El suceso
acaeció en el año 1217, cuando era juez de Teruel Domingo Celada. Un joven
llamado Juan Martínez de Marcilla (más adelante se le llamó Diego,
equivocadamente, así como Marsilla en vez de Marcilla, también por error), que
tenía veintidós años, se enamoró de Isabel Segura, hija de Pedro Segura; el
padre no tenía otra hija y era muy rico. Los jóvenes se amaban desde niños y
veíanse continuamente, pues las casas eran vecinas. Ya mayores, el joven dijo
que deseaba tomarla por mujer y ella respondió que su deseo era el mismo pero
que nunca lo haría sin que su padre y su madre se lo mandasen. Pidió el joven a
Pedro Segura la mano de su hija y la respuesta fue que, si bien era de buena
familia, no tenia bienes de fortuna, pues era segundón y el padre tenía otros
hijos con derecho a la herencia. Pedro Segura añadió que daría a su hija
treinta mil sueldos de dote y la casa en que vivía.
El joven dijo
a Isabel que pues su padre no le despreciaba sino por el dinero, que esperase
cinco años en que él se iría a la guerra, ya por mar ya por tierra, hasta tener
el dinero necesario. Ella consintió en el plazo, y Juan se ausentó por espacio
de cinco años y luchando contra los moros ganó empleos y dinero.
Durante este
tiempo la doncella fue muy acosada por el padre para que tomase marido; la
respuesta de ella fue que había votado virginidad hasta los veinte años
diciendo que las mujeres no debían casarse sin que pudiesen y supiesen regir su
casa. El padre, como quiera que la amaba, la quiso complacer, pero cumplidos
los cinco años le dijo:
—Hija mía, es
mi deseo que tomes esposo.
Y ella, viendo
que los cinco años habían pasado y que en este tiempo nada había sabido del
enamorado, decidió obedecer a su padre y éste la desposó con Azagra y a poco
tiempo hicieron las bodas.
Los
desposorios antes del matrimonio eran cosa corriente y normal en aquellos
tiempos, figuraban como sacramental y precedían al auténtico matrimonio y no
podían romperse fácilmente. Por otro lado, el nombre de Azagra figura en
relaciones posteriores a la auténtica que existía en un papel llamado «De letra
antigua», en el que se basaron los siguientes narradores de la historia.
La novia dio
en estar de allí en adelante melancólica y pensativa; no trataba ya de nada
sino ponerse de negro. Y, por fin, se celebró el matrimonio. A esta sazón entró
por la sala donde estaba Segura un paje con un recado y dice que Marcilla el
viejo le da noticias de que su hijo viene con salud y muy rico, de lo que
tuvieran gran regocijo. Llegó el joven Marcilla a su casa y le dieron la
noticia de haberse desposado Isabel; con todo, disimuló delante de su padre
porque su gozo no se enturbiase con su pena.
Acostose
Marcilla pero no reposó; dejó la cama y embozado se pasó al convite o danza del
casamiento de Isabel y, en cuanto comenzaron los instrumentos a tocar, salió
Isabel a danzar pero Marcilla, con más dolor que si viera un cuchillo en su
garganta, dando rienda al furor dejó aquel sitio y se metió dentro del aposento
que estaba aparejado para el tálamo de los novios, que como la casa andaba tan
revuelta lo pudo hacer sin que lo vieran.
Concluye el
festín al tiempo que aunque quisiera salir no pudo. Oye que las visitas se van
y a su aposento se recogen los novios y queriendo el marido usar del derecho
que el matrimonio le concede, Isabel le ruega que se abstenga de ello por
aquella noche porque es la única que le falta para cumplir un voto prometido.
Azagra insiste pero ella vuelve a negarse replicando que no es justo gozar
contra su gusto a ninguna mujer, principalmente siendo la propia, y se lo ruega
vertiendo lágrimas y entre sollozos. Acostáronse con eso entrambos juntos y él,
de cansado, se quedó dormido mientras ella despierta, aunque estaba casada con
Azagra, tenía en su pecho a Martilla.
Juan, en este
punto muy osado y atrevido como amante, salió silenciosamente de detrás de las
cortinas y cogiendo a Isabel con entrambas manos le dijo quién era y cómo había
llegado allí. Isabel quedó muda de espanto y temor, no sabiendo si gritar o
estarse callada, momento que aprovechó Juan diciéndole:
—Escúchame,
Isabel, no te espantes que no es mi intento atentar contra tu honor. Tu padre
no me quiso por ser pobre y te casas con un hombre rico, pero te digo que es
imposible que él te quiera como yo te quiero pues sabes que por ti padezco y
muero. Prefiero morir a perderte. Sólo te pido un beso en premio a mi fe y mis
servicios por el presente dolor y el bien pasado.
—Te confieso,
Juan, que del mismo modo que te amaba te amo ahora, pero puesto que ya me casé
ya no soy mía, estoy, aunque no muerta, ya enterrada y no te puedo dar lo que
es de otro. Besándote te daría lo que pertenece ya a mi esposo, haciéndole
agravio y padeciendo mi castidad.
En este
sentido siguió la breve conversación que en voz baja sostenían los dos
enamorados, él insistiendo y ella negando, y dando un suspiro Juan dijo:
—Bésame, que
sin remedio me muero.
Y negándoselo
ella, él dijo:
—Adiós,
Isabel.
Y dio consigo
en el suelo. Isabel le llama y viendo que no contesta se da cuenta de que no
respira y ha muerto. Quedó la muchacha sin habla y sin aliento y llamando a su
marido le dice:
—Perdona,
estaba soñando que una amiga siendo pequeña quiso bien a un galán y no
quisieron sus padres que se casasen por no tener igual hacienda, con lo que él
partió a la guerra prometiéndose mi amiga que estaría cinco años esperándole y,
sea por lo que fuere, casó con otro, y cumplido el término llegó el galán, que
pudo verse con ella a solas antes que el esposo lograse el fruto del
matrimonio. Él, desesperado, pidió a mi amiga un solo beso y ella se lo niega
diciendo que ha de guardar a su esposo la fe de puro honrada. Por tres veces él
se lo suplica y ella firme se lo niega diciendo que antes prefiere morir que
faltar a la fe del matrimonio y en diciendo esto ve con espanto que su enamorado
cae al suelo entregando su alma a Dios. Esta tragedia vi entre sueños cuando tú
oíste las voces que daba, y ahora dime, pues te precias de discreto, si la dama
pudiera darle el beso al galán sin faltar a su deber o bien permitir que
muriera.
Azagra se rió
y le dijo:
—Esta dama fue
necia, impertinente y melindrosa sobre ser muy cruel con quien la amaba, y ya
que en vida no le dio el beso al galán en peligro de muerte debía darle uno y
dos mil de sentimiento. Éste es mi parecer.
A esta
respuesta se deshizo Isabel en lágrimas y suspiros y llevándole al lugar donde
Martilla estaba muerto le dijo:
—Yo soy la
impertinente, la necia y la melindrosa, pero honrada.
El marido se
quedó pasmado viendo un espectáculo tan lastimoso; perplejos no acertaban a
resolver el conflicto; por un lado temían la justicia si hallaban el muerto en
su casa, por otro lado el temor a que la familia de Marcilla pudiese creer en
una muerte alevosa. Al fin se resolvieron a llevarlo y ponerlo delante de la
puerta de la casa de su padre, lo que hicieron sin ser vistos pues ambas casas
eran vecinas.
Llegó el día y
las gentes que por allí pasaban conocieron que era el joven Marcilla el que
estaba cadáver frente a su domicilio; avisaron a su padre, que vio a su hijo
rodeado de amigos y deudos llorando todos el desgraciado acontecimiento. El
padre, sin que nadie lo pudiese estorbar, se arrojó sobre el difunto bañándole
con lágrimas el rostro y estando abrazado con él a ambos juntos les entraron en
la casa.
Acudió la
justicia y también Azagra haciendo ver que no conocía el hecho. Y determinaron
todos a hacerle las exequias y darle sepultura y por su alma mil sufragios.
El entierro
fue solemne, porque Teruel era entonces plaza de armas en la empresa que el rey
don Jaime quería hacer contra los moros de Valencia, y había diez banderas de
soldados.
Como la casa
estaba próxima a la de Isabel de Segura, ésta oyó el lamentoso canto del
entierro y desde una ventana vio al difunto metido en unas andas y un sudor
frío le invadió el cuerpo. Presurosamente se despojó de sus galas y vistió un
traje monjil de basta tela y bajó apresurada y afligida a la calle y se metió
en medio de las mujeres.
La procesión
con el cuerpo llegó a la parroquia de San Pedro en donde colocaron el cuerpo de
Martilla sobre un grande túmulo y, empezando el oficio, Isabel, muy cubierta,
se llegó a donde estaba el féretro suspirando:
—¿Es posible
que estando tú muerto tenga yo vida? No tengas de mi fe duda que pueda vivir un
solo punto, perdona mi tardanza que al instante contigo me tendrás.
E inclinándose
sobre el difunto le besó en los labios quedando inmóvil. Los asistentes quieren
retirarla del féretro y al hacerlo se dan cuenta de que había muerto y
reconocen en la mujer difunta a Isabel de Segura.
Azagra, al
contemplar el espectáculo, no pudo contenerse y relató lo que había sucedido en
su casa la noche anterior y, de acuerdo con la familia de Martilla, decidieron
que supuesto era verdad cierta que Juan e Isabel desde niños se tuvieron
entrañable amor y los dos habían muerto de puro enamorados, era razón que se
enterrasen los dos en un sepulcro. Lo que hicieron solemnemente.
Carlos Fisas, Historia de las
Historias de Amor
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