Decidí que
Orion debía morir cuando me salvó la vida por segunda vez. Hasta entonces su
existencia me había sido bastante indiferente, pero una tenía sus límites. No
habría pasado nada si me hubiera salvado la vida un número de veces realmente extraordinario,
como diez, trece o algo así… el trece es un número con estilo. Orion Lake, mi
guardaespaldas personal; podría haber vivido con aquello. Pero para entonces
llevábamos en la Escolomancia tres años, y él no había mostrado ninguna inclinación
previa a concederme un trato especial.
Pensarás que
soy una egoísta por contemplar con mortíferas intenciones al héroe responsable
de la continua supervivencia de una cuarta parte de nuestra clase. En fin, mala
suerte para los pobres desgraciados que no han podido apañárselas sin su ayuda.
De todas formas, se supone que no todos debemos sobrevivir. Hay que alimentar
al colegio de algún modo.
Ah, pero ¿y
qué hay de mí?, te preguntarás, pues ha tenido que salvarme la vida no una sino
dos veces. Y esa era justo la razón por la que tenía que morir. Fue él quien
provocó la explosión en el laboratorio de alquimia el año pasado al enfrentarse
contra aquella quimera. Tuve que salir de debajo de los escombros mientras él correteaba
y aporreaba la cola escupefuego de la criatura. Y el devoralmas no llevaba ni
cinco segundos en mi habitación antes de que Orion apareciese por la puerta:
debía de haber estado pisándole los talones mientras lo perseguía por el
pasillo. La criatura solo se había desviado hasta mi cuarto intentando escapar.
Pero nadie
querrá oír mi versión de los hechos. Puede que la quimera no me hubiera atacado
a mí en particular, ya que aquel día había más de treinta estudiantes en el
laboratorio, pero un rescate dramático en mi dormitorio era harina de otro
costal. Para el resto del colegio, ya he empezado a formar parte de la pandilla
de pústulas indefensas a las que Orion Lake ha salvado durante el transcurso de
su excelente trayectoria, y eso es intolerable.
Nuestras
habitaciones no son demasiado grandes. Orion se encontraba a apenas unos pocos
pasos de la silla de mi escritorio, con la respiración aún entrecortada e
inclinado sobre la burbujeante secreción violácea del devoralmas, que ahora no
dejaba de rezumar sobre las estrechas grietas entre las baldosas del suelo:
perfecto, así se extendería mucho mejor por toda mi habitación. La cada vez más
débil incandescencia de sus manos iluminaba su rostro, que no era nada del otro
mundo: tenía una enorme nariz aguileña que tal vez llegara a ser impresionante
algún día, cuando el resto de su cara se desarrollara, pero por ahora resultaba
demasiado grande, y el pelo gris plata, que se había dejado crecer tres semanas
de más, se le apelmazaba en la frente perlada de sudor. Orion pasa la mayor parte
del tiempo oculto tras un muro impenetrable de devotos admiradores, por lo que
nunca antes había estado tan cerca de él. Se enderezó y se secó el sudor con el
brazo.
—¿Estás bien…,
Gal, verdad? —me dijo, echando más leña al fuego. Llevábamos tres años en la
misma clase de laboratorio.
—No gracias a
ti y a tu ilimitada fascinación por cada criatura oscura que hace acto de
presencia —respondí con frialdad—. Y no me llamo Gal, nunca me he llamado Gal,
sino Galadriel. —A mí no me mires, el nombre no fue idea mía—. Pero si son
demasiadas sílabas para que puedas pronunciarlas todas de golpe, prefiero que me
llames El.
Levantó la
cabeza y me miró perplejo, con la boca un poco abierta.
—Oh. Ah.
¿Di-disculpa? —dijo, adoptando un tono de voz agudo, como si no entendiera lo
que estaba pasando.
—No, no —dije
yo—. Perdóname. Es obvio que no estoy desempeñando el papel como se espera de
mí. —Me llevé la mano a la frente con gesto melodramático—. Orion, estaba
aterrorizada —jadeé y me arrojé sobre él. Orion se tambaleó un poco: éramos
igual de altos—. Menos mal que has venido a salvarme, nunca habría vencido a un
devoralmas yo sola. —Emití un sollozo de lo más falso contra su pecho.
¿Puedes
creerte que hizo amago de rodearme con el brazo y darme una palmadita en el
hombro? Así de automático le salía el gesto. Le di un codazo en el estómago
para apartarlo. Él dejó escapar un ruidito parecido al quejido de un perro,
trastabilló hacia atrás y me miró boquiabierto.
—No necesito
tu ayuda, mosca cojonera —le dije—. Aléjate de mí o te arrepentirás.
Lo empujé otra
vez y cerré la puerta de golpe, dejándola a meros centímetros de su nariz
aguileña. Durante un instante, tuve el placer de ver una mirada de absoluta
confusión en su rostro antes de perderlo de vista.
Naomi Novik, Una educación mortal
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