miércoles, 16 de agosto de 2017

MERRION SQUARE, DUBLÍN


Una niña caminaba junto a su padre. No tendría más de once años. Su pelo rojizo recogido en una larga trenza oscilaba mientras miraba alrededor con ojos curiosos.
El sol se colaba a través de las crecientes nubes y sus cálidos rayos parecían insuflar vida a aquel lugar de ensueño.
Habían dejado atrás una hermosa extensión de hierba pulcramente cortada donde serpenteaban diversos parterres de coloridas flores.
La niña había inhalado profundamente para percibir el aroma de las rosas y gardenias y, aunque se había entretenido observando a otros niños jugar a lo lejos, su padre la condujo por un sendero pedregoso, donde la luz jugueteaba al escondite con ellos.
Enormes árboles se alzaban a cada lado del camino y sus nudosas ramas se retorcían hasta casi ocultar el cielo sobre sus cabezas.
La niña señaló uno de ellos, donde diminutas flores rosáceas parecían flotar entre las nubes.
—Es un cerezo —dijo su padre con una sonrisa al tiempo que cogía uno de los brotes para posteriormente entrelazarlo en la trenza de la pequeña.
Al final de la senda, se abrió un claro iluminado suavemente por el sol.
La niña abrió los ojos con estupefacción al ver a un hombre recostado en una gran roca, justo frente a ellos.
Su padre se rio y en su rostro aparecieron los hoyuelos que ella conocía tan bien.


Lo que la niña había tomado por una persona era en realidad una estatua de granito. Él le explicó que representaba al famoso escritor Oscar Wilde y que sus ojos, aparentemente sin vida, habían sido cincelados para que mirasen en dirección a la antigua casa de su familia.
Ella se fijó en la figura inmóvil. Una rodilla flexionada y la otra extendida, como si el escultor hubiera querido capturar un momento de ocio y serenidad. Su rostro sonreía pícaramente, pero sus ojos transmitían cierta tristeza.
Frente a él, se hallaba otra estatua, esta de un verdoso bronce donde se había asentado un ligero musgo. Se trataba de una joven arrodillada que, desnuda, giraba su cabeza como si quisiera observar al escritor.
La niña se imaginó que aquella mujer hierática se había enamorado de Wilde y que en el silencio atormentado de su mirada se hallaba el deseo de ser real y poder abrazarlo.

Sandra Andrés Belenguer, La Noche de tus Ojos

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