garete.
(Quizá formación del fr. être égaré, andar extraviado).
ir, o irse, al ~.
1. locs. verbs. Mar. Dicho de una embarcación
sin gobierno: Ser llevada por el viento o la corriente.
2. locs. verbs. Ir a la deriva, sin dirección o
propósito fijo.
3. locs.
verbs. coloqs. Fracasar o malograrse.
Diccionario de la Real Academia
Española
Las grandes
corrientes oceánicas son ahora interminables atascos de pateras que yerran a la
deriva, rumbo a ninguna parte, desde que las aguas cubrieron las montañas.
Por la noche
se llena el cielo de pájaros pescadores que ululan, graznan y aletean con
fiereza en la negrura. Se enciende trémulo y naranja algún farol, escaso para
alumbrar la infinita caravana de balsas y embarcaciones precarias. Solo las
luces de la luna y las estrellas consiguen insinuar en lo alto las formas de
las extrañas aves nocturnas. En las cubiertas, miles de desgraciados se preguntan
muertos de frío y de sed de dónde habrán salido esos pájaros.
Cómo se han
hecho tan grandes.
En una
balandra desarbolada vive un viejo que tiene un libro de Historia Natural,
repleto de fotos de pájaros. Mil pájaros distintos, pero ninguno que se parezca
a los que sobrevuelan el atasco.
Quizá sean
pelícanos, o gaviotas exóticas, originarias de algún rincón perdido del mundo.
Alguna especie oportunista, que ahora puebla los cielos sobre los océanos,
convertida en una plaga global, capaz de enseñorearse de las horas oscuras del
nuevo ecosistema.
Nadie sabe si
las aves que planean sobre el atolladero se posan alguna vez sobre algo. El
viejo dice que quizá sean como los vencejos, que duermen, comen, copulan y
mueren en vuelo. Otros quieren creer que esos pájaros son la prueba de que en
algún rincón, en algún lugar del mundo, queda tierra firme. Un sitio donde hay
nidos.
Así que cada
noche las aves observan desde su atalaya privilegiada el convoy de barcazas y
naves desvencijadas. Probablemente sus ojos espejados vean el atasco de pateras
como a un gigantesco tropel de porquería articulada, una riada hedionda compuesta
por piezas móviles y marrones que se entrechocan y abordan en un viaje sin más
horizonte que el de ahora ni más final que el del fondo del mar.
os pájaros no
dudan en cagar sistemáticamente sobre los toldos, los velámenes y las cabezas
de los supervivientes. A menudo les propinan una lluvia de porquería a la hora
de cenar, que es el único momento de la noche en el que se juntan y aquietan
los tripulantes del atasco, un rato en el que se arraciman en grupos pequeños y
escuchan historias sobre cómo será todo a partir del día en que alcancen la
tierra prometida. Cuando lleguen a alguna de las últimas costas del planeta.
Porque tienen
que quedar unas cuantas.
O eso dicen
muchos. Insisten machaconamente en la idea de que no hay tanta agua en el mundo
como para anegarlo por completo. Echan un vistazo al libro de Historia Natural
del viejo y repiten que si a bordo hay hombres maduros que dicen que jamás han
pisado tierra firme tal vez sea porque el convoy ha quedado atrapado en el
perímetro de una gigantesca vorágine oceánica.
Pero a la
mayor parte de tripulación de la caravana las palabras como «perímetro» o
«vorágine» les suenan igual que los graznidos de los pájaros.
Aunque no lo
reconocen, muchos de ellos están empezando acreer que no queda ninguna costa a
la que puedan arribar ni hay tampoco nadie al timón del convoy. Hace años que
las anclas, los remos, las velas y los gobernalles perdieron el sentido, lo
mismo que los capitanes. Ahora todo es un vagar a la merced de la nada. Ni las
mareas ni las tempestades turban el vacío de los horizontes. Ni siquiera la
pesca supone ya objetivo alguno.
Porque las
cenas a bordo son poco más que ensaladas depequeñas morrallas, apenas un
conglomerado de especies de pescadillos desconocidos y algas filamentosas,
negras. Sépticas.
La violenta
transformación a la que está sometido el medio ambiente desde que se fundieron
del todo los polos y comenzaron a sucederse las tormentas monstruosas parece
premiar a los hombres con un nuevo animal mutante cada día. Cucarachas que se sumergen
violentamente si uno las persigue hasta rebasar los bordos y nadan hacia las
profundidades cuando se bucea tras ellas. Ratas de pies palmeados y ojos de
batracio que pueblan las sentinas y duermen aferradas a los cascos. Enormes
zapateros que roncan y danzan enloquecidos sobre el oleaje. Polillas de una picadura
muy venenosa que son capaces de devorar la lona de las velas y la madera de los
mástiles. Hay mil especies imposibles, o demasiado exóticas, que ahora se abren
paso a través del árbol evolutivo de la espantosa huida hacia delante.
Tal vez haya
algún agente tóxico espoleando a la naturaleza.
Algunos
de los náufragos de la caravana hablan a menudo del «mutágeno» como quien habla
del diablo. Muchos de ellos sostienen que la culpa de todo la tienen los venenos
que están liberando las ruinas al verse cubiertas por las aguas. Que es el mundo
de los hombres el que, tras hundirse y morir ahogado, está emanando unos
tóxicos que amenazan con llevarse al fondo del infierno lo que queda de vida en
el planeta.
Armas
químicas, complejos industriales, centrales nucleares, ciudades, vertederos.
Nada fue diseñado para yacer en el fondo del mar por una eternidad. La presión
de las toneladas de agua sobre toda la porquería que amontonó la civilización
podría estar disolviendo masivamente en los océanos un agente bioquímico capaz
de desquiciar lo que queda del medio. Porque algo desconocido está consiguiendo
que el ecosistema enloquezca y que las especies se retuerzan a toda velocidad,
formando mil abominaciones.
Son las personas
las únicas que no han cambiado.
Alguna que
otra noche, a lo lejos del atasco de pateras y barcazas, chulean los yates de
los ricos, iluminados como árboles de Navidad.
Manuel vive en
una chalupa con su padre y dos pollos escuálidos. Su padre le ha prometido que
habrá uno para cenar, cuando cumpla diez años.
Pero Manuel
tiene hambre esta noche.
Hoy han
capturado un tiburón tigre, trabajando hombro con hombro, padre e hijo, durante
media mañana. Por la tarde han despiezado el escualo y puesto en conserva buena
parte de sus filetes, con otros han estado comerciando. El hígado van a asarlo para
cenar.
Manuel podrá
comer, esta noche. Llenar su estómago.
En el del
tiburón había peces podridos, pedazos de cartón, hilo de cobre y un trocito de
plástico rectangular que alguien ha dicho que es una tarjeta de crédito.
Santiago lleva
meses caminando sobre las cubiertas, abordando balsa tras balsa y nave tras
nave, siempre en la dirección en la que parece avanzar, a ratos, la caravana.
No es que el atasco de tablazones, armadías, neumáticos y barcazas se mueva
mucho; más bien podría decirse que serpentea como la gigantesca cola que es, y
Santiago es el pillo que se cuela con disimulo. Buenas tardes, señora, perdone que atraviese la cubierta de su batel
sin presentarme, pero es que no soy más que un peregrino haciendo camino.
Bonjour, mademoiselle, je suis en course, je marche seulement, je vous en prie.
Disculpen, jóvenes, ¿pueden arrojarme un salvavidas o el cabo de una cuerda? No
pretendo importunarles, únicamente necesito subir a bordo para recuperarme
durante unos minutos. Yo solo voy de nave en nave… Por favor, no me hagan nadar
hasta aquella chalupa sin antes pararme un rato a descansar.
Santiago ha
oído historias sobre una época en la que el nombre de Santiago se usaba para
marchar por un camino, durante semanas, hacia el fin de la Tierra; para hacer
ruta hasta el sitio donde el mar se abría y el mundo conocido terminaba para
dar paso a uno nuevo. No acaba de comprender bien lo que significaba todo aquello
del Finisterre, pero es de lo poco que le explicó su abuelo justo antes de,
repentinamente y sin haber dado señales jamás, saltar por una borda.
Santiago, le
dijo, no te quedes quieto en estas cosas que flotan y tú avanza. Tú solo
avanza. Ve hacia delante y camina, Santiago. No esperes a que todo se hunda,
dijo justo después; cruza el mundo si hace falta, pero ábrete camino como un
hombre libre. No dejes que nada te detenga. Jamás te acerques mucho a los
pájaros. Nunca te rindas. Sigue andando. Escapa de esto. No quieras mi final.
Y saltó.
Los plomos de
pesca con los que había llenado su abrigo y sus calzones lo mandaron directo a
lo negro del mar. Se hundió igual que un ancla. Quizá alcanzara el fondo marino
estando consciente y una vez allí esperara un poco más, ancorado para siempre
en la oscuridad. Cansado de una vida de esperar y esperar.
Desde que
Santiago se quedó solo que se abre paso como pisando huevos, intenta no llamar
la atención cuando salta de una balsa a una vieja gabarra, no alertar a ninguno
de los cuerpos enfermos o desfallecidos que infestan los bordos y las cubiertas
de un lanchón que hace aguas. Pasa con sigilo por encima de una alquitara para
potabilizar agua, salta con cuidado sobre una maceta de rúcula y sobre un
tendido de lechugas de mar que alguien ha puesto a secar al sol, junto a un
comedero de pollos; después aparta a una niña que le pregunta algo en chino.
Avanza. Santiago avanza. Es algo simple, pero parece llevarle hacia alguna
parte. Santiago solo avanza. Y cuando encuentra una proa a la mar, se zambulle
y nada hasta la próxima popa. Sus brazadas le ganan terreno a la bogadura que
llevan las embarcaciones.
Están
prácticamente paradas.
Los pájaros
las sobrevuelan, una tras otra.
Como Santiago.
No tiene donde
caerse muerto, pero siempre hay alguien que le acoge cuando la noche le
sorprende. Se ve que Santiago viene de lejos, que ha visto cosas, que sabe
algo; adónde se va, qué hay adelante, qué viene por detrás. La gente se
tropieza con Santiago y enseguida decide que valdrá la pena sentarlo a comer,
compartir con él alguna cosa que pueda haber a bordo.
Porque en un
mundo convertido en vecindario son los sin techo los que transportan las
noticias. Que te visite, que te aborde Santiago… Eso es como que te dejen ver
la luna a la luz de mediodía. Chistes, mercancías, leyendas, sexo ocasional,
otros ojos que mirar, cotilleos sobre el horizonte y las mareas, promesas de futuro
que poner en común. Y, sobre todo, el placer de escuchar la voz de un hombre
que ha visto más allá del horizonte.
Y que en el
horizonte desaparecerá.
Puro
espectáculo.
Aunque lo
cierto es que Santiago no sabe ni por dónde pega el viento.
Empieza a
creer que todos los náufragos son iguales. Está siempre con diarreas y algo de
fiebre, a ratos teme que no llegará a conocer al capitán del convoy.
Manuel vive en
una chalupa con su padre y dos pollos escuálidos. Su padre le ha prometido que
habrá uno para cenar, cuando cumpla diez años.
Pero Manuel
tiene hambre esta noche. Y va a cenar sopa.
Porque hoy su
padre y él han soltado trampas para gambas.
Se llaman así,
trampas para gambas, las trampas que se usan para capturar morralla y erizos.
Manuel no sabe
lo que es una gamba.
Su padre
tampoco.
Algunas veces,
cuando la caravana se bifurca en dos ramales de pateras, o cuando confluyen dos
gigantescas colas en una y hay otro carril de embarcaciones que se incorpora al
que recorre Santiago, se dice Santiago a sí mismo que esto no puede acabar bien,
que la caravana de balsas parece una compleja red de trayectorias erráticas que
se acunan al caos del oleaje y las corrientes que se enroscan. Se pregunta si
realmente el convoy avanza o si solo será que flota a la deriva. Se plantea la
posibilidad de que en algún momento aparezcan al frente una cara o una proa conocidas,
que le confirmen que está avanzando en círculos sobre una procesión cerrada,
que gira sobre sí misma.
Esas cosas le
producen pesadillas. Le hacen sudar, temer, orinar con dolor, vomitar las cosas
que le dan de comer, cuando le dan de comer.
Entonces le
flaquean las rodillas, a Santiago. Y él se encorva para sujetárselas con las
manos, para sentir sobre su espalda el peso de la mochila, cargada de
trapicheos y buhonerías. Santiago deja caer su cayado y se dobla para volver su
mirada al suelo.
Y el suelo son
tablones, placas de uralita plástica, un lote de cuadros de bicicletas de fibra
de carbono atadas con cuerda de nailon, una vieja mesa de roble, pértigas
sujetas con bridas de plástico, una plancha de corcho, más tablones que hacen
aguas, docena y media de ruedas de camión engarzadas por una gruesa cadena,
varios palés de madera claveteados entre sí, una piscina hinchable dotada de
remos, una puerta de PVC, la cubierta de un carguero pesado sin gobierno,
oxidado, escorado, larguísimo… A su remolque, un enjambre de canoas a medio
hundir.
Porquería a
flote. Restos del naufragio de varias civilizaciones.
El mar parece
mirar a Santiago a través de los intersticios del suelo. Aguarda ahí.
Ya te llegará
el turno, le dice.
Santiago
respira hondo y sus pulmones se llenan de olor a lonja podrida, a salitre, a la
peste de esos caracolillos que se comen sin pausa ni prisa los cascos de las
embarcaciones. Para más inri, cuando se le hace de noche los pájaros le cagan
sobre la mochila, en el pelo. Le graznan. Le insultan.
Como una audiencia
indignada con la calidad del espectáculo. Y él recuerda su misión. Es lo único
que tiene. Santiago sí tiene una misión, no como el resto de los hombres de a
bordo.
Es bien
simple: sigue caminando.
Tú solo
avanza. Algo habrá, al final.
Al final siempre
hay un final.
Y, tras meses
caminando, un día anochece y los pájaros no aparecen.
Los pájaros
siempre escampan de repente, cuando se aproxima otro violento espasmo
climático. Y así es como a Santiago le sorprende una tempestad. Una de las
habituales en este sitio.
Porque en este
sitio las tormentas son frecuentes, y relevantes.
El viejo del
libro de Historia Natural dice que si la caravana de embarcaciones no arriba
nunca a una costa probablemente sea porque sobre todas las tierras firmes que
se pueden alcanzar siguiendo las corrientes de este océano se agitan ahora unas
terribles tormentas persistentes, permanentes como los vórtices polares, o los
anticiclones. El viejo insiste en que siempre ha habido una climatología fija
batiendo en muchos puntos del mundo. Habla del anticiclón de Siberia, del
anticiclón de Santa Elena, del de las islas Azores… Nadie sabe de qué demonios
habla el viejo cuando se arranca con su palabrería, nadie le comprende, tal vez
porque es un viejo, o puede que porque casi nadie a bordo sabe ya lo que significa
un mapa.
El viejo a
veces hasta dice que hay otros mundos, más allá de las estrellas, que se agitan
en tempestades permanentes. Que en el cielo hay un sitio que se llama Júpiter
donde con unos catalejos muy grandes puede verse una gran mancha roja, que no
es más que una inmensa tormenta que dura ya más de trescientos veranos. Que el Lucero
del Alba en realidad se llama Venus, y es un sitio donde no hay hombres ni
mujeres, sino unos tifones mortíferos barriendo constantemente el suelo,
siempre en una misma dirección. El viejo habla de mundos inhabitables,
arrasados por tormentas que no terminan jamás. También dice que en la caravana
se está a salvo.
Pero lo cierto
es que la caravana es arrasada por las borrascas, de tanto en tanto.
La que
sorprende a Santiago sobre una balsa muy precaria se lo lleva abajo y hondo, a
la trastienda del mar. Adonde su abuelo.
Después viene
la calma, las mareas cuerdas, a la noche vuelven los pájaros. Y es al día
siguiente cuando se restablece el orden, como si se hubiera acabado el
gigantesco y violento soplido sobre la columna de hormigas. Las barcazas y las
balsas supervivientes vuelven a ponerse en fila india y a encadenarse, a
seguirse las unas a las otras hacia la nada. A enlazarse y a secuenciarse en
unas colas que se entrechocan, formando una red de nodos que parece cubrir todo
el océano.
La caravana se
reordena, tras romper filas. Vuelve a marchar, en su éxodo ciego. La porquería
flotante se sitúa sobre la cinta transportadora y se dispone a ser procesada. Entre
sus eslabones hay cuerpos que se pudren y se hinchan al sol.
Cuerpos
flotando inertes como el de Santiago.
Santiago
avanza siempre hacia delante.
Manuel vive en
una chalupa con su padre y dos pollos escuálidos.
Su padre le ha
prometido que habrá uno para cenar, cuando cumpla diez años.
Pero Manuel
tiene hambre esta noche.
Ha leído algo
del libro de Historia Natural. Sabe que hay muchas aves sabrosas.
Mira al cielo
y pasan los pájaros, perforando de gris el negro permanente; el batir de sus
alas aventando los velámenes, el eterno crascitar de la bandada, sonando
siempre como un opuesto diametral al canto de los gallos.
Malditos
pájaros.
Algunos pueden
rasar tan fuerte como para levantar agua de la superficie. Otros aletean algo más
lejos, pero con un brío capaz de combar los trinquetes de proa y de adrizar las
balandras. Los hay que parecen grandes y pesados como dragones y predominan los
pequeños e histéricos de movimiento, ratoniles. Sean del calibre que sean, sus
formas apenas pueden distinguirse con tanta oscuridad. Nadie en todo el atasco
de pateras ha visto a uno de los alados nocturnos. Quién sabe cómo serán.
Tal vez sepan
mejor que los pollos.
Conque Manuel
coge el salabre, salta de su chalupa a una vieja gabarra y luego arranca a
correr por toda la cubierta de una enorme balsa, con la red en alto.
Trata de cazar
a los pájaros lo mismo que el que atrapa mariposas.
Y entonces uno
de ellos pasa volando bajo sobre Manuel, le hunde una garra en cada hombro y se
lo lleva, en un movimiento de caza bien practicado.
Manuel es
pescado y devorado en la oscuridad de las alturas, en una batahola de mil
graznidos que hace callar al rumor del oleaje. De repente una bandada de uñas y
garfas lo envuelven, lo desgarran y lo desmiembran a picotazos. Y claro, todo
transcurre a una velocidad que apenas deja tiempo al dolor pero, incluso así, Manuel
llega a notar cómo le arrancan las vísceras al vuelo y se lo reparten de cuatro
zarpazos.
Lo último que
alcanza a distinguir bajo la luz de la luna no es el pico de un pelícano ni el
de una gaviota. El viejo del libro de Historia Natural se sorprendería.
Porque no se
trata de un pájaro pescador, sino de un ave rapaz.
De una enorme
lechuza.
Emilio Bueso, Mañana todavía
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