En
la noche del 20 de diciembre de 1849 un violentísimo huracán azotaba Mompracem,
isla salvaje de siniestra fama, guarida de temibles piratas situada en el mar
de la Malasia, a pocos centenares de kilómetros de las costas occidentales de
Borneo.
Empujadas por
un viento irresistible, corrían por el cielo negras masas de nubes que de cuando
en cuando dejaban caer furiosos aguaceros, y el bramido de las olas se
confundía con el ensordecedor ruido de los truenos.
Ni en las cabañas
alineadas al fondo de la bahía, ni en las fortificaciones que la defendían, ni
en los barcos anclados al otro lado de la escollera, ni en los bosques se
distinguía luz alguna. Sólo en la cima de una roca elevadísima, cortada a pique
sobre el mar, brillaban dos ventanas intensamente iluminadas.
¿Quién, a pesar de la tempestad, velaba en la
isla de los sanguinarios piratas?
En un
verdadero laberinto de trincheras hundidas, cerca de las cuales se veían armas quebradas
y huesos humanos, se alzaba una amplia y sólida construcción, sobre la cual
ondeaba una gran bandera roja con una cabeza de tigre en el centro.
Una de las
habitaciones estaba iluminada. En medio de ella había una mesa de ébano con
botellas y vasos del cristal más puro; en las esquinas, grandes vitrinas medio
rotas, repletas de anillos, brazaletes de oro, medallones, preciosos objetos
sagrados, perlas, esmeraldas, rubíes y diamantes que brillaban como soles bajo
los rayos de una lámpara dorada que colgaba del techo.
En
indescriptible confusión, se veían obras de pintores famosos, carabinas indias,
sables, cimitarras, puñales y pistolas.
Sentado en una
poltrona coja había un hombre. Era de alta estatura, musculoso, de facciones
enérgicas de extraña belleza. Sobre los hombros le caían los largos cabellos
negros y una barba oscura enmarcaba su rostro de color ligeramente bronceado.
Tenía la frente amplia, un par de cejas enormes, boca pequeña y ojos muy
negros, que obligaban a bajar la vista a quienquiera los mirase.
De pronto echó
hacia atrás sus cabellos, se aseguró en la cabeza el turbante adornado con un
espléndido diamante, y se levantó con una mirada tétrica y amenazadora.
—¡Es ya medianoche —murmuró— y todavía no
vuelve!
Abrió
la puerta, caminó con paso firme por entre las trincheras y se detuvo al borde
de la gran roca, en cuya base rugía el mar. Permaneció allí durante algunos
instantes con los brazos cruzados; al rato se retiró y volvió a entrar en la
casa.
—¡Qué
contraste! —exclamó—. ¡Fuera el huracán y yo acá dentro! ¿Cuál de las dos tempestades
es más terrible?
Se quedó un
rato escuchando por la puerta entreabierta, y por fin salió a toda prisa hacia
el extremo de la roca.
A la rápida
claridad de un relámpago vio un barco pequeño con las velas casi amainadas, que
entraba en la bahía.
—¡Es él!
—murmuró emocionado—. Ya era tiempo.
Cinco minutos
después, un hombre envuelto en una capa que estilaba se le acercó.
—¡Yáñez! —dijo
el del turbante, abrazándolo.
—¡Sandokán!
—exclamó el recién llegado, con marcadísimo acento extranjero—. ¡Qué noche
infernal, hermano mío!
Entraron en la
habitación. Sandokán llenó dos vasos.
—¡Bebe, mi buen Yáñez!
—-¡A tu salud,
Sandokán!
Vaciaron los
vasos y se sentaron a la mesa.
El recién
llegado era un hombre de unos treinta y tres años, es decir, un poco mayor que su
compañero, y de estatura mediana, robusto, de piel muy blanca, facciones
regulares, ojos grises y astutos, labios burlones, que indicaban una voluntad
de hierro.
—¿Viste a la
muchacha de los cabellos de oro? —preguntó Sandokán con cierta emoción.
—No, pero sé
cuanto quería saber.
—¿No fuiste a
Labuán?
—Sí, pero ya
sabes que esas costas están vigiladas por los cruceros ingleses y se hace difícil
el desembarco para gentes de nuestra especie. Pero te diré que la muchacha es
una criatura maravillosamente bella, capaz de embrujar al pirata más
formidable. Me han dicho que tiene rubios los cabellos, los ojos más azules que
el mar y la piel blanca como el alabastro. Algunos dicen que es hija de un
lord, y otros, que es nada menos que pariente del gobernador de Labuán.
El pirata no
habló. Se levantó bruscamente, presa de gran agitación. Su frente se había
contraído, de sus ojos salían relámpagos de luz sombría, tenía los labios
apretados. Era el jefe de los feroces piratas de Mompracem; era el hombre que
hacía diez años ensangrentaba las costas de la Malasia; el hombre que libraba batallas
terribles en todas partes; el hombre cuya audacia y valor indómito le valieron
el sobrenombre de Tigre de la Malasia.
—Yáñez —dijo—,
¿qué hacen los ingleses en Labuán?
—Se
fortifican.
—Quizás traman
algo contra mí.
—Eso creo.
—¡Pues que se
atrevan a levantar un dedo contra mi isla de Mompracem! ¡Que prueben a desafiar
a los piratas en su propia madriguera! El Tigre los destruirá y beberá su sangre.
Dime, ¿qué dicen de mí?
—Que ya es
hora de concluir con un pirata tan atrevido.
—¿Me odian
mucho?
—Tanto que
perderían todos sus barcos con tal de poder ahorcarte. Hermanito mío, hace
muchos años que vienes cometiendo fechorías. Todas las costas tienen recuerdos
de tus correrías; todas sus aldeas han sido saqueadas por ti; todos los fuertes
tienen señales de tus balas, y el fondo del mar está erizado de barcos que has
echado a pique.
—Es verdad,
pero ¿de quién ha sido la culpa? ¿Es que los hombres de raza blanca han sido
menos inexorables conmigo? ¿No me destronaron con el pretexto de que me hacía
poderoso y temible? ¿No asesinaron a mi madre, a mis hermanos y a mis hermanas?
¿Qué daño les había causado yo? ¡Los blancos no tenían queja alguna contra mí!
¡Ahora los odio, sean españoles, holandeses, ingleses o portugueses, tus compatriotas,
y me vengaré de ellos de un modo terrible! Así lo juré sobre los cadáveres de mi
familia y mantendré mi juramento. Sí, he sido despiadado con mis enemigos. Sin
embargo, alguna voz se levantará para decir que también he sido generoso.
—No una, sino
cientos; con los débiles has sido quizás demasiado generoso —dijo Yáñez—. Lo
dirán las mujeres que han caído en tu poder y a quienes, a riesgo de que
echaran a pique tu barco, llevaste a los puertos de los hombres blancos. Lo
dirán las débiles tribus que defendiste contra los fuertes; los pobres marineros
náufragos a quienes salvaste de las olas y colmaste de regalos, y miles de
otros que no olvidarán nunca tus beneficios, Sandokán.
Emilio
Salgari, Sandokán
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