Aquel
agosto los incendios forestales empezaron pronto. Todas las tormentas que
tendrían que haber humedecido el mundo se desplazaron hacia el sur y se
llevaron la lluvia consigo. Cada día veíamos pasar los helicópteros por encima
de nosotros, preparados para soltar sobre las llamas sus cargamentos de agua
del lago.
Peter,
que es australiano y propietario de la casa en la que vivo a cambio de cocinar
para él y ocuparme de todo lo demás, dijo:
—En
Australia, los eucaliptos utilizan el fuego para sobrevivir. Algunas semillas
de eucalipto no germinan a menos que antes un incendio forestal haya eliminado
todos los matorrales. Necesitan el calor intenso.
—Qué
concepto más extraño —dije —. Algo que nace de las llamas.
—No
es raro —dijo Peter—. Es muy normal. Probablemente fuera más habitual cuando la
Tierra era más caliente.
—Cuesta
imaginar un mundo más cálido que éste.
Resopló.
—Esto
no es nada —dijo, y luego me habló del calor extremo que había experimentado en
Australia cuando era más joven.
La
mañana siguiente las noticias de la televisión dijeron que se aconsejaba que
las personas de nuestra zona evacuaran sus casas: estábamos en una zona de alto
riesgo de incendio.
—¡Menuda
tontería! —exclamó Peter, enfadado—. A nosotros no nos afectará. La casa está
sobre una elevación del terreno y nos rodea el arroyo.
Cuando
el nivel del agua estaba alto, el arroyo podía tener entre un metro veinte y un
metro cincuenta de profundidad. En ese momento tendría como mucho sesenta
centímetros de agua.
A
última hora de la tarde, el aire olía mucho a humo, y tanto por la televisión
como por la radio nos decían que nos marcháramos de inmediato, si podíamos.
Nosotros nos sonreímos y seguimos bebiendo cerveza, y nos felicitamos
mutuamente por saber comprender una situación difícil, por no ceder al pánico,
por no huir.
—Somos
presuntuosos, la humanidad —dije—. Todos nosotros. La gente. Vemos cómo se
queman las hojas de los árboles un día caluroso de agosto y seguimos sin creer
que vaya a cambiar nada. Nuestros imperios seguirán siempre en pie.
—Nada
dura para siempre —dijo Peter.
Se
sirvió otra cerveza y me habló de un amigo que tenía en Australia que había
evitado que un incendio acabara con la granja de su familia vertiendo cerveza
sobre los incendios pequeños que se iban declarando.
El
fuego descendió por el valle hacia nosotros como si fuera el fin del mundo, y
entonces nos dimos cuenta de la poca protección que nos proporcionaría el
arroyo. Hasta el aire quemaba.
Nos
marchamos, por fin; tuvimos que esforzarnos mucho, tosíamos al respirar el humo
asfixiante, corrimos colina abajo hasta que llegamos al arroyo, nos tumbamos en
su interior y
sólo asomamos las cabezas por
encima del agua.
Desde
el infierno los vimos nacer de las llamas y elevarse y volar. Me parecía que
eran pájaros que picoteaban las ruinas en llamas de la casa de la colina. Vi
cómo uno de ellos levantaba la cabeza y graznaba en actitud triunfante. Pude
oírlo por encima del chisporroteo de las hojas en llamas, por encima del rugido
del fuego. Oí el canto del fénix y comprendí que nada dura para siempre.
Cien
pájaros de fuego ascendieron a los cielos mientras el agua del arroyo empezaba
a hervir.
Neil Gaiman
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