La tumba
volvía a estar llena.
Casi parecía
mentira.
Flores,
botellas de todo tipo —especialmente de cerveza a medio consumir—, fotografías,
pulseras y collares hechos a mano, juguetes, como osos de peluche o pequeñas
naves espaciales de Star Trek y Star Wars, pósteres, un par de cómics...
Cada semana
era lo mismo, y cada semana Grace alucinaba.
No tanto por
el fanatismo o la devoción de los fans, sino por la clase de objetos que
dejaban en la tumba. Por ejemplo, él ya no tomaba alcohol. Por ejemplo, él
nunca había llevado pulseras o collares. Por ejemplo, lo de los osos de
peluche, que había sido una invención o una de esas frases típicas del estilo:
«A mi hija le gustan los osos de peluche». Cuando un famoso soltaba algo así,
para los seguidores era como un mandamiento.
Y eso que él
nunca había sido famoso.
Al menos en
vida.
Grace empezó a
recoger todas aquellas cosas.
Llevaba una
bolsa para las botellas siempre medio vacías y otra para el resto de objetos.
Las botellas y latas primero las vaciaba a un lado de la tumba. Era el trabajo más
lento y pesado. Con la parte dura acabada, llegaba la fácil. Recogía los
regalos, pero sin acritud ni violencia. De hecho lo hacía con mimo. Por lo
menos respetaba el fervor de las personas que habían viajado hasta allí, tan lejos
seguramente de su casa, para rendirle el último tributo al héroe caído, a la
leyenda.
Porque ahora
sí era eso: una leyenda.
Lo que más le
impactaba eran las fotos.
Sobre todo las
de ellas.
Desde chicas
jóvenes, de su misma edad, hasta mujeres ya mayores, como su madre. Dos estaban
desnudas, una en una posición recatada y otra, más explícita. En la parte
posterior de la primera se leía: «Espérame en el paraíso». En la de la segunda,
el texto era: «¡Mira lo que te perdiste!».
A veces no sabía
si reír o llorar.
Por lo menos,
esta vez no había pintadas en la sencilla lápida asentada a ras de suelo, con
el nombre y las fechas de nacimiento y muerte. Habían tenido que construir un
sarcófago de cemento para introducir en él el ataúd porque al comienzo algún
loco o loca había escarbado incluso la tierra. Grace se alegró de no verse
obligada a ponerse los guantes de goma y empezar a rascar la pintura o el tipo
de tinta, a veces indeleble, que algunos empleaban para dejar sus mensajes,
siempre del tipo: «¡Vive!» o «Long Live Rock».
Era un
cantautor, un cruce de Dylan, Springsteen, Stephen Stills o Tom Waits en sus
respectivas épocas puristas, pero bastaba una guitarra eléctrica para que los rockeros
se lo apropiaran.
¿Qué más daba?
Cuando un
artista se exponía al público, todo era interpretable.
Él siempre
decía: «Yo soy músico, no sé hacer nada más».
Estaba
acabando de acomodar en el fondo de la bolsa las naves de juguete cuando
apareció él.
No era normal
ver a un fan entre semana. Las peregrinaciones solían hacerse en grupo, en
manada, de viernes a domingo. Claro que, aunque uno llegara en plan solitario,
quedaba automáticamente hermanado con el resto. Todos estaban allí por lo
mismo, para rendirle tributo a Leo Calvert. Los viernes y los sábados por la
noche era normal que alrededor de la tumba se organizaran fiestas, se cantaran
sus canciones y se bebiera hasta quedarse dormidos. También se había hecho amargamente
popular hacer el amor sobre la tumba, como ofrenda o como si el espíritu del
muerto pudiera bendecirles.
En aquellos
años, ¿cuántos hijos se habrían engendrado así, allí mismo?
Grace prefería
no pensarlo.
Salvo que
electrificaran la tumba, o la vallaran, o... ¿o qué?
El aparecido y
ella se quedaron mirando.
Era alto,
quizá un poco desgarbado, o tal vez fuera por la mochila que cargaba sobre el
hombro derecho y la guitarra que colgaba del izquierdo. Llevaba su cabello
negro revuelto, un poco caído sobre la frente, y tenía unos ojos claros y
limpios. Vestía de manera informal: zapatillas deportivas, vaqueros gastados y
una camisa roja arremangada. Pese a todo no parecía un vagabundo ni un
sucedáneo de hippy renacido del pasado. Iba limpio. Incluso se diría que
cuidado. Le calculó veintiuno o veintidós
años, quizá veintitrés. De no haber sido por su seriedad, su cara habría
resultado agradable.
Grace lo
esperaba todo menos aquello:
—¿Qué haces?
—le espetó el chico.
Ella se quedó
quieta.
—¿Perdón?
—dijo.
—¿Estás
robando las cosas? —continuó él—. ¡Joder!, ¿no te da vergüenza?
La parálisis provocada
por el desconcierto duró menos de tres segundos. Le lanzó una última mirada,
mitad agotada, mitad resignada, y acabó de meter los últimos juguetes en la
bolsa. Quedaba tan solo el cómic de los mutantes de X-Men.
—¡Oye, te
estoy hablando! —gritó el joven.
Grace no le
hizo caso.
Ni se lo
hubiera hecho de no ser porque él dio un par de pasos hacia ella, tal vez para
sujetarla, tal vez para detenerla.
Entonces sí,
se volvió.
Lo fulminó con
la mirada.
—Como te
acerques te hago una cara nueva —le previno.
—¡Pues deja
eso donde estaba!
Entonces ya
sí, se lo dijo:
—¡Es mi padre,
idiota! ¡Limpio la tumba para que no se amontone la mierda que tarados como tú
dejáis en ella cada semana! ¿De acuerdo?
Luego se dio
media vuelta, cargó los dos sacos y echó a andar sin volver la vista atrás.
El silencio de
la tarde habría sido agradable de no ser porque ahora estaba furiosa.
Jordi Sierra I Fabra, Como
lágrimas en la lluvia
PREMIO LAZARILLO 2019
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