Me llamo
Haneul Hong. Hong Ha Neul, pero eso da lo mismo.
Cuando tenía
ocho años e iba a tercero de primaria nuestra profesora de matemáticas me
llamaba Anulo. «Anulo, limpia la pizarra». «Anulo, corrige el quinto
ejercicio». Al principio no me importaba porque lo decía solo ella, pero luego
todos los grupos del curso empezaron a conocerme como «La Culo». «Culo, ¿has
hecho el workbook?». Me dejaban retratos sobre la mesa de clase. Eran todos
bastante poco originales, porque la mayoría me sustituían la cara por un culo,
pero había mentes creativas allí. Alguno, en vez de eso, me puso los culos en
los pies. Parece una tontería. No es una tontería, ¿qué habrá sido de Manuel
Perea, el genio oculto que me dibujó los culos en los pies? Manuel Perea desafió
alguna ley no escrita sobre la creatividad del mundo. A la Hana de siete años
eso le importaba poquísimo.
Un día,
mientras pasaban lista, tomé aire y le declaré a todos:
—Se dice Janul
Jong, profesora.
Y recuerdo que
ella levantó la cabeza, y me miró como si nunca me hubiese visto.
—Es que aquí
no se pronuncian las haches —fue lo que respondió—. Pero vale, ¿tienes el
examen firmado?
Me siguió
llamando Anulo. Con el tiempo, al menos, la broma perdió la gracia.
Cuando cumplí
los doce años, era oficialmente Culo para todo el colegio. La gente no se
planteaba otra posibilidad. Lo escribían así en los trabajos, en las notas, en
las diapositivas. No era irónico: hubo un conjunto real de seres humanos que pensaron
que yo me llamaba Culo. La naturalidad con la que lo aceptaban era
sobrecogedora. Fue entonces cuando descubrí que solo yo podía autodenominarme,
y que tenía que encontrar un nombre mío, y el primero que se me ocurrió fue
Hana. Hana sonaba a persona interesante. Sonaba a algo fácil de pronunciar en
España, así que a partir de ese momento ya nadie me llamaría Culo, ni Haneul,
solo Hana.
Dos meses
después, mientras la mujer de secretaría llamaba a mi familia, lo escribí en mi
mochila a rotulador «H A N A» (...)
—¿A qué estás
jugando, Haneul? Mírame. Haneul, mírame. Te han expulsado dos semanas. Primero
suspendes matemáticas y luego me llaman porque has… ¿Sabes cuánto cuesta este
colegio? ¿Lo sabes? No, no lo sabes, claro que no, y cuando se entere tu padre…
Cuando sepa que has pegado a… Haneul. Haneul, ¿me estás escuchando? Haneul.
Haneul.
Me llamo Hana.
Me llamo Hana. Me llamo Hana. Me llamo Hana.
Los nombres
que elegimos dicen mucho sobre quiénes somos, como el desayuno y los zapatos
(...)
Mamá nunca
entendió que yo necesitase llamarme Hana. Se negó a decirlo durante toda mi
vida, porque supongo que creía que estaba renunciando a mí, a mis raíces.
Kyung, que me conocía más que ella, me dijo: «no tienes nada que defender». Haneul
era un nombre coreano. Yo no era totalmente coreana, y no era que no quisiera
serlo, quería quedarme ahí, en ese punto medio, de pertenecer a algo y no
pertenecer a ningún sitio. Esa era mi propia pertenencia. Quería tener un
nombre que encajase con eso. Tenía los ojos un poco rasgados, pero eran verdes.
Son verdes. Los de Kyung también. El pelo negro y liso, y los labios de mamá,
demasiado carnosos. Era una mezcla tan extraña para un nombre tan coreano. Papá
me dijo un día:
—Fue por la
abuela. La madre de mi padre, ella quería que te llamases Haneul, te lo conté,
¿no? Porque ella se llamaba Haneul. Naciste y entonces todavía estaba viva, y
te vi y… tenías la misma cara. Estabas muy arrugada. Eras un bebé muy feo,
Haneul… —Y se rio, tranquilo. Y bebió de su té—. Ahora llámate como tú quieras.
—No le digas
eso —murmuró mamá, en español. Estaba vaciando el lavaplatos—. Ha suspendido
matemáticas. Le ha roto la nariz a un niño.
—Y eso está
muy mal, Hana. No lo hagas más.
—Pero no la
llames así, Ha Min, por Dios, es que…
Yo sonreí. Mi
hermano, que estaba bebiendo café junto a la encimera, sonrió conmigo. Tenía
diecisiete años entonces y me parecía la persona más alta del mundo, y se daba
siempre contra la esquina de la estantería en la que poníamos los vasos.
—Pues yo
quiero llamarme Eugenio —dijo. Mamá suspiró fuerte—. ¿Qué pasa? ¿Unos sí y
otros no?
—Tú anímala,
Kyung. Anímala (…)
Así que volví
a clase quince días después y para entonces todos lo habían entendido: me
llamaba Hana.
Clara
Duarte, Cada seis meses
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