En mi sueño me
encontraba ante la verja del parque, pero durante algunos momentos no pude
entrar. La puerta estaba cerrada con candado y cadena. Llamé en sueños al
guarda, pero nadie me contestó, y cuando miré detenidamente a través de los
mohosos barrotes de la verja, vi que la caseta estaba abandonada.
No humeaba la
chimenea, y las ventanucas y sus celosías bostezaban en su abandono. Entonces,
como todos los que sueñan, me sentí de repente dotada de una fuerza
sobrenatural y atravesé como un espíritu la barrera que me detenía. Serpenteaba
el camino ante mí, retorcido y tortuoso como siempre, pero según avanzaba noté
que había cambiado; ahora era estrecho y estaba descuidado, no como yo lo había
conocido. Al principio me extrañó y no comprendí lo que había cambiado; pero
cuando tuve que bajar la cabeza para no tropezar con una rama que cruzaba el
camino, me di cuenta de lo ocurrido. La naturaleza había reconquistado lo que
fue suyo y, poquito a poco, con métodos arteros e insidiosos, había ido
invadiendo el camino, extendiendo por él sus dedos, largos y tenaces. El
bosque, siempre amenazador, incluso en tiempos pasados, había triunfado al fin.
Oscura y salvaje, la vegetación llegaba hasta los bordes del camino. Las hayas,
de tronco blanco y desnudo, se inclinaban las unas hacia las otras y
entrelazaban sus ramas en un extraño abrazo, formando sobre mi cabeza una
bóveda como la nave de una iglesia. Vi otros árboles mezclados con las hayas,
que no reconocí: robles achaparrados y olmos retorcidos que habían nacido
inopinadamente de la tierra silenciosa, junto a plantas y arbustos disformes de
los que tampoco me acordaba.
El camino
había quedado reducido a un estrecho sendero, ya sin grava, ahogado de hierbas
y musgo. Abundaban en los árboles las ramas bajas que estorbaban el paso; las
retorcidas raíces parecían garras esqueléticas. Aislados entre la maleza pude
reconocer algunos macizos, que en nuestros tiempos resaltaban graciosos y
cuidados, como aquel de hortensias de tallos elegantes, cuyas azuladas flores
llegaron a adquirir cierto renombre. Nadie las cultivaba ya y se habían vuelto
silvestres, creciendo desmesuradas, incapaces de florecer, negruzcas, feas,
como los anónimos parásitos que junto a ellas crecían.
Aquel pobre
hilillo blanco que un día fue nuestro camino avanzaba más y más, torciendo ora
a la derecha, ora a la izquierda. Algunas veces lo creí ahogado para siempre,
pero aparecía de nuevo, acaso bajo un árbol caído o luchando con el barro de
una charca nacida de las lluvias invernales. Me pareció el camino más largo que
antes. Evidentemente, los kilómetros se habían multiplicado, como los árboles,
y el camino conducía únicamente a un laberinto, a una espesura impenetrable, y
no a la casa. Pero, de repente, apareció ésta ante mí. La avenida que conducía
hasta la puerta estaba casi borrada por el desmesurado crecimiento de matojos
exuberantes que se extendían por todas partes. Me detuve, con el corazón
palpitante, mientras sentía en los ojos la extraña punzada de las lágrimas.
¡Allí estaba
Manderley! ¡Nuestro Manderley!, reservado y silencioso, como siempre. Sus
grises piedras brillaban a la luz de la luna de mi sueño, y las vidrieras
reflejaban los verdes macizos de césped y la terraza. El tiempo no había logrado
destruir la perfecta simetría de aquellos muros, ni el lugar sobre el que se
alzaban como una joya mostrada en el hueco de la mano.
La terraza se
fundía en los macizos y los macizos en el mar; volviendo la cabeza, pude ver la
sábana de plata, tranquila a la luz de la luna, como lago no inquietado por
brisa o por aquilón. Ni una ola rizaba aquellas aguas de ensueño, ninguna nube
impelida por el poniente oscurecía la claridad del pálido firmamento. Volví a
mirar hacia la casa, y aunque se alzaba inviolada e intacta, como si la
acabáramos de abandonar, vi que el jardín había obedecido la ley de la selva,
igual que el bosque. Los rododendros medían más de quince metros y se retorcían
abrazados en extraño maridaje a una multitud de arbustos anónimos, pobres advenedizos,
que se agarraban a sus raíces como si se dieran cuenta de su origen bastardo.
Se veía un lilo enlazado con una haya roja, y, como si quisiera hacer la unión
más fuerte, la hiedra malévola, sempiterna enemiga de lo grácil, había
extendido sus tenaces zarcillos alrededor de la pareja, que así resultaba
prisionera. La hiedra reinaba en el abandonado jardín; sus largas ramas se
arrastraban sobre el césped, y pronto llegarían hasta la misma casa. Otra
planta, espurio brote del bosque, cuyas semillas caían y morían antes bajo los
árboles, marchaba ahora junto a la hiedra, e imponía su fealdad de ruibarbo
monstruoso sobre los suaves bancales de césped donde antes florecían los
narcisos.
Crecían por
todas partes las ortigas, vanguardia del ejército invasor. Ahogaban la terraza,
se desperezaban en los senderos, se inclinaban, vulgares y delgaduchas, hasta
contra las ventanas de la casa. Centinelas descuidadas, habían dejado que
rompieran sus filas los arbustos de ruibarbo; sus cabezas arrugadas, sus tallos
encogidos, formaban veredas frecuentadas por los conejos. Pasé del camino a la
terraza, pues las ortigas no eran barrera para mí. Caminaba encantada, y nada
podía detenerme.
La luna sabe
jugar con la imaginación, hasta con la imaginación de una persona que duerme.
Estaba frente a la casa, callada, silenciosa, y hubiera podido jurar que
Manderley no era un caparazón vacío, sino que vivía y respiraba como en otros
tiempos.
Veía luz en
las ventanas; la brisa nocturna movía suavemente las cortinas; y allí, en la
biblioteca, estaba la puerta mal cerrada, como la habíamos dejado, y junto a un
jarrón de rosas, mi olvidado pañuelo.
El cuarto
mismo era testigo de nuestra presencia allí: un montón de libros preparados
para ser devueltos a la biblioteca circulante y un desechado número del Times;
ceniceros con alguna colilla; almohadones que aún conservaban las huellas de
nuestras cabezas, tirados sobre las sillas. En el hogar, los rescoldos del
fuego, que durarían hasta la madrugada, y Jasper, nuestro querido Jasper, con
sus ojos expresivos y sus dientes poderosos, estaría tumbado dando con el rabo
sobre el suelo porque había oído las pisadas del amo.
Una nube,
antes no vista, cubrió de repente la luna y se detuvo un instante, como mano
sombría que escondiera una cara. Desapareció la ilusión con ella y las luces de
las ventanas se apagaron. Volví a ver solamente un caserón desolado, inanimado,
abandonado hasta de los fantasmas, sin que ni un eco del pasado se agarrase a
sus paredes desnudas.
La casa era
una tumba, y nuestras angustias y sufrimientos estaban allí enterrados en las
ruinas. No resucitarían. Cuando, ya despierta, recordase a Manderley, lo haría
sin amargura. Pensaría en lo que hubiera podido ser, pensaría que yo hubiera
podido vivir allí sin sufrimientos. Me acordaría de la rosaleda en verano y del
gorjeo de los pajarillos al amanecer. De la hora del té bajo el castaño, del
rumor del mar que nos llegaba a través de los prados.
Pensaría en
los lilos en flor y en el Valle Feliz. Eran cosas permanentes y no podían
desaparecer. Eran recuerdos y no podían causarnos dolor. Todo esto pensaba aún
soñando, mientras las nubes ocultaban la cara de la luna, pues, como muchos que
sueñan, me daba cuenta de ello. La verdad era que me encontraba durmiendo a
muchos cientos de kilómetros, en tierra extranjera, y que despertaría, pasados
unos segundos, en el desnudo cuartito de un hotel cuya vulgaridad anónima me
servía de consuelo. Suspiraría un instante, me desperezaría, daría la vuelta, y
al abrir los ojos me sorprendería el sol resplandeciente, el cielo límpido y
duro, tan distinto de la suave claridad de la luna de mi sueño. Comenzaría
nuestro día, largo y monótono, es verdad, pero lleno de cierta paz, de cierta
bendita tranquilidad que antes no habíamos conocido. De Manderley no
hablaríamos, ni yo le contaría mi sueño. Porque Manderley ya no era nuestro;
Manderley ya no existe.
Daphne du Maurier, Rebeca
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