Una niña
caminaba junto a su padre. No tendría más de once años. Su pelo rojizo recogido
en una larga trenza oscilaba mientras miraba alrededor con ojos curiosos.
El sol se
colaba a través de las crecientes nubes y sus cálidos rayos parecían insuflar
vida a aquel lugar de ensueño.
Habían dejado
atrás una hermosa extensión de hierba pulcramente cortada donde serpenteaban
diversos parterres de coloridas flores.
La niña había
inhalado profundamente para percibir el aroma de las rosas y gardenias y,
aunque se había entretenido observando a otros niños jugar a lo lejos, su padre
la condujo por un sendero pedregoso, donde la luz jugueteaba al escondite con
ellos.
Enormes
árboles se alzaban a cada lado del camino y sus nudosas ramas se retorcían
hasta casi ocultar el cielo sobre sus cabezas.
La niña señaló
uno de ellos, donde diminutas flores rosáceas parecían flotar entre las nubes.
—Es un cerezo
—dijo su padre con una sonrisa al tiempo que cogía uno de los brotes para
posteriormente entrelazarlo en la trenza de la pequeña.
Al final de la
senda, se abrió un claro iluminado suavemente por el sol.
La niña abrió
los ojos con estupefacción al ver a un hombre recostado en una gran roca, justo
frente a ellos.
Su padre se
rio y en su rostro aparecieron los hoyuelos que ella conocía tan bien.
Lo que la niña
había tomado por una persona era en realidad una estatua de granito. Él le
explicó que representaba al famoso escritor Oscar Wilde y que sus ojos,
aparentemente sin vida, habían sido cincelados para que mirasen en dirección a
la antigua casa de su familia.
Ella se fijó
en la figura inmóvil. Una rodilla flexionada y la otra extendida, como si el
escultor hubiera querido capturar un momento de ocio y serenidad. Su rostro
sonreía pícaramente, pero sus ojos transmitían cierta tristeza.
Frente a él,
se hallaba otra estatua, esta de un verdoso bronce donde se había asentado un
ligero musgo. Se trataba de una joven arrodillada que, desnuda, giraba su
cabeza como si quisiera observar al escritor.
La niña se
imaginó que aquella mujer hierática se había enamorado de Wilde y que en el
silencio atormentado de su mirada se hallaba el deseo de ser real y poder
abrazarlo.
Sandra Andrés Belenguer, La Noche de tus Ojos
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