ruyter y junto al fuerte
de Terheyden, con nuestros remiendos y nuestras armas gastadas, nuestras
pústulas, nuestras enfermedades y nuestra miseria, no éramos sino la carne de
cañón, el eterno decorado sobre el que la otra España, la oficial de los
encajes y las reverencias, tomaba posesión de las llaves de Breda -al fin, como
temíamos, ni siquiera se nos permitió saquear la ciudad- y posaba para la
posteridad permitiéndose toda aquella pamplina: el lujo de mostrar espíritu magnánimo,
oh, por favor, no se incline, don Justino. Estamos entre caballeros y en
Flandes todavía no se ha puesto el sol.
-Será un gran
cuadro –dije
Era sincero.
Sería un gran cuadro y el mundo, tal vez, recordase a nuestra infeliz España embellecida
a través de ese lienzo donde no era difícil intuir el soplo de la inmortalidad,
salido de la paleta del más grande pintor que los tiempos vieron nunca. Pero la
realidad, mis verdaderos recuerdos, estaban en el segundo plano de la escena;
allí donde sin poder remediarlo se me iba la mirada, más allá de la composición
central que me importaba un gentil carajo: en la vieja bandera ajedrezada de
azul y blanco, tenida al hombro por un portaenseña de pelo hirsuto y mostacho,
que bien podía ser el alférez Chacón, a quien vi morir intentando salvar ese
mismo lienzo en la ladera del reducto de Terheyden. En los arcabuceros -Rivas,
Llop y los otros que no volvieron a España ni a ningún otro sitio- vueltos de
espaldas a la escena principal, o en el bosque de lanzas disciplinadas,
anónimas en la pintura, a las que yo podía sin embargo, una por una, poner
nombres de camaradas vivos y muertos que las habían paseado por Europa,
sosteniéndolas con el sudor y con la sangre, para hacer muy cumplida verdad
aquello de:
Y siempre a punto de
guerra
combatieron, siempre
grandes,
en Alemania y en
Flandes,
en Francia y en
Inglaterra.
Y se posternó la
tierra
estremecida a su
paso;
y simples soldados
rasos,
en portentosa
campaña,
llevaron el sol de
España
desde el Oriente al
Ocaso.
A ellos,
españoles de lenguas y tierras diferentes entre sí, pero solidarios en la
ambición, la soberbia y el sufrimiento, y no a los figurones retratados en
primer término del lienzo, era a quien el holandés entregaba su maldita llave.
A aquella tropa sin nombre ni rostro, que el pintor dejaba sólo entrever en la
falda de una colina que nunca existió; donde a las diez de la mañana del día 5
de junio del año veinticinco del siglo, reinando en España nuestro rey don Felipe
Cuarto, yo presencié la rendición de Breda junto al capitán Alatriste,
Sebastián Copons, Curro Garrote y los demás supervivientes de su diezmada
escuadra. Y nueve años después, en Madrid, de pie ante el cuadro pintado por
Diego Velázquez, me parecía de nuevo escuchar el tambor mientras veía moverse despacio,
entre los fuertes y trincheras humeantes en la distancia, frente a Breda, los
viejos escuadrones impasibles, las picas y las banderas de la que fue última y
mejor infantería del mundo: españoles odiados, crueles, arrogantes, sólo
disciplinados bajo el fuego, que todo lo sufrían en cualquier asalto, pero no
sufrían que les hablaran alto.
Arturo
Pérez Reverte, El Sol de Breda
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