Prácticamente
a la carrera regreso por donde he venido y no paro ni para consultar el mapa,
esta vez debo de estar siguiendo la ruta adecuada. A lo lejos, oigo las
campanadas del reloj: ya son las doce en punto. Imagino a Alexei, bajo la
esfera del Reloj Astronómico, mientras suenan las campanadas, confirmando, un
día más, mi ausencia.
Cuando por fin entro en la plaza de la Ciudad Vieja a las doce
y cuarto, lo que más me sorprende es la marea de gente y el bullicio; no sé
dónde está el reloj, a simple vista solo veo una plaza colorida, llena de
palacios preciosos, cada uno de un color; varias terrazas desplegadas entre
monumentos; una imponente iglesia con dos torres, que reconozco de la guía,
Nuestra Señora de Tyn; igual que la
escultura de color bronce que representa a Jan Hus (...)
Ya es casi la
una. Pago y me acerco al Reloj Astronómico para tener un buen lugar desde el
que ver «El paseo de los apóstoles» que tiene lugar a las horas en punto.
De repente, me
veo rodeada de turistas y me sorprende oírles hablar a todos en español.
Entonces me
doy cuenta de que siguen a un chico rubio vestido de negro que lleva
un paraguas morado en alto y que en ese momento les da la bienvenida al Free Tour. Se
presenta como Juan, nuestro guía turístico, y dice que la ruta será de tres
horas y que, al final, si nos ha resultado satisfactoria, le paguemos lo que
nos apetezca.
Sin perder
tiempo, empieza a hablar del Reloj Astronómico, ofreciendo su historia y
detalles; cuenta que las figuras que flanquean
la esfera son la Vanidad, la
Avaricia, la Muerte y la Invasión Pagana, representada por un turco; y que las
figuras que veremos desfilar por encima del reloj son los doce apóstoles. Pero
yo no puedo prestar atención.
Solo puedo
contemplarle, asombrada, como si fuera un milagro.
Al terminar su
explicación, Alexei calla y la figura más sombría toma su relevo. La Muerte toca
una campana e invierte su reloj de arena. Todo el mundo mira hacia arriba,
hacia el desfile de los apóstoles, pero yo le miro a él, mientras se oyen los
timbres, mezclados con los clics de los obturadores de las cámaras. Él,
habituado a contemplar el espectáculo, lo ve con indiferencia, hasta que baja
su mirada y por fin sus ojos se encuentran con los míos. Me mira asombrado; yo
también a él. Los dos sonreímos
como dos tontos. Un gallo canta en el reloj y se oye la campanada que da la
hora; nosotros, mientras, nos besamos apasionadamente. Algunos turistas
aplauden el espectáculo de las marionetas; otros nos aplauden a nosotros.
Ángela Armero, Anochece en los Parques
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