Todos visten
de blanco, hay pétalos de rosa alrededor de la cápsula y el ambiente reinante
en la sala es tan aséptico y frío, tan rematadamente artificial, que nadie
diría que se trata del acto de despedida de un difunto.
Las puertas se
abren y entran un cura católico —estos meapilas siguen estando en todas partes—
y dos celadores empujando una camilla. Sobre ella, el cuerpo de un nonagenario,
ataviado de un blanco inmaculado, que más que muerto parece dormido. El cura sube
al púlpito, una pieza inmensa tallada en un descomunal bloque de mármol blanco.
Los celadores avanzan hasta el sublimador. Uno se encarga de despresurizar y
abrir el portón de la cápsula y el otro empuja la bandeja superior de la
camilla hacia el interior. Cierran y sellan la máquina cuando Enzo, el jefe de
ingenieros, que hoy supervisa el proceso, se lo indica. Estamos en la sala
tres, donde parece que el sublimador sigue escacharrado. Después de varios días
dando problemas, están aprovechando una ceremonia para comprobar que todo
marcha. Los asistentes observan en absoluto mutismo, como hipnotizados. O como
si esto no fuera con ellos. ¡Ay! Lo que daría yo por ver una lagrimita.
¡Oye! ¿Se
puede saber qué miras tú con esa cara de pasmo? No me digas que nunca has
presenciado una sublimación. Pero ¿de qué planeta vienes? ¿No serás un marcado?
En fin... ¡Qué demonios! Tendré que compartir contigo mi abultada sapiencia.
La ceremonia
dará comienzo cuando el cura...
Domine Iesu Christe,
Rex gloriae,
libera animas omnium
fidelium defunctorum
de poenis inferni, et
de profundo lacu.
Libera eas de ore
leonis,
ne absorbeat eas
tartarus,
ne cadant in
obscurum.
Exacto. La
ceremonia da comienzo cuando el cura empieza a parlotear en latín. En esta
ocasión parece que ha escogido una adaptación del Officium defunctorum, de
Tomás Luis de Victoria. Un gran tipo aquel sacerdote. Yo solía acudir, allá por
el siglo XVII, al monasterio de las Descalzas Reales para escuchar sus composiciones.
Aquello sí que eran despedidas a lo grande: todo de riguroso luto, con lágrimas
y penas verdaderas, con cánticos capaces de elevar al cielo hasta al más vil de
los mortales.
Ah, sí,
disculpa. Creo que hoy me he levantado nostálgica.
Por si no lo
has deducido ya, la máquina con aspecto de submarino es el sublimador y su
funcionamiento se controla a través de la tableta que el jefe de ingenieros
lleva en la mano. En esa pantalla de grafeno que acaba de desplegarse a nuestra
derecha irán apareciendo las distintas fases del proceso. Sin datos escabrosos,
claro. A ninguno de los asistentes le interesa saber las profundas
modificaciones que está a punto de sufrir el cuerpo de su ser querido.
Libera me, Domine, de
morte aeterna,
in die illa tremenda:
Quando caeli movendi
sunt et terra,
dum veneris iudicare
saeculum per ignem.
«Fase uno:
despresurización.»
Esta primera
fase es el verdadero secreto de la sublimación. Para convertir un cuerpo humano
en gas, lo primero que hay que conseguir es que todos sus tejidos tengan la
misma densidad. Para ello, bajan la presión del interior y, cuando el cuerpo
está preparado, lo bañan en una sustancia —cuya formulación el BCF reserva en secreto—
que sustituye los elementos más pesados y convierte el cuerpo en algo, digamos,
más blando.
Tremens factus sum
ego, et timeo,
dum discussio
venerit, atque ventura ira.
Quando caeli movendi
sunt et terra.
Dies illa, dies irae,
calamitatis et miseriae,
dies magna et amara
valde.
Dum veneris iudicare
saeculum per ignem.
«Fase dos:
criogenización.»
La siguiente
etapa consiste en bajar la temperatura de forma drástica para congelar el
cuerpo a una velocidad récord. Durante los tres minutos escasos que dura esta
fase, el BCF ofrece múltiples posibilidades, desde la distribución de un cofre
en el que los asistentes pueden ir depositando sus mejores deseos para el
difunto y la familia hasta un sofisticado concierto de cuerda, pasando por la reproducción
de imágenes y vídeos cargados de recuerdos en las enormes pantallas de grafeno
que conforman las paredes. ¿Te lo imaginas? La sala entera convertida en un cine
literalmente envolvente. En este caso, la familia ha optado por el silencio, lo
cual se me antoja un soberano aburrimiento, ¿no crees? Por no decir que así se
oye más el molesto ruidito que ha empezado a emitir la máquina. ¿Lo oyes? Es
una especie de traqueteo extraño que, me temo, no va a gustar demasiado al jefe
de ingenieros.
Requiem aeternam dona
eis, Domine,
et lux perpetua
luceat eis.
Libera me, Domine, de
morte aeterna,
in die illa tremenda.
«Fase tres:
sublimación.»
Y llegamos a
la fase final, en la que la temperatura y la presión suben rápidamente
provocando la evaporación del cuerpo. El gas humano que se desprende asciende
por este tubo hacia la atmósfera. ¿Lo ves a través de la cúpula de vidrio?
Aunque, ahora que lo pienso, ese color gris no es muy normal, debería ser más blanquecino,
como vapor de agua.
Quando caeli movendi
sunt et terra.
Dum veneris iudicare
saeculum per ignem.
Kyrie eleison.
Christe eleison.
Kyrie eleison.
Tampoco es
demasiado normal el modo en que ha empezado a vibrar el sublimador. Fíjate, hay
quien parece haberlo notado y mira con cierta inquietud hacia la cúpula. Me
temo que va a haber reclamaciones. Y Dante también, pues activa su ordenador
personal y avisa a Renata para que acuda a la sala a hablar con los familiares.
No quiere que lo molesten cuando esto acabe.
Sea como
fuere, ¿a qué es increíble la rapidez con la que ese cuerpo de ochenta kilos ha
quedado reducido a unas bocanadas de gas? Por poco que me guste esta nueva
muerte, he de reconocer que impresiona la primera vez que lo ves.
Clara
Peñalver, Sublimación
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