La famosa
librería Shakespeare and Company era uno de los pocos sitios de París en los
que aún se respiraba algo de libertad. Klaus estaba paseando aquella grisácea
mañana del invierno de 1941, cuando se encontró de frente con la librería en la
Rue de l’Odéon. Había escuchado todas las leyendas que circulaban acerca de
aquel mítico lugar y de la no menos mítica propietaria, Sylvia Beach. Aquella
mujer era mucho más que una simple librera, su pequeña editorial había
publicado por primera vez una obra magistral de El Ulises de James
Joyce. Un libro prohibido en Alemania por considerarse una de las obras
degeneradas de la cultura occidental. El cartel negro sobre un gran fondo de
madera marrón no destacaba mucho, como si la librera prefiriera pasar
desapercibida, pero todos los amantes de la buena literatura conocían aquel
lugar. Sylvia había sido amiga de Ernest Hemmingway, Ezra
Pound, F. Scott Fitzgerald, Sherwood Anderson y James
Joyce, pero Klaus imaginaba que Sylvia era consciente de que corrían
malos tiempos para la literatura.
Klaus Berg
había sido profesor de literatura francesa en la Universidad de Hamburgo hasta
que la nazificación de la educación le sacó de las aulas, para convertirle en
un simple profesor de clases particulares de francés. La desgracia se había
cernido sobre él desde aquella fatídica noche del 6 de abril de 1933, que se
había grabado a fuego en su mente. No podía evitar recordarlo cada vez que veía
una librería. Los libros apilados en grandes montañas, los estudiantes
arrojando a las llamas todo el conocimiento de la civilización mientras
cantaban viejas canciones ancestrales que hablaban sobre la raza y la nación.
El oficial de
las Wehrmach apartó de su mente aquellos recuerdos e intentó volver a disfrutar
de aquella mañana templada y gris parisina. Klaus se puso a ojear las mesas de
libros de la calle. Sus ojos saltaban de un título a otro, como un desesperado
náufrago que había llegado de nuevo a casa tras un largo viaje. Apenas media
docena de transeúntes perdían su tiempo mirando los lomos gastados de aquellos
viejos libros cuando Klaus notó la presencia de otro oficial alemán. Aquel
hombre imponía con su largo abrigo de cuero negro. Su uniforme de las SS
amedrentó al resto de lectores, que dejaron discretamente las mesas y se
alejaron de la librería. Klaus intentó concentrarse en su búsqueda, pero a él
también le asustaban los hombres de negro. Cuervos de mal agüero los llamaba su
padre, cuando los veía desfilar por la calles de Hamburgo.
Mario
Escobar, El Club Verne
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