No cabría otra
manera de comenzar este relato.
Érase una vez
una ciudad envuelta en nieblas que comenzaba a convertirse en la capital del
mundo moderno. Érase una vez, en esa ciudad, un teatro antiguo, y cerca de él,
una taberna, y en la taberna, un muchacho de corazón luminoso que soñaba con
mantener la luz en su interior cuando el tiempo viniera a señalarlo como
adulto.
Érase una vez
Aurelius Wyllt.
Aurelius era
uno de esos niños huérfanos que tanto abundan en los cuentos de hadas. Sin
duda, un detalle como ese, y la narración de sus párvulas andanzas en el
hospicio de Saint Peter, podrían ayudarle a ganarse la simpatía del lector, lo
cual nunca está de más al comienzo de cualquier historia. No obstante,
pecaríamos de melodramáticos —puede que de absolutos embusteros— si empezáramos
incidiendo de esta manera en su origen, sin añadir ningún comentario más al
asunto.
Lo cierto es
que Aurelius fue acogido por una nueva familia a los pocos meses de ser
abandonado en el hospicio, y jamás llegó a echar de menos a sus progenitores.
Podría decirse que aunque fue uno de los muchos niños a los que el destino dejó
sin amparo en aquellos tiempos crueles, también fue uno de los pocos que logró
sobrevivir a su propia mala suerte.
Aunque para
relatar con propiedad los inicios de nuestro protagonista en el mundo, puede
que sea necesario remontarnos todavía más atrás en el tiempo. Quizá necesitemos
conocer también algunos capítulos, aunque sea de pasada, de la vida del hombre
que se convertiría en su padre adoptivo.
José Antonio Fideu, Los Últimos Años de la Magia
PREMIO MINOTAURO 2016
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