El autobús que
nos llevó desde la estación hasta la granja se detuvo al comienzo de un camino
lleno de baches, flanqueado por sendas hileras de imponentes álamos.
Mi madre y
Duncan habían decidido irse de Londres. En la capital había demasiada gente,
las casas eran demasiado sombrías y los talleres, demasiado pequeños,
agobiantes y oscuros.
–Quiero luz y
espacio a mi alrededor –decía mi madre–. Y caminar descalza por el césped.
–Y yo quiero
pintar al aire libre –la secundaba Duncan–. Y tener un jardín en el que los
niños puedan perderse.
Por eso
estábamos allí. La tía Virginia había encontrado una casa que, según ella, era
justo lo que andaban buscando.
Mi padre nos
había acompañado, pero él de momento seguiría viviendo en Londres, donde tenía
su propio apartamento y su trabajo en el periódico. No obstante, nos había
prometido que vendría con frecuencia. Papá tenía una novia a la que Julian y yo
llamábamos «tía Margaret». Margaret también vivía en Londres y de vez en cuando
nos compraba regalos, uno de los motivos por los que a mi hermano y a mí nos
daba pena irnos de la ciudad.
Puck, nuestro
spaniel marrón, echó a correr camino abajo. Julian y yo lo seguimos saltando
por encima de los charcos, como si fueran profundos barrancos por los que
podíamos despeñarnos.
Al final del
camino, había una granja con vacas, ovejas y un pajar. Una cerdita asomó el
hocico entre los barrotes de una valla. La casa que íbamos a ver pertenecía al
granjero y estaba justo al lado. Era un caserón enorme con muros amarillos cubiertos
de hortensias trepadoras. Tenía muchísimas ventanas y un jardín con un pequeño
estanque. Los inquilinos podían hacer con ella lo que quisieran, nos explicó el
granjero, con tal de que no la destrozaran y pagaran el alquiler a tiempo.
–Lleva dos años
vacía, señor Grant –le dijo a Duncan–. Hay que hacerle algún que otro
arreglillo. Echadle un vistazo con calma y, si os interesa, no tenéis más que
decírmelo.
Lo de hacerle
«algún que otro arreglillo» tenía que ser una broma, porque no había nada en aquella
casa que no necesitase una profunda restauración. El jardín era un barrizal con
unos cuantos árboles frutales medio decaídos. La casa, fría y húmeda, no tenía
corriente eléctrica. Había que ir a coger el agua a un pozo de la granja, y el
baño era un cuartito de madera situado en el jardín, con un cubo metido en un
agujero en el suelo. Tanto la fachada como las paredes interiores necesitaban
una buena mano de pintura.
Mientras que
los adultos iban de una habitación a otra negando con la cabeza, Julian, Puck y
yo nos pusimos a inspeccionar el jardín. En el estanque había ranas, pero en
cuanto Puck dio un ladrido, todas desaparecieron bajo el agua.
–Mira, ahí
vamos a construir una cabaña –dijo Julian señalando dos árboles de troncos
robustos cuyas copas formaban un único entramado–. Así le podremos tirar
manzanas a la cerdita y, cuando la hayamos domesticado, a lo mejor mamá nos
deja quedárnosla como mascota.
Julian tenía
nueve años, tres más que yo, y siempre se le ocurrían ideas geniales. Mi
admiración por él no conocía límites.
–Y también
podemos enseñarle trucos –sugerí yo.
El cielo se
encapotó y descargó un desapacible chubasco otoñal. Julian y yo entramos en la
casa. Nos peleamos por la mejor habitación, discutimos dónde debía dormir el
bebé –lo más lejos posible de nosotros– y buscamos un sitio para la cerdita.
Subimos por una escalera pegando gritos, y luego por otra que conducía al
ático, donde estaban los mayores. Mi madre y Duncan se habían sentado en dos
sillas destartaladas y mi padre miraba por la ventana. Empecé a tiritar. Hacía
más frío dentro que fuera.
–Jamás había
visto una casa en peor estado –suspiró Duncan.
–Las paredes
están llenas de humedades –observó mi madre–. Y en todas las habitaciones hay
corriente.
–Y no está muy
cerca de Londres, que digamos –añadió mi padre.
Los miré
preocupado. ¿No querían la casa? ¿Íbamos a volver a la capital? ¡Yo no quería
separarme de la lechoncita! Justo le había encontrado un nombre –decidí
llamarla Pigling en honor al cerdito del cuento de Beatrix Potter– y me había
propuesto hacer todo lo posible para que me quisiera más a mí que a mi hermano.
Julian también parecía decepcionado, bastaba verle la cara…
Pero de
pronto, mi madre dijo:
–Creo que aquí
vamos a ser muy felices.
Duncan asintió
con la cabeza.
–Yo también,
Vanessa. No me cabe la menor duda.
Mi padre
sonrió.
Nuestra nueva
casa se llamaba Charleston y estaba en las colinas de Sussex, al suroeste de
Inglaterra. Para venir desde Londres, tenías que viajar casi dos horas en tren
hasta Lewes, la ciudad más próxima, y luego media hora más en autobús, que paraba
al comienzo de nuestro camino de álamos.
Rindert Kromhout, Los Soldados no
Lloran
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