Acabada la
cena, se reunieron casi todos frente al fuego, pues por la noche refrescaba
bastante, a pesar de estar ya casi en verano, y más ese día. Según les dijo el
hospitalero, en esa alberguería existía la costumbre de contar historias sobre
el Camino en torno a la lareira o cocina de leña, sentados en los escaños con
un vaso de orujo o de vino caliente con miel en la mano.
—A esto lo
llaman en esta tierra el filandón, ya que en las casas suele hacerse mientras
se fila o hila la lana de oveja o se lleva a cabo alguna tarea parecida —les
explicó el hospitalero (...)
Tras esa
historia milagrera, que complació mucho a la concurrencia, tomó la palabra un
peregrino de origen berciano, si bien vivía en Segovia. Era casi un anciano,
con la piel muy curtida y llena de cicatrices, al que todos llamaban el Gato,
porque parecía tener siete vidas. Este les contó que había hecho varias veces
el Camino y que no le tenía miedo a nada, salvo a una cosa, añadió con tono de
misterio. Hacía ya muchos años, en el sendero que iba de Triacastela a Sarria,
se le hizo de noche, por haberse distraído con una moza. No obstante, no se
preocupó, pues llevaba una antorcha consigo y conocía bien la senda. Pero, al
llegar a una especie de encrucijada, surgió una espesa niebla que le impedía distinguir
nada más allá de un palmo. Así que se detuvo en medio del camino a esperar a
que la bruma se disipara. Mas de pronto vio unas luces que se dirigían hacia él
de manera pausada por uno de los ramales. Al principio pensó que podía tratarse
de un grupo de peregrinos, pero enseguida se dio cuenta de que estaba equivocado.
—Yo, que he
estado en la guerra de Granada y me he enfrentado muchas veces a fieras
salvajes y a bandidos más fieros todavía, jamás he sentido tanto pavor como esa
noche —continuó el hombre con tono lúgubre—. Cuando las luces llegaron a la
encrucijada, comencé a vislumbrar a una persona con una cruz y un caldero lleno
de agua bendita. Detrás iba una comitiva que no se podía percibir, salvo por el
airecillo frío que producía a su paso y que a mí me hizo estremecer. Cada
miembro portaba un cirio que parecía incombustible. El que iba en cabeza me
ofreció la cruz y el caldero, que según los curas son símbolos de la salvación
eterna. Yo me sentía tan aterrado que a punto estuve de aceptarlos. Pero, entonces,
me acordé de lo que mi santa madre, que en paz descanse, me decía cuando era
niño: «Si alguna vez se te aparece la Santa Compaña, no tomes nada de lo que te
den, pues el que camina delante solo puede librarse de la muerte cediéndosela a
otro. Y recuerda que, para protegerte de ella, habrás de trazar un círculo en
la tierra a tu alrededor». Y así lo hice aquel día; con el bordón a modo de
compás hice un redondel y los aparecidos pasaron de largo sin verme. Por eso
ahora puedo contarlo —añadió, tras apurar con ganas su vaso de orujo.
La historia
fue acogida con gran júbilo y algo de miedo, todo hay que decirlo, por parte de
los presentes. Uno de ellos, sin embargo, puso en cuestión la existencia de la
Santa Compaña, diciendo que eso eran supersticiones y cosas de viejas,
historias que se contaban al amor de la lumbre, como en ese momento estaban
haciendo ellos (…)
Después
intervino un hombre mucho más joven, que hablaba con acento gallego y al que
apodaban el Estudiante, porque sabía leer y escribir. No tendría más de
veinticinco años. Era alto de estatura y de complexión fuerte, con el pelo
negro y lacio, los ojos grandes y la nariz roma.
—Yo no soy un
caminante tan experimentado como nuestro amigo el Gato. Pero sé de buena tinta
que hay una hora en la noche, la más triste y fatídica de todas, en la que los
espíritus y fantasmas dejan sus ocultas moradas y vienen a este mundo a expiar
sus culpas. Suele ser a medianoche o poco después de ocultarse el sol, momento
en el que se levanta una espesa niebla y empiezan a distinguirse en lontananza
multitud de luces que, pausada y majestuosamente, caminan sin rumbo fijo, así
como ruidos misteriosos, de cadenas y campanillas, acompañados de susurros
ululantes y rumor de viento. También se escuchan lamentos o quejidos que
parecen salir del cementerio, como si fueran una bandada de pájaros que volaran
cerca del suelo, impregnando el aire con la humedad de los sepulcros. Son las ánimas
de los difuntos, os espíritus da noite, como dicen en mi pueblo. El nombre es
lo de menos, lo importante es que existen; por lo general, son seres andariegos
y nocturnos que traen la desgracia a todos aquellos que tienen la desdicha de
verlos aparecer. Algunos entran en la iglesia, de donde toman la cruz, y luego
empiezan a deambular por los contornos y a penetrar en las casas, donde se apoderan
de las personas dormidas, las sacan por el ojo de la cerradura y, entregándoles
un hacha de cera, las incorporan a su lúgubre procesión. El que lleva la cruz
suele ser muy delgado, con la piel macilenta y amarilla y los ojos hundidos en
las cuencas, pues apenas duerme ni descansa. Si el camino es estrecho y, por casualidad,
coinciden los vivos y los muertos, los primeros tienen que apartarse y ceder el
paso si no quieren ser arrastrados por tan triste cortejo. Y aquellos que
sobreviven a tan fatídico encuentro lo hacen con el permiso de la Muerte, pero
algún día tendrán que pagar por ello. Eso es todo lo que puedo decir.
—Que no es
poco, y lo habéis contado de tal forma que, por un momento, he sentido su
presencia aquí dentro —comentó el hospitalero—. ¿Y vos qué pensáis? —le
preguntó a Rojas.
—Yo soy de La
Puebla de Montalbán y vivo en Talavera de la Reina —explicó el pesquisidor, al
que le costaba un poco hablar con soltura, a causa del orujo que había bebido—,
y allí no tenemos esta clase de procesiones. Yo, al menos, no me he tropezado
nunca con ellas, ni conozco a nadie que las haya visto ni de lejos ni de cerca,
ni de día ni de noche… Preguntadle mejor a mi compañero, que de esto sabe mucho
más que yo, ya que es gallego y buen caminante.
—Y bien, ¿qué
tenéis que decir? —inquirió el hospitalero, dirigiéndose a Elías.
—En efecto,
soy gallego y ya sabéis lo que se dice en mi tierra de las meigas y de otras
criaturas no menos extrañas, que haberlas haylas. Y si existen las meigas, ¿por
qué no va a existir también la Santa Compaña? Yo hasta la fecha no he tenido la
desgracia de toparme con nada parecido, pero recuerdo que mi madre, poco antes
de morir, me contó que ella, de moza, sí que la había visto al lado de la
iglesia de su pueblo, Liñares, y que una de las ánimas le había ofrecido una
vela para que la cogiera y se sumara a la procesión, pero que ella no había
obedecido porque tenía las dos manos ocupadas, pues venía de coger agua de la
fuente. De modo que me aconsejó que hiciera lo mismo si alguna vez me
encontraba con la estadiña.
—¿Lo veis?
Tenía yo razón: cosas de viejas que amamantan y educan a sus hijos con estas
creencias —concluyó el que se había mostrado más escéptico.
—Lo que no
quita para que tales cosas existan —replicó Elías con vehemencia—, ¿o es que
vais ahora a dudar de la palabra de mi madre?
Luis
García Jambrina, El manuscrito de barro
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