El Rastro no
es un lugar simbólico ni es un simple rincón local, no; el Rastro es en mi
síntesis ese sitio ameno y dramático, irrisible y grave que hay en los
suburbios de toda ciudad, y en el que se aglomeran los trastos viejos e
inservibles, pues si no son comparables las ciudades por sus monumentos, por
sus torres o por su riqueza, lo son por esos trastos filiales. Por eso donde he
sentido más aclarado el misterio de la identidad del corazón á través de la
tierra, ha sido en los Rastros de esas ciudades por que pasé, en los que he
visto resuelto con una facilidad inefable el esquema del mapamundi del mundo
natural.
¡Oh, el
Mercado de las pulgas de París, en la Avenida Michelet, gran coincidencia de
todo París, trágica sama de su historia y su galantería y de aquella calle
conmovedora y de aquella noche y de aquello y aquello otro en un revoltijo, en
una confusión, en una incongruencia profunda!... ¡Oh, el mercado judío de
Londres, en el barrio Whitechapel en Middlesex, rasero común de toda la gran
ciudad, descanso y abismamiento de todas las observaciones hechas en caminatas
largas y anhelantes!
El Rastro es
siempre el mismo trecho relamido de la ciudad, planicie, costanilla, gruta de
mar o tienda de mar, que es lo mismo, playa cerrada y sucia en que la g:an
ciudad—mejor dicho—, las grandes ciudades y los pleblecillos desconocidos
mueren, se abaten, se laminan como el mar en la playa, tan delgadamente,
dejando tirados en la arena los restos casuales, los descartes impasibles, que
allí quedan engolfados y quietos hasta que algunos se vuelven a ir en la
resaca. El Rastro es un juego de mar, pero no de cualquier mar, sino de un mar
aislado como el Mar Negro, el mar de aguas más espesas y más repugnantes,
aunque a la vez el de aguas más azules, un mar así, central, cerrado por todo
un continente, y que además se comunicase escondidamente con los demás mares.
Un mar continental, secreto, salado, que a través de una estrecha bocacalle
entrase de vencida en la blanda playa del Rastro para abrir á ras de tierra su
mano llena de cosas.
¡Y qué cosas!
Cosas carnales, entrañables, desgarradoras, clementes, lejanas, cercanas,
distintas: cosas reveladoras en su insignificancia, en su llaneza, en su
mundanidad. «¡Maravillosas asociadoras de ideas!...» ¡Actitud la de esas cosas
revueltas, desmelenadas y amontonadas, Simplicias y coritas! Todo tiene una
templanza única, nada es ya religioso con ese sanguinario y envidioso espíritu
de los dioses, ni nada es tampoco pretencioso con esa dura y ensañada
pretensión del arte lleno de tan pesado y tan aflictivo orgullo por el estigma
de divinidad que obliga á soportar y por los implacables deberes estéticos a
que somete. Aquí todo eso perece, se depura y se desautoriza porque es escueta
y pura la contemplación como consecuencia de su raíz, de su total, de su
completa impureza.
Todo en el
Rastro es para el alma una purga ideal que la calma, la despeja, la ablanda, la
resuelve, la llena de juicio y para que no la fanatice ni ese juicio le
facilita un suave escape.
Las cosas del
Rastro no están, como vulgarmente se puede creer, en una situación precaria,
no; su momento es el momento de paz y caridad después del éxodo y de la mala
vida y todas ellas se ufanan y se orean como en el descanso del fin.
Ramón
Gómez de la Serna, El Rastro
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