Después de
beber un sorbo de vino para aclararse la garganta, el aedo pulsó las cuerdas,
carraspeó y emprendió una nueva tirada de versos (...)
»Gritaron los pretendientes al
verlo así abatido y aterrados de susasientos saltaron. Y con una torva mirada
les dijo el sagaz Odiseo:
»—¡Ah, perros viles! ¿Creíais que
nunca volvería de Troya y por eso devorabais mi hacienda, os acostabais con mis
criadas y pretendíais a mi esposa? ¡Pues ya la muerte se cierne sobre vuestras
cabezas!» (...)
Tapando las
cuerdas con la mano izquierda, el cantor buscó el rostro de su solitaria
audiencia allí donde había escuchado su voz la última vez y preguntó:
—¿El poema va
bien así, wánax?
—Muy bien, mi
joven cantor. Tienes un gran talento. Aunque las cosas no sucedieron
exactamente así, me gusta cómo suena el conjunto. ¿Cuántos pretendientes has
dicho que había reunidos?
—Ciento dos,
mi señor.
—¡Ciento dos!
—Odiseo, sentado a horcajadas sobre su silla favorita, palmeó el respaldo,
divertido—. ¿Y contra esos ciento dos cuántos luchamos?
—Tú, tu hijo
el noble Telémaco, el leal porquerizo Eumeo y el irreprochable boyero Filetio.
A Odiseo,
aunque la vista le fallaba para distinguir objetos cercanos y a veces se
descubría en alguno de los almacenes del palacio sin saber qué había ido a
buscar, aún se le daban bien los números.
—Veinticinco
pretendientes para cada uno, y todavía nos habrían sobrado dos. ¡Una batalla
digna de culminar un poema épico!
—Así es, señor
—respondió el aedo con una sonrisa y un brillo de entusiasmo en sus ojos
invidentes.
—Ciento dos
—repitió Odiseo para sí, pensativo.
Ocho años
habían transcurrido tan sólo y los pretendientes ya se habían multiplicado por
cinco. ¿En cuántos los convertirían las generaciones venideras?
Aquel joven
aedo quería completar la magna obra que había empezado con los cantos que había
aprendido de Demódoco, ciego como él, y que no eran otra cosa que la
versificación del relato que en aquella noche hiciera Odiseo ante la corte de
los feacios. Para mantener el tono, y ya que ni el joven ni mortal alguno que
pisara la tierra conocían lo que de verdad había acontecido en el brumoso
Tártaro, ¿qué mejor culmen que una gloriosa matanza de pretendientes?
Había detalles
del poema que a Odiseo le gustaban más y otros menos. No le agradaba, por
ejemplo, que, al llegar a Ítaca, Atenea lo convirtiera mágicamente en un
anciano pordiosero. ¡Siempre los dioses arreglándolo todo! La verdad era que él
se había camuflado por sus propios medios con ropa vieja y había deformado sus
rasgos, como en otras ocasiones, remetiéndose pulpa de hojas bajo las mejillas
y entre las encías y los labios. De ese modo había visitado de incógnito su
propio palacio fingiéndose un buhonero, como ya hiciera en el pasado para
desenmascarar a Aquiles y llevárselo a la guerra de Troya. Así pudo reconocer
el terreno antes de actuar contra los pretendientes —que no eran más de dos
docenas— que le tenían invadida la casa y no dejaban de comerse sus
cochinillos, sus corderos y sus terneras, de acosar a sus esclavas, de mirar
con lujuria a su mujer y de hacerle la vida imposible a su hijo.
Una vez que
comprobó que aquellos mozos insolentes eran más pendencieros y fanfarrones que
valientes, Odiseo no esperó ni un solo día para actuar. Tras revelar su
identidad a su hijo, a Eumeo, a Filetio —en eso acertaba el poema— y a unos
cuantos hombres de confianza más, se las arregló para que desde el mediodía se dedicaran
a cebar y emborrachar a aquella caterva de parásitos.
Después,
por la noche, cuando todos los pretendientes se hallaban dentro del mégaron,
pesados y somnolientos por el vino y la pingüe carne, Odiseo se plantó en el
umbral ataviado con una coraza de bronce y unas grebas de estaño. A su vera
estaban Telémaco, sujetándole el escudo, y Eumeo, encargado de sostenerle el
yelmo y la lanza. Detrás de él había más criados con antorchas, de tal modo que
la sombra de Odiseo, tal como había planeado, se proyectaba amenazadora y
gigantesca en la pared del fondo.
En sus manos
empuñaba su arco favorito, el mismo que había olvidado al partir a Troya.
Telémaco se lo había traído del almacén a escondidas de Penélope, ignorante
todavía de que su esposo había retornado.
—Entonces
—preguntó el aedo—, ¿no es verdad que te las ingeniaste para que la discreta
Penélope propusiera un certamen en el que quien consiguiera tensar y disparar
tu arco se casaría con ella?
—¿Permitir que
esos patanes me mancharan el arco con la grasa de sus manazas? ¡Jamás! Lo que
sí es verdad es que le disparé una flecha a Antínoo y le atravesé el gaznate de
parte a parte. Era el cabecilla de esa patulea y, cuando uno pelea contra un
grupo de enemigos más numeroso, lo primero que tiene que hacer siempre es descabezarlo
matando al más decidido.
—¿Y cómo es
que mientras les advertías de lo que ibas a hacer él fue tan imprudente de
seguir bebiendo?
—Es que no les
advertí. En la vida he aprendido que lo mejor es actuar primero y amenazar
después. Así que maté a ese rufián sin avisar, tal como se merecía.
—¿Y no dijiste
nada?
Odiseo pensó
un instante. Lo cierto era que le habría gustado pronunciar aquellas palabras.
«¡Ah, perros viles! ¡Ya la muerte se cierne sobre vuestras cabezas!». Sonaban
realmente rotundas. Pero en su momento no se le habían ocurrido.
—Creo que me
limité a decir: «La fiesta ha terminado».
El aedo
parecía sorprendido, sus ojos mirando sin ver las vigas enceradas del techo del
pórtico bajo el que se encontraban.
—¿Y con eso
bastó? ¿Salieron huyendo como conejos asustados?
—Como conejos
asustados y muy borrachos —precisó Odiseo.
Aquellos pretendientes
estaban acostumbrados a peleas de bravucones, a alardear entre ellos y a
amedrentar a criadas y sirvientes, pero carecían de agallas para enfrentarse a
un guerrero de verdad, armado de bronce y con la violencia pintada en los ojos.
Por eso ver muerto al que parecía más valiente fue más que suficiente para que
todos huyeran despavoridos. Los que eran de Ítaca pasaron meses encerrados en
sus casas, y a los que procedían de las islas vecinas nadie los volvió a ver
por allí.
—Pero me gusta
más tu versión, hijo —dijo Odiseo—. Continúa, por favor.
El aedo volvió
a pulsar la lira, en tono algo más inseguro. Conforme entonaba los versos, sin
embargo, fue cobrando de nuevo confianza en su historia. Así cantó cómo, tras
masacrar a los pretendientes, Odiseo y sus fieles se habían vengado a
conciencia de la servidumbre que había fraternizado con ellos. A las criadas que
les habían entregado sus favores, nada menos que doce, las ahorcaron en el
patio; después, eso sí, de obligarlas a limpiar a fondo la sangre, las vísceras
y los sesos derramados por el suelo y las paredes del mégaron.
—Siempre he
sido un hombre práctico, eso no se puede negar —reconoció Odiseo (...)
—Mi señor
—dijo el aedo, interrumpiendo su canto—. ¿Te estás burlando de mí?
—¡Líbrenme los
dioses, amigo! Continúa, que me place mucho tu historia (...)
—¿Has llegado
al final, hijo? No me lo había parecido.
—No del todo,
wánax. Conozco la materia de ese final, pero me falta todavía hilar los
hexámetros.
—Aunque no me
los cantes, me gustaría saber qué historia te han contado.
—Pero, señor,
si es verdad que no mataste a ciento dos pretendientes, sino sólo a uno…
—Imaginemos
que fue así, que di muerte a ciento dos jóvenes de estos pagos. —Cavilando
sobre ello, Odiseo se rascó la cabeza—. ¿Te imaginas cuántos familiares se
habrían plantado en mi palacio para vengar su sangre derramada? ¡Un ejército
entero!
—¡Y
precisamente eso fue lo que ocurrió, señor! —El joven se quedó callado,
confuso—. Bueno, lo que me dijeron que ocurrió.
—Pues sigue,
háblame de ese ejército.
—Guiados por
Eupites, el padre del insolente Antínoo, cientos de familiares, unos de Ítaca y
otros llegados de las islas vecinas, se presentaron armados y con antorchas
para tomar venganza y quemar tu palacio.
—Eso suena
bien —reconoció Odiseo—. ¿Cómo lo solucioné?
El padre de
Antínoo se llamaba en verdad Eupites, un cobarde que, cuando partieron los doce
barcos a Troya, enfermó de forma sospechosa por unos cólicos de orina. Era el
único al que Odiseo había tenido que compensar por la muerte de su hijo. Había
tasado a este en diez bueyes no demasiado cebados, de los que le había descontado
nueve como gastos de manutención por el tiempo que Antínoo pasó instalado en su
palacio.
Eupites se
había llevado el buey que quedaba sin poner la menor objeción.
El aedo, que
se había emocionado pensando en el desenlace, elevó el tono de su voz.
—¡Tú pediste
amparo a tu protectora, Palas Atenea, y ella te infundió tal fuerza que desde
cien pasos arrojaste tu lanza de bronce y acertaste a Eupites en pleno rostro,
entre las dos carrilleras del yelmo! Y entonces todos los demás se detuvieron
acobardados mientras tú, Telémaco, tu padre Laertes…
—¡Esto sí que
es bueno! —aplaudió Odiseo—. ¡Mi pobre padre metido en combate a sus años! Pero
continúa (...)
El poeta se
quedó pensativo un instante. Después, al parecer inspirado por su propio
entusiasmo, volvió a tañer las cuerdas e improvisó unos hexámetros (…)
—¿Y ya está?
—preguntó Odiseo al ver que el aedo había apagado el sonido de la lira con la
palma de la mano.
—Así es,
wánax. Gracias a la diosa Atenea hubo paz para siempre entre aquellas dos
partes contrarias y la concordia reinó en Ítaca.
Odiseo se
levantó por fin de la silla. Tenía las rodillas anquilosadas, pero consiguió no
emitir ningún gruñido.
—Me gusta. Me
gusta, sí. Tienes mis bendiciones, hijo. Aunque las cosas no sucedieran del
todo así, tus versos las hacen parecer más grandiosas y al mismo tiempo más
emocionantes.
—Gracias,
señor —respondió el joven con una enorme sonrisa de felicidad.
Javier
Negrete, Odisea
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