Ana ajustó las
lentes de sus prismáticos y se estremeció al contemplar aquella mueca
atormentada. El rostro de Miguel Ángel, convertido en una máscara de goma
derretida, observaba desde lo alto a la joven intrusa: una muchacha de catorce
años en viaje de fin de curso, hechizada por los inquilinos de colorido vivaz
que moraban en los techos y paredes de la capilla Sixtina. Cinco siglos atrás,
el autor del fresco más famoso del mundo había dejado su autorretrato entre las
cuatrocientas figuras que danzaban al son de los clarines del Juicio Final.
Unas despertaban para la condenación eterna. Otras surgían del sepulcro para
ascender a la gloria. Y allá arriba, el apóstol Bartolomé sostenía en una mano
su propia piel, aquélla que le arrancaran en su martirio y que ahora colgaba en
el aire como un traje de neopreno, mostrando el semblante fantasmal de Miguel
Ángel Buonaroti. Los prismáticos temblaron entre los dedos de la joven. Hacía
rato que los compañeros de Ana aguardaban en los patios del exterior, con los pies
doloridos de patear las calles de Roma. El grupo de escolares había pasado por
la capilla con paso rápido, entre risas y empujones, sin molestarse apenas en
girar sus cuellos hacia los techos para hacer alguna broma infantil sobre los
desnudos. La estancia se encontraba ahora casi vacía, a excepción de unos pocos
turistas que susurraban admirados ante las imágenes de la creación de Adán, el
Diluvio Universal o el sacrificio de Noé.
Inmóvil frente
al alto muro, la chica detenía sus prismáticos ante cada rostro. Con un
discreto movimiento, se apartó los largos cabellos castaños para colocarse unos
minúsculos auriculares y encendió su reproductor de MP3 de bolsillo. Una
visitante de aspecto nórdico le dirigió una mirada de soslayo para censurar su
atrevimiento. Pero Ana, impertérrita, comenzó a escuchar el Réquiem de Mozart a
todo volumen. Se dejó llevar por aquellas notas tremendas y, entonces, arrancó
la historia... En el lado derecho, los condenados caían irremediablemente hacia
el abismo, allá donde Caronte, el barquero de los infiernos, conducía su barca
repleta de viajeros con destino a los tormentos. Minos, el juez implacable, los
aguardaba para dictar sentencia mientras sostenía una gran serpiente enroscada
en el torso. A la izquierda, las almas respondían a la llamada y abandonaban
sus tumbas para elevarse, ingrávidas, hasta los cielos. Abajo, los esqueletos
descarnados se cubrían de carne, músculos y tendones. Arriba, los cuerpos
resucitados se reunían con los bienaventurados. Con un movimiento brusco, Ana
dirigió sus lentes hasta lo más alto del fresco y descubrió la figura de un
hombre que se retorcía espantado en su trono. Intentó leer el nombre inscrito
en la ménsula que tenía bajo sus pies, pero una sombra cubría el rótulo y
apenas distinguió un par de letras. Ana juzgó que se trataba de un personaje
importante, pues ocupaba un lugar privilegiado sobre el Juicio Final, por
encima, incluso, del Mesías. Concentró su mirada en el personaje y advirtió
extrañada la presencia de un pez monstruoso, que parecía surgir del propio
fresco. -¡Qué curioso! -pensó Ana- ¿Por qué pintaría Miguel Ángel un pez
gigante en lo más alto de su obra maestra? El animal flotaba en el aire, lo
cual hacía el misterio todavía más intrigante.
Antonio Sánchez Escanilla, Ana y
la Sibila
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