En el museo
romano de Villa Giulia el guardián de la Sección Quinta continúa su ronda.
Acabado ya el verano y, con él, las manadas de turistas, la vigilancia vuelve a
ser aburrida; pero hoy anda intrigado por cierto visitante y torna hacia la
saleta de Los Esposos con creciente curiosidad. «¿Estará todavía?», se
pregunta, acelerando el paso hasta asomarse a la puerta.
Está. Sigue
ahí, en el banco frente al gran sarcófago etrusco de terracota, centrado bajo
la bóveda: esa joya del museo exhibida, como en un estuche, en la saleta
entelada en ocre para imitar la cripta originaria.
Sí, ahí está.
Sin moverse desde hace media hora, como si él también fuese una figura resecada
por el fuego de los siglos. El sombrero marrón y el curtido rostro componen un
busto de arcilla, emergiendo de la camisa blanca sin corbata, al uso de los
viejos de allá abajo, en las montañas del Sur: Apulia o, más bien, Calabria.
«¿Qué verá en
esa estatua?», se pregunta el guardián. Y, como no comprende, no se atreve a
retirarse por si de repente ocurre algo, ahí, esta mañana que comenzó como
todas y ha resultado tan distinta. Pero tampoco se atreve a entrar, retenido
por inexplicable respeto. Y continúa en la puerta mirando al viejo que, ajeno a
su presencia, concentra su mirada en el sepulcro, sobre cuya tapa se reclina la
pareja humana.
La mujer,
apoyada en su codo izquierdo, el cabello en dos trenzas cayendo sobre sus
pechos, curva exquisitamente la mano derecha acercándola a sus labios pulposos.
A su espalda el hombre, igualmente recostado, barba en punta bajo la boca
faunesca, abarca el talle femenino con su brazo derecho. En ambos cuerpos el
rojizo tono de la arcilla quiere delatar un trasfondo sanguíneo invulnerable al
paso de los siglos. Y bajo los ojos alargados, orientalmente oblicuos, florece
en los rostros una misma sonrisa indescriptible: sabia y enigmática, serena y
voluptuosa.
Focos ocultos
iluminan con dinámico arte las figuras, dándoles un claroscuro palpitante de
vida. Por contraste, el viejo inmóvil en la penumbra resulta estatua a los ojos
del guardián. «Como cosa de magia», piensa este sin querer. Para
tranquilizarse, decide persuadirse de que todo es natural: «El viejo está
cansado y, como pagó la entrada, se ha sentado ahí para aprovecharla. Así es la
gente del campo». Al rato, como no ocurre nada, el guardián se aleja.
José Luis Sampedro, La Sonrisa
Etrusca
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