Dirigido tanto a alumnos de Secundaria (que pueden encontrar reseñas -algunas hechas por ellos- y fragmentos de libros, o cuentos y poemas) como a padres (incidiendo en diversos aspectos sobre bibliotecas o animación a la lectura).
Cuando Matías
no podía zafarse de la vigilancia del encargado del Capitol para colar a
Nicasio en la sala, el chico paseaba una y otra vez de un extremo a otro de la
Gran Vía. Aquello resultaba casi tan interesante como el cine: de los
escaparates de los Almacenes Rodríguez a la joyería Aldao; de los modernos
expendedores de bebida y comida del Tánger, el primer bar automático de la
ciudad, a las cristaleras de la elegante y selecta coctelería Chicote; las
calles, atestadas de automóviles y tranvías que se detenían cada dos por tres
vomitando gente. Nicasio, hipnotizado por completo, miraba la extraña y diversa
fauna que poblaba las aceras más anchas y transitadas de toda la ciudad: carteristas,
bohemios, cupletistas, timadores, mucamas, ricachones, sablistas, mendigos,
grupitos de taquimecas y mecanógrafas, mozos juerguistas, airados anarquistas y
comunistas solidarios repartiendo sus folletos a los transeúntes o llamando a
la huelga con verbo incendiario, pues no había día en que no se convocase una:
de albañiles, de ascensoristas, de camareros, incluso de toreros.
.
En la Gran Vía
se juntaba de todo, lo mejor y lo peor: gente de mal y de buen vivir, gente de
baja y de alta estofa, carlistas, revolucionarios, falangistas, libertarios,
reaccionarios... Algunos de ellos compartían un objetivo común: cambiar el
mundo para hacerlo más justo e igualitario, decían, aunque divergían en los
medios para alcanzar tal fin. Mientras, la mayoría se divertía sin descanso
aguardando que este cambio se produjese, por las buenas o por las malas, por
las urnas o por las armas.
Nicasio
tampoco apartaba los ojos de los carteles y de los afiches que con fotogramas
de las películas colgaban en la entrada de los cines de la competencia, el
Rialto, el Callao o el Actualidades, pues para él el Capitol se había
convertido en su propia casa, en la única que ahora podía considerar como tal.
Al finalizar
las sesiones le gustaba sentarse al lado de la entrada y escuchar al público
que salía comentando la película. Nicasio cerraba los ojos y trataba de
proyectar en sus retinas las mejores escenas de esos filmes que no había visto
y que daba en imaginar.
Alexandra me llamó por teléfono.
Estaba en Hyde Park, en la terraza del Serpentine Bar, a orillas del estanque.
Se estaba tomando un café mientras Duke dormitaba a sus pies.
—Me alegro de que al final
hablaras con mi padre —me dijo.
Le conté las cosas de las que me
había enterado. Y luego le dije:
—En el fondo, a pesar de todo lo
que pasó entre ellos, lo único que contaba para Hillel y Woody era la felicidad
de estar juntos. No aguantaban estar reñidos o separados. Su amistad lo perdonó
todo. Eso es lo que tengo que recordar.
Noté que estaba emocionada.
—¿Has vuelto a Florida, Markie?
—No.
—¿Sigues en Nueva York?
—No.
Silbé.
Duke enderezó las orejas y se
puso de pie de un brinco. Me vio y echó a correr hacia mí como un poseso,
ahuyentando al pasar a una bandada de gaviotas y patos. Se me echó encima y me
tiró de espaldas.
Alexandra se levantó de la
silla.
—¿Markie? —exclamó—. ¡Markie, has
venido!
Se lanzó hacia mí. Yo me levanté
y la tomé en los brazos. Antes de acurrucarse contra mí, susurró:
A
partir del recurso del manuscrito encontrado, Ricardo Gómez nos cuenta
dos historias diferentes.
Una
en verso, la historia pasada que nos lleva a la guerra civil y especialmente a
la posguerra, donde Elena nos cuenta sus relaciones con Pablo: una pareja que
va a vivir una situación límite, que se nos va contando a lo largo de la novela.
Hay que señalar que muchas de estas páginas se nos muestran como si fuera un
facsimil.
Otra
escrita en prosa, la historia actual, donde el autor nos hace reflexionar sobre
el proceso de escritura, como la historia va tomando forma, como se apropia de
esa trama que no es suya (“Casi al final
de la lectura el argumento me estalló en la cara: una mujer confiesa haber
asesinado a su marido, de quien está profundamente enamorada, y es juzgada por
ello”), como reconstruye esa historia de amor, junto con todo el proceso de
investigación y documentación que ello implica. Y todas sus reflexiones sobre
la literatura: “Una novela, un cuento, un poema…, son el rastro petrificado de algo que
estuvo vivo durante tiempo en un cerebro: minúsculas porciones de sangre y
linfa cargadas con intenciones, pasiones, dudas y deseos que acaban por cuajar
en signos. Son algo parecido a un yacimiento rico en fósiles; sin la
imaginación de la lectora, del lector, es imposible reconstruir la vida en
aquel paisaje.”
La historia
del libro es un poco peculiar; al principio fue un relato (lo podéis encontrar
aquí) premiado en el concurso Ciudad de Mula, el año 1998. Y a partir de aquí:
Ya lo he contado en otras ocasiones. El
personaje de Elena fue tan poderoso, y me resultó tan intenso imaginar el mundo
desde la perspectiva de una mujer, que este cuento siguió vibrando durante
años, en los que consideré escribir una novela. No sucedió así. Con el tiempo,
ese poema dio lugar a un poema con el mismo tema, escrito como un experimento
narrativo. Y, con los años, el cuento y el poema se fundieron en otra
experiencia metaliteraria, un libro que obtuvo el premio Gran Angular de SM…
Parte del
relato se incluye hacia el final del libro (hay que advertir que las fechas
cambian), pero el final es distinto y nos acerca al motivo que le lleva a
escribir. Y, sin embargo, esa última carta…
Prácticamente
a la carrera regreso por donde he venido y no paro ni para consultar el mapa,
esta vez debo de estar siguiendo la ruta adecuada. A lo lejos, oigo las
campanadas del reloj: ya son las doce en punto. Imagino a Alexei, bajo la
esfera del Reloj Astronómico, mientras suenan las campanadas, confirmando, un
día más, mi ausencia.
Cuando por fin entro en la plaza de la Ciudad Vieja a las doce
y cuarto, lo que más me sorprende es la marea de gente y el bullicio; no sé
dónde está el reloj, a simple vista solo veo una plaza colorida, llena de
palacios preciosos, cada uno de un color; varias terrazas desplegadas entre
monumentos; una imponente iglesia con dos torres, que reconozco de la guía,
Nuestra Señora de Tyn; igual que la
escultura de color bronce que representa a Jan Hus (...)
Ya es casi la
una. Pago y me acerco al Reloj Astronómico para tener un buen lugar desde el
que ver «El paseo de los apóstoles» que tiene lugar a las horas en punto.
De repente, me
veo rodeada de turistas y me sorprende oírles hablar a todos en español.
Entonces me
doy cuenta de que siguen a un chico rubio vestido de negro que lleva
un paraguas morado en alto y que en ese momento les da la bienvenida al Free Tour. Se
presenta como Juan, nuestro guía turístico, y dice que la ruta será de tres
horas y que, al final, si nos ha resultado satisfactoria, le paguemos lo que
nos apetezca.
Sin perder
tiempo, empieza a hablar del Reloj Astronómico, ofreciendo su historia y
detalles; cuenta que las figuras que flanquean
la esfera son la Vanidad, la
Avaricia, la Muerte y la Invasión Pagana, representada por un turco; y que las
figuras que veremos desfilar por encima del reloj son los doce apóstoles. Pero
yo no puedo prestar atención.
Solo puedo
contemplarle, asombrada, como si fuera un milagro.
Al terminar su
explicación, Alexei calla y la figura más sombría toma su relevo. La Muerte toca
una campana e invierte su reloj de arena. Todo el mundo mira hacia arriba,
hacia el desfile de los apóstoles, pero yo le miro a él, mientras se oyen los
timbres, mezclados con los clics de los obturadores de las cámaras. Él,
habituado a contemplar el espectáculo, lo ve con indiferencia, hasta que baja
su mirada y por fin sus ojos se encuentran con los míos. Me mira asombrado; yo
también a él. Los dos sonreímos
como dos tontos. Un gallo canta en el reloj y se oye la campanada que da la
hora; nosotros, mientras, nos besamos apasionadamente. Algunos turistas
aplauden el espectáculo de las marionetas; otros nos aplauden a nosotros.
En mi sueño me
encontraba ante la verja del parque, pero durante algunos momentos no pude
entrar. La puerta estaba cerrada con candado y cadena. Llamé en sueños al
guarda, pero nadie me contestó, y cuando miré detenidamente a través de los
mohosos barrotes de la verja, vi que la caseta estaba abandonada.
No humeaba la
chimenea, y las ventanucas y sus celosías bostezaban en su abandono. Entonces,
como todos los que sueñan, me sentí de repente dotada de una fuerza
sobrenatural y atravesé como un espíritu la barrera que me detenía. Serpenteaba
el camino ante mí, retorcido y tortuoso como siempre, pero según avanzaba noté
que había cambiado; ahora era estrecho y estaba descuidado, no como yo lo había
conocido. Al principio me extrañó y no comprendí lo que había cambiado; pero
cuando tuve que bajar la cabeza para no tropezar con una rama que cruzaba el
camino, me di cuenta de lo ocurrido. La naturaleza había reconquistado lo que
fue suyo y, poquito a poco, con métodos arteros e insidiosos, había ido
invadiendo el camino, extendiendo por él sus dedos, largos y tenaces. El
bosque, siempre amenazador, incluso en tiempos pasados, había triunfado al fin.
Oscura y salvaje, la vegetación llegaba hasta los bordes del camino. Las hayas,
de tronco blanco y desnudo, se inclinaban las unas hacia las otras y
entrelazaban sus ramas en un extraño abrazo, formando sobre mi cabeza una
bóveda como la nave de una iglesia. Vi otros árboles mezclados con las hayas,
que no reconocí: robles achaparrados y olmos retorcidos que habían nacido
inopinadamente de la tierra silenciosa, junto a plantas y arbustos disformes de
los que tampoco me acordaba.
El camino
había quedado reducido a un estrecho sendero, ya sin grava, ahogado de hierbas
y musgo. Abundaban en los árboles las ramas bajas que estorbaban el paso; las
retorcidas raíces parecían garras esqueléticas. Aislados entre la maleza pude
reconocer algunos macizos, que en nuestros tiempos resaltaban graciosos y
cuidados, como aquel de hortensias de tallos elegantes, cuyas azuladas flores
llegaron a adquirir cierto renombre. Nadie las cultivaba ya y se habían vuelto
silvestres, creciendo desmesuradas, incapaces de florecer, negruzcas, feas,
como los anónimos parásitos que junto a ellas crecían.
Aquel pobre
hilillo blanco que un día fue nuestro camino avanzaba más y más, torciendo ora
a la derecha, ora a la izquierda. Algunas veces lo creí ahogado para siempre,
pero aparecía de nuevo, acaso bajo un árbol caído o luchando con el barro de
una charca nacida de las lluvias invernales. Me pareció el camino más largo que
antes. Evidentemente, los kilómetros se habían multiplicado, como los árboles,
y el camino conducía únicamente a un laberinto, a una espesura impenetrable, y
no a la casa. Pero, de repente, apareció ésta ante mí. La avenida que conducía
hasta la puerta estaba casi borrada por el desmesurado crecimiento de matojos
exuberantes que se extendían por todas partes. Me detuve, con el corazón
palpitante, mientras sentía en los ojos la extraña punzada de las lágrimas.
¡Allí estaba
Manderley! ¡Nuestro Manderley!, reservado y silencioso, como siempre. Sus
grises piedras brillaban a la luz de la luna de mi sueño, y las vidrieras
reflejaban los verdes macizos de césped y la terraza. El tiempo no había logrado
destruir la perfecta simetría de aquellos muros, ni el lugar sobre el que se
alzaban como una joya mostrada en el hueco de la mano.
La terraza se
fundía en los macizos y los macizos en el mar; volviendo la cabeza, pude ver la
sábana de plata, tranquila a la luz de la luna, como lago no inquietado por
brisa o por aquilón. Ni una ola rizaba aquellas aguas de ensueño, ninguna nube
impelida por el poniente oscurecía la claridad del pálido firmamento. Volví a
mirar hacia la casa, y aunque se alzaba inviolada e intacta, como si la
acabáramos de abandonar, vi que el jardín había obedecido la ley de la selva,
igual que el bosque. Los rododendros medían más de quince metros y se retorcían
abrazados en extraño maridaje a una multitud de arbustos anónimos, pobres advenedizos,
que se agarraban a sus raíces como si se dieran cuenta de su origen bastardo.
Se veía un lilo enlazado con una haya roja, y, como si quisiera hacer la unión
más fuerte, la hiedra malévola, sempiterna enemiga de lo grácil, había
extendido sus tenaces zarcillos alrededor de la pareja, que así resultaba
prisionera. La hiedra reinaba en el abandonado jardín; sus largas ramas se
arrastraban sobre el césped, y pronto llegarían hasta la misma casa. Otra
planta, espurio brote del bosque, cuyas semillas caían y morían antes bajo los
árboles, marchaba ahora junto a la hiedra, e imponía su fealdad de ruibarbo
monstruoso sobre los suaves bancales de césped donde antes florecían los
narcisos.
Crecían por
todas partes las ortigas, vanguardia del ejército invasor. Ahogaban la terraza,
se desperezaban en los senderos, se inclinaban, vulgares y delgaduchas, hasta
contra las ventanas de la casa. Centinelas descuidadas, habían dejado que
rompieran sus filas los arbustos de ruibarbo; sus cabezas arrugadas, sus tallos
encogidos, formaban veredas frecuentadas por los conejos. Pasé del camino a la
terraza, pues las ortigas no eran barrera para mí. Caminaba encantada, y nada
podía detenerme.
La luna sabe
jugar con la imaginación, hasta con la imaginación de una persona que duerme.
Estaba frente a la casa, callada, silenciosa, y hubiera podido jurar que
Manderley no era un caparazón vacío, sino que vivía y respiraba como en otros
tiempos.
Veía luz en
las ventanas; la brisa nocturna movía suavemente las cortinas; y allí, en la
biblioteca, estaba la puerta mal cerrada, como la habíamos dejado, y junto a un
jarrón de rosas, mi olvidado pañuelo.
El cuarto
mismo era testigo de nuestra presencia allí: un montón de libros preparados
para ser devueltos a la biblioteca circulante y un desechado número del Times;
ceniceros con alguna colilla; almohadones que aún conservaban las huellas de
nuestras cabezas, tirados sobre las sillas. En el hogar, los rescoldos del
fuego, que durarían hasta la madrugada, y Jasper, nuestro querido Jasper, con
sus ojos expresivos y sus dientes poderosos, estaría tumbado dando con el rabo
sobre el suelo porque había oído las pisadas del amo.
Una nube,
antes no vista, cubrió de repente la luna y se detuvo un instante, como mano
sombría que escondiera una cara. Desapareció la ilusión con ella y las luces de
las ventanas se apagaron. Volví a ver solamente un caserón desolado, inanimado,
abandonado hasta de los fantasmas, sin que ni un eco del pasado se agarrase a
sus paredes desnudas.
La casa era
una tumba, y nuestras angustias y sufrimientos estaban allí enterrados en las
ruinas. No resucitarían. Cuando, ya despierta, recordase a Manderley, lo haría
sin amargura. Pensaría en lo que hubiera podido ser, pensaría que yo hubiera
podido vivir allí sin sufrimientos. Me acordaría de la rosaleda en verano y del
gorjeo de los pajarillos al amanecer. De la hora del té bajo el castaño, del
rumor del mar que nos llegaba a través de los prados.
Pensaría en
los lilos en flor y en el Valle Feliz. Eran cosas permanentes y no podían
desaparecer. Eran recuerdos y no podían causarnos dolor. Todo esto pensaba aún
soñando, mientras las nubes ocultaban la cara de la luna, pues, como muchos que
sueñan, me daba cuenta de ello. La verdad era que me encontraba durmiendo a
muchos cientos de kilómetros, en tierra extranjera, y que despertaría, pasados
unos segundos, en el desnudo cuartito de un hotel cuya vulgaridad anónima me
servía de consuelo. Suspiraría un instante, me desperezaría, daría la vuelta, y
al abrir los ojos me sorprendería el sol resplandeciente, el cielo límpido y
duro, tan distinto de la suave claridad de la luna de mi sueño. Comenzaría
nuestro día, largo y monótono, es verdad, pero lleno de cierta paz, de cierta
bendita tranquilidad que antes no habíamos conocido. De Manderley no
hablaríamos, ni yo le contaría mi sueño. Porque Manderley ya no era nuestro;
Manderley ya no existe.
¿Qué ocurre
cuando, recién cumplidos 17 años, una descubre que acaba de enamorarse como una
tonta de uno de sus profes del instituto?
La respuesta
está en esta novela, que narra la historia de Lola, una guapa chica de primero
de bachillerato que, el día de su cumpleaños, despierta con la sensación de que
algo muy especial está a punto de ocurrirle, tal vez su primera historia de
amor. Lo que no puede imaginar es que esa historia tendrá como protagonista a
David, su nuevo profesor de Filosofía, y que las consecuencias van a suponer un
auténtico cataclismo en una vida en la que, hasta ahora, todo le ha sonreído.
Y para
complicar las cosas aún más aparece en escena Pedro, un compañero de clase
enamorado de Lola en secreto. Y también el Heavy, su inseparable camarada, un
muchacho inconformista y algo cínico, pero a la vez sensible y tremendamente
inteligente. ¿Qué pasará cuando el Heavy decida convertirse en el consejero
amoroso de su tímido amigo? ¿Cómo acabará todo este embrollo?
El drama está
servido, y también la diversión.
La novela de Eloy
M. Cebrián se sitúa en Albacete (no se nombra como tal la ciudad, pero
es fácilmente reconocible por el instituto, los paseos, el parque…) a finales
de los 90 (concretamente en el primer trimestre de 1999), un mundo, como se
indica en la nota inicial, donde los jóvenes carecen de móvil, no conocen las
redes sociales, llevar un aro en la oreja era impensable para un chico y
tendencioso, pero que son iguales que los de ahora. El eje de la historia son
las relaciones sentimentales de Lola y sus consecuencias (ilusiones,
desengaños, apatía, maledicencia…).
Los
personajes principales son los tres adolescentes, fácilmente reconocibles en
nuestras aulas. Primero tenemos a Laura: se considera mayor pues acaba de
cumplir diecisiete años, un tanto creída (tanto por su físico como por sus
resultados académicos), con cierto miedo a Esther, su mejor amiga, pues la
considera una cotilla; cuando llegan los problemas, reacciona como lo haría la
mayor parte de las chicas de su edad, ocultando la situación a sus padres. Pedro, el compañero enamorado de Lola (y todo
el mundo sabe su secreto), ante la
presencia de ella es incapaz de hablar o hilvanar dos frases seguidas;
en el fondo, es un capullo, por no aplicarle otro adjetivo más fuerte, que
cuando se le tuercen las cosas no sabe reaccionar bien y actúa de forma
desproporcionada (¿a un colegio de curas? A la legión, lo mandaba). Mi
personaje favorito es el que nos queda, “El Heavy” (lástima no conocer su
nombre), el mejor amigo de Pedro desde el parvulario; por su forma de vestir,
sus gustos musicales, mucha gente le mira mal (el padre de Pedro, por ejemplo,
cree que es una mala influencia para su hijo), pero todo eso no es más que una
fachada, pues en el fondo es un sentimental al que le gusta leer (y nos lo va a
demostrar) y escribir (lo que va a ocultar a todo el mundo).
Otros
personajes que vale la pena destacar: David, el profesor de Filosofía, que al
final le van a caer todos los palos y sin saber por qué. El padre de Lola,
conocido político comunista (recordemos que el nombre de su hija es un homenaje
a la Pasionaria), que, conforme han ido pasado los años, se ha ido aburguesando
y cree que su hija es todavía una niña pequeña a la que hay que proteger de
todo mal.
Hay
varias referencias literarias en el libro; destacan la novela de Vladimir
Nabokov, Lolita (apelativo que odia Lola, y que emplean su padre y
David), o Los Tres Mosqueteros de Alejandro Dumas, o ese Cyrano
que encarnará el Heavy.
Os
dejo con la canción Thunder Road, de Bruce Springsteen, que suena al comienzo
de la segunda parte cuando Lola comienza a darle vueltas a lo que ha pasado la
noche anterior.
Puso el papel
sobre la mesa y miró el cuadro. Estaba destinado a decorar el salón de reinos y
era enorme, colocado sobre un bastidor especial sujeto a la pared, con una
escalera para trabajar en su parte superior.
-Al final os
hice caso -añadió, pensativo-. Lanzas en vez de banderas.
Yo mismo le
había contado los detalles en largas conversaciones sostenidas durante los
últimos meses, después que don Francisco de Quevedo le aconsejara documentar
con mi concurso los pormenores de la escena. Para realizarla, Diego Velázquez
había decidido prescindir de la furia de los combates, el choque de los aceros
y otra materia de rigor en escenas comunes de batallas, procurando la serenidad
y la grandeza. Quería, me dijo más de una vez, lograr una situación que fuese
al tiempo magnánima y arrogante, y también pintada a la manera que él solía:
con la realidad no como era, sino como la mostraba; expresando las cosas que
decía conforme a la verdad, mas sin concluirlas, de modo que todo lo demás, el
contexto y el espíritu sugeridos por la escena, fuesen trabajo del espectador.
-¿Qué os
parece? -me preguntó con suavidad.
Conocía yo de
sobra que mi criterio artístico, poco de fiar en un soldado de veinticuatro
años, se le daba una higa. Era otra cosa lo que demandaba, y lo entendí por la
forma en que me observó casi con recelo, un poco a hurtadillas, a medida que
mis ojos recorrían el cuadro.
-Fue así y no
fue así -dije.
Arrepentíme de
aquellas palabras apenas salieron de mis labios, pues temí incomodarlo. Pero se
limitó a sonreir un poco.
-Bueno -dijo-.
Ya sé que no hay ningún cerro de esa altura cerca de Breda, y que la
perspectiva del fondo es un tanto forzada -dio unos pasos y se quedó mirando el
cuadro con los brazos en jarras-. Pero la escena resulta, y es lo que importa.
-No me refería
a eso -apunté.
-Sé a qué os
referís.
Fue hasta la
mano con que el holandés justino de Nassau tiende la llave a nuestro general
Spínola -la llave todavía no era más que un esbozo y una mancha de color- y la
frotó un poco con el pulgar. Después dio un paso atrás sin dejar de mirar el
lienzo; observaba el lugar situado entre dos cabezas, bajo el caño horizontal
del arcabuz que el soldado sin barba ni bigote sostiene al hombro: allí donde
se insinúa, medio oculto tras los oficiales, el perfil aguileño del capitán Alatriste.
-Al fin y al
cabo -dijo por fin- siempre se recordará así... Me refiero a después, cuando
vos y yo y todos ellos estemos muertos.
Yo miraba los
rostros de los maestres y capitanes del primer término, algunos faltos todavía
de los últimos retoques. Lo de menos era que, salvo Justino de Nassau, el
príncipe de Neoburgo, don Carlos Coloma y los marqueses de Espinar y de
Leganés, amén del propio Spínola, el resto de las cabezas situadas en la escena
principal no correspondiese a los personajes reales; que Velázquez retratara a
su amigo el pintor Alonso Cano en el arcabucero holandés de la izquierda, y que
hubiera utilizado unas facciones muy parecidas a las suyas propias para el
oficial con botas altas que mira al espectador, a la derecha. O que el gesto
caballeresco del pobre don Ambrosio Spínola -había muerto de pena y de
vergüenza cuatro años antes, en Italia- fuese idéntico al que tuvo aquella mañana,
pero el del general holandés quedara ejecutado por el artista atribuyéndole más
humildad y sometimiento que los mostrados por el Nassau cuando rindió la ciudad
en el cuartel de Balanzón... A lo que me refería era a que en esa composición serena,
en aquel faltaría más, don Justino, no se incline vuestra merced, y en la
contenida actitud de unos y otros oficiales, se ocultaba algo que yo había
visto bien de cerca atrás, entre las lanzas: el orgullo insolente de los
vencedores, y el despecho y el odio en los ojos de los vencidos; la saña con
que nos habíamos acuchillado unos a otros, y aún íbamos a seguir haciéndolo,
sin que bastasen las tumbas de que estaba lleno el paisaje del fondo, entre la
bruma gris de los incendios. En cuanto a quiénes figuraban en primer término
del cuadro y quiénes no, lo cierto era que nosotros, la fiel y sufrida
infantería, los tercios viejos que habían hecho el trabajo sucio en las minas y
en las caponeras, dando encamisadas en la oscuridad, rompiendo con fuego y
hachazos el dique de Sevenberge, peleando en el molino Ruyter y junto al fuerte
de Terheyden, con nuestros remiendos y nuestras armas gastadas, nuestras
pústulas, nuestras enfermedades y nuestra miseria, no éramos sino la carne de
cañón, el eterno decorado sobre el que la otra España, la oficial de los
encajes y las reverencias, tomaba posesión de las llaves de Breda -al fin, como
temíamos, ni siquiera se nos permitió saquear la ciudad- y posaba para la
posteridad permitiéndose toda aquella pamplina: el lujo de mostrar espíritu magnánimo,
oh, por favor, no se incline, don Justino. Estamos entre caballeros y en
Flandes todavía no se ha puesto el sol.
-Será un gran
cuadro –dije
Era sincero.
Sería un gran cuadro y el mundo, tal vez, recordase a nuestra infeliz España embellecida
a través de ese lienzo donde no era difícil intuir el soplo de la inmortalidad,
salido de la paleta del más grande pintor que los tiempos vieron nunca. Pero la
realidad, mis verdaderos recuerdos, estaban en el segundo plano de la escena;
allí donde sin poder remediarlo se me iba la mirada, más allá de la composición
central que me importaba un gentil carajo: en la vieja bandera ajedrezada de
azul y blanco, tenida al hombro por un portaenseña de pelo hirsuto y mostacho,
que bien podía ser el alférez Chacón, a quien vi morir intentando salvar ese
mismo lienzo en la ladera del reducto de Terheyden. En los arcabuceros -Rivas,
Llop y los otros que no volvieron a España ni a ningún otro sitio- vueltos de
espaldas a la escena principal, o en el bosque de lanzas disciplinadas,
anónimas en la pintura, a las que yo podía sin embargo, una por una, poner
nombres de camaradas vivos y muertos que las habían paseado por Europa,
sosteniéndolas con el sudor y con la sangre, para hacer muy cumplida verdad
aquello de:
Y siempre a punto de
guerra
combatieron, siempre
grandes,
en Alemania y en
Flandes,
en Francia y en
Inglaterra.
Y se posternó la
tierra
estremecida a su
paso;
y simples soldados
rasos,
en portentosa
campaña,
llevaron el sol de
España
desde el Oriente al
Ocaso.
A ellos,
españoles de lenguas y tierras diferentes entre sí, pero solidarios en la
ambición, la soberbia y el sufrimiento, y no a los figurones retratados en
primer término del lienzo, era a quien el holandés entregaba su maldita llave.
A aquella tropa sin nombre ni rostro, que el pintor dejaba sólo entrever en la
falda de una colina que nunca existió; donde a las diez de la mañana del día 5
de junio del año veinticinco del siglo, reinando en España nuestro rey don Felipe
Cuarto, yo presencié la rendición de Breda junto al capitán Alatriste,
Sebastián Copons, Curro Garrote y los demás supervivientes de su diezmada
escuadra. Y nueve años después, en Madrid, de pie ante el cuadro pintado por
Diego Velázquez, me parecía de nuevo escuchar el tambor mientras veía moverse despacio,
entre los fuertes y trincheras humeantes en la distancia, frente a Breda, los
viejos escuadrones impasibles, las picas y las banderas de la que fue última y
mejor infantería del mundo: españoles odiados, crueles, arrogantes, sólo
disciplinados bajo el fuego, que todo lo sufrían en cualquier asalto, pero no
sufrían que les hablaran alto.
La famosa
librería Shakespeare and Company era uno de los pocos sitios de París en los
que aún se respiraba algo de libertad. Klaus estaba paseando aquella grisácea
mañana del invierno de 1941, cuando se encontró de frente con la librería en la
Rue de l’Odéon. Había escuchado todas las leyendas que circulaban acerca de
aquel mítico lugar y de la no menos mítica propietaria, Sylvia Beach. Aquella
mujer era mucho más que una simple librera, su pequeña editorial había
publicado por primera vez una obra magistral de El Ulises de James
Joyce. Un libro prohibido en Alemania por considerarse una de las obras
degeneradas de la cultura occidental. El cartel negro sobre un gran fondo de
madera marrón no destacaba mucho, como si la librera prefiriera pasar
desapercibida, pero todos los amantes de la buena literatura conocían aquel
lugar. Sylvia había sido amiga de Ernest Hemmingway, Ezra
Pound, F. Scott Fitzgerald, Sherwood Anderson y James
Joyce, pero Klaus imaginaba que Sylvia era consciente de que corrían
malos tiempos para la literatura.
Klaus Berg
había sido profesor de literatura francesa en la Universidad de Hamburgo hasta
que la nazificación de la educación le sacó de las aulas, para convertirle en
un simple profesor de clases particulares de francés. La desgracia se había
cernido sobre él desde aquella fatídica noche del 6 de abril de 1933, que se
había grabado a fuego en su mente. No podía evitar recordarlo cada vez que veía
una librería. Los libros apilados en grandes montañas, los estudiantes
arrojando a las llamas todo el conocimiento de la civilización mientras
cantaban viejas canciones ancestrales que hablaban sobre la raza y la nación.
El oficial de
las Wehrmach apartó de su mente aquellos recuerdos e intentó volver a disfrutar
de aquella mañana templada y gris parisina. Klaus se puso a ojear las mesas de
libros de la calle. Sus ojos saltaban de un título a otro, como un desesperado
náufrago que había llegado de nuevo a casa tras un largo viaje. Apenas media
docena de transeúntes perdían su tiempo mirando los lomos gastados de aquellos
viejos libros cuando Klaus notó la presencia de otro oficial alemán. Aquel
hombre imponía con su largo abrigo de cuero negro. Su uniforme de las SS
amedrentó al resto de lectores, que dejaron discretamente las mesas y se
alejaron de la librería. Klaus intentó concentrarse en su búsqueda, pero a él
también le asustaban los hombres de negro. Cuervos de mal agüero los llamaba su
padre, cuando los veía desfilar por la calles de Hamburgo.
Elia se acaba
de despertar de un coma y está un poco perdida. Lo último que recuerda es un
concierto y una frase: "No puedo devolverte la canción, pero puedo
mostrarte cómo danzan los peces". No recuerda nada de los tres días
anteriores a su accidente.
Ahora que sus
padres le han comprado un Smartphone, Elia por fin tiene acceso al Heartbits
(un programa en la línea del WhatsApp) y los lectores somos testigos de todas
sus conversaciones.
Con la ayuda
de su mejor amiga, Sue, Elia intentará recuperar los tres días que ha olvidado
y, mientras tanto, conocerá a Tommy, un estadounidense que viene de intercambio
a España; a Marion, una chica con media cara quemada que asiste a su terapia de
grupo, y a Phoenix, un desconocido que no deja de enviarle mensajes y del que
poco a poco se ha ido enamorando.
Lo primero que
nos llama la atención es que los dos autores, Javier Ruescas y Francesc
Miralles, construyen la trama solamente a través de los diálogos de un
programa de mensajería instantánea, utilizando un lenguaje y un estilo propios
de los jóvenes. A través de esos mensajes, el lector conocerá tanto la historia
en sí misma (sin descripciones ni pensamientos), como la personalidad de los
distintos personajes
Además, la
novela muestra cómo los acontecimientos negativos de la vida pueden servir para
lograr una mayor autoconciencia y, en general, para encontrar un mayor sentido
a las relaciones humanas, al amor y al compromiso vital.
En realidad estos cuatro peces no
eran peces, eran pescadores. Todos los días salían a echar las redes al mar en
busca de buenas capturas y llegaban a puerto con el barco cargado. Eran los
cuatro pescadores más famosos del pueblo. Así era un día y otro día, hasta que
dejó de ser. Una tarde regresaron con el barco vacío, ni una mísera sardina
había caído en sus redes. El desastre se repitió a lo largo de varios meses:
mientras que otros pescadores atracaban en el puerto con los barcos llenos,
ellos seguían sin capturar nada. Un día, algo grande cayó en la red, algo tan
grande que los arrastró y acabaron hundidos en el fondo del mar. Pero en lugar
de morir, se convirtieron en cuatro peces de las profundidades abisales, de esa
zona tan profunda a la que apenas llega la luz. Cuatro peces de enormes bocas y
ojos saltones en busca de un débil rayo que iluminase aquella masa de agua
negra.
El caso es que no podían
soportar tanta oscuridad y rogaron al rey del mar para que los librase de aquel
suplicio. Neptuno solo les dio una opción: les cambiaba la vida por la luz.
Aceptaron sin pensar: no deseaban seguir viviendo en las tinieblas. Se convirtieron
en cuatro peces de piedra pero a plena luz del día y rodeados de gente. Por eso
sonríen.
El Rastro no
es un lugar simbólico ni es un simple rincón local, no; el Rastro es en mi
síntesis ese sitio ameno y dramático, irrisible y grave que hay en los
suburbios de toda ciudad, y en el que se aglomeran los trastos viejos e
inservibles, pues si no son comparables las ciudades por sus monumentos, por
sus torres o por su riqueza, lo son por esos trastos filiales. Por eso donde he
sentido más aclarado el misterio de la identidad del corazón á través de la
tierra, ha sido en los Rastros de esas ciudades por que pasé, en los que he
visto resuelto con una facilidad inefable el esquema del mapamundi del mundo
natural.
¡Oh, el
Mercado de las pulgas de París, en la Avenida Michelet, gran coincidencia de
todo París, trágica sama de su historia y su galantería y de aquella calle
conmovedora y de aquella noche y de aquello y aquello otro en un revoltijo, en
una confusión, en una incongruencia profunda!... ¡Oh, el mercado judío de
Londres, en el barrio Whitechapel en Middlesex, rasero común de toda la gran
ciudad, descanso y abismamiento de todas las observaciones hechas en caminatas
largas y anhelantes!
El Rastro es
siempre el mismo trecho relamido de la ciudad, planicie, costanilla, gruta de
mar o tienda de mar, que es lo mismo, playa cerrada y sucia en que la g:an
ciudad—mejor dicho—, las grandes ciudades y los pleblecillos desconocidos
mueren, se abaten, se laminan como el mar en la playa, tan delgadamente,
dejando tirados en la arena los restos casuales, los descartes impasibles, que
allí quedan engolfados y quietos hasta que algunos se vuelven a ir en la
resaca. El Rastro es un juego de mar, pero no de cualquier mar, sino de un mar
aislado como el Mar Negro, el mar de aguas más espesas y más repugnantes,
aunque a la vez el de aguas más azules, un mar así, central, cerrado por todo
un continente, y que además se comunicase escondidamente con los demás mares.
Un mar continental, secreto, salado, que a través de una estrecha bocacalle
entrase de vencida en la blanda playa del Rastro para abrir á ras de tierra su
mano llena de cosas.
¡Y qué cosas!
Cosas carnales, entrañables, desgarradoras, clementes, lejanas, cercanas,
distintas: cosas reveladoras en su insignificancia, en su llaneza, en su
mundanidad. «¡Maravillosas asociadoras de ideas!...» ¡Actitud la de esas cosas
revueltas, desmelenadas y amontonadas, Simplicias y coritas! Todo tiene una
templanza única, nada es ya religioso con ese sanguinario y envidioso espíritu
de los dioses, ni nada es tampoco pretencioso con esa dura y ensañada
pretensión del arte lleno de tan pesado y tan aflictivo orgullo por el estigma
de divinidad que obliga á soportar y por los implacables deberes estéticos a
que somete. Aquí todo eso perece, se depura y se desautoriza porque es escueta
y pura la contemplación como consecuencia de su raíz, de su total, de su
completa impureza.
Todo en el
Rastro es para el alma una purga ideal que la calma, la despeja, la ablanda, la
resuelve, la llena de juicio y para que no la fanatice ni ese juicio le
facilita un suave escape.
Las cosas del
Rastro no están, como vulgarmente se puede creer, en una situación precaria,
no; su momento es el momento de paz y caridad después del éxodo y de la mala
vida y todas ellas se ufanan y se orean como en el descanso del fin.
El
libro comienza con un recorte de periódico donde se nos cuenta la muerte de Sam
Flynn, tras caer por un acantilado, y las heridas de otro, su amigo, Jay
Waller.
Luego,
prosigue con un extraño prólogo, donde nos habla Sam y nos dice que está vivo, que no está muerto,
pero Sam no es Sam, sino que es Samantha, su hermana melliza, quien nos va
contando que pertenece a una familia desestructurada, tras la marcha hace años
de su madre y la falta de atención de un padre, que se niega a aceptar la
realidad y ahoga sus problemas en alcohol.
Sam
está destrozada, pues su mellizo era la persona
que más quería y que más odiaba,
la única persona sin la que no podía vivir. Pero ahora las mentiras la consumen
por dentro .
Jay no recuerda
lo que pasó aquel día, todo el mundo parece pensar que él mató a su mejor amigo
y aunque no quiere creerlo, esas lagunas le hacen dudar. ¿Fue un asesinato, un
accidente o un suicidio?
Tras la muerte
de Sam, entre la incredulidad, la angustia y la pena empiezan a salir a la luz
las mentiras que dejó atrás.
Fátima Embark
y M.ª Mercedes Murillo son Wendy Davies, las autoras de esta
novela, que propicia una interesante reflexión sobre la pérdida y el duelo, el
miedo y la culpa, la violencia y sus consecuencias, la libertad y la
homosexualidad, la amistad sin límites y los lazos fraternales. También explora
los secretos, las mentiras, las necesidades, las dudas y los verdaderos
sentimientos de los protagonistas, además de las diferentes caras del amor: el
romántico, el imposible, el platónico, el prohibido, el pasional, el
destructivo o el irracional.
No es una
novela de acción, sino de personajes, pues gracias a sus sentimientos,
recuerdos… el libro va avanzado, ya que hay capítulos en los que narra Jay y en
otros Sam, lo que nos permite conocerlos y ver cómo evolucionan. Las autoras
ven a los personajes de la siguiente forma:
Samantha es alguien que no sabe quién es,
que no se encuentra, que no quiere encontrarse, que tiene miedo. Ha perdido
tanto por el camino que siente que se ha quedado detenida en el tiempo mientras
observa cómo lo demás sigue avanzando sin esperarla. Y ella no sabe qué hacer.
No sabe cómo avanzar, no sabe cómo salir de todas las mentiras que ha creado a
su alrededor, ni de lo que se espera de ella. No sabe ser.
Jayden, por el contrario, sabe perfectamente
quién es, qué hace aquí y lo que quiere hacer con su vida, pero cuando pierde a
su mejor amigo todo lo que ha construido cae como un castillo de naipes y se
queda con una única carta que contiene un gran interrogante.
A Samantha y a Jayden los une lo único que
siempre les había separado: Sam, el hermano de Samantha y el mejor amigo de
Jayden, alguien que ya no está pero que está.
Siempre
Será Diciembre trata sobre el frío inundado de recuerdos, trata de un
diciembre sin árbol ni regalos, trata de lo que tenías y ya nunca más tendrás.
Trata de la pérdida, de las pérdidas. Trata, también, de las mentiras, de lo
que pueden hacer contigo y con aquellos que más te importan, de cómo pueden
paralizarte y aumentar el frío en tu interior. Trata de la familia, de la que
viene de serie y de esa otra que escoges. Trata del amor, de la libertad y,
sobre todo, de encontrarnos y aceptarnos a nosotros mismos.
Érase una vez
una ciudad envuelta en nieblas que comenzaba a convertirse en la capital del
mundo moderno. Érase una vez, en esa ciudad, un teatro antiguo, y cerca de él,
una taberna, y en la taberna, un muchacho de corazón luminoso que soñaba con
mantener la luz en su interior cuando el tiempo viniera a señalarlo como
adulto.
Érase una vez
Aurelius Wyllt.
Aurelius era
uno de esos niños huérfanos que tanto abundan en los cuentos de hadas. Sin
duda, un detalle como ese, y la narración de sus párvulas andanzas en el
hospicio de Saint Peter, podrían ayudarle a ganarse la simpatía del lector, lo
cual nunca está de más al comienzo de cualquier historia. No obstante,
pecaríamos de melodramáticos —puede que de absolutos embusteros— si empezáramos
incidiendo de esta manera en su origen, sin añadir ningún comentario más al
asunto.
Lo cierto es
que Aurelius fue acogido por una nueva familia a los pocos meses de ser
abandonado en el hospicio, y jamás llegó a echar de menos a sus progenitores.
Podría decirse que aunque fue uno de los muchos niños a los que el destino dejó
sin amparo en aquellos tiempos crueles, también fue uno de los pocos que logró
sobrevivir a su propia mala suerte.
Aunque para
relatar con propiedad los inicios de nuestro protagonista en el mundo, puede
que sea necesario remontarnos todavía más atrás en el tiempo. Quizá necesitemos
conocer también algunos capítulos, aunque sea de pasada, de la vida del hombre
que se convertiría en su padre adoptivo.
Una niña
caminaba junto a su padre. No tendría más de once años. Su pelo rojizo recogido
en una larga trenza oscilaba mientras miraba alrededor con ojos curiosos.
El sol se
colaba a través de las crecientes nubes y sus cálidos rayos parecían insuflar
vida a aquel lugar de ensueño.
Habían dejado
atrás una hermosa extensión de hierba pulcramente cortada donde serpenteaban
diversos parterres de coloridas flores.
La niña había
inhalado profundamente para percibir el aroma de las rosas y gardenias y,
aunque se había entretenido observando a otros niños jugar a lo lejos, su padre
la condujo por un sendero pedregoso, donde la luz jugueteaba al escondite con
ellos.
Enormes
árboles se alzaban a cada lado del camino y sus nudosas ramas se retorcían
hasta casi ocultar el cielo sobre sus cabezas.
La niña señaló
uno de ellos, donde diminutas flores rosáceas parecían flotar entre las nubes.
—Es un cerezo
—dijo su padre con una sonrisa al tiempo que cogía uno de los brotes para
posteriormente entrelazarlo en la trenza de la pequeña.
Al final de la
senda, se abrió un claro iluminado suavemente por el sol.
La niña abrió
los ojos con estupefacción al ver a un hombre recostado en una gran roca, justo
frente a ellos.
Su padre se
rio y en su rostro aparecieron los hoyuelos que ella conocía tan bien.
Lo que la niña
había tomado por una persona era en realidad una estatua de granito. Él le
explicó que representaba al famoso escritor Oscar Wilde y que sus ojos,
aparentemente sin vida, habían sido cincelados para que mirasen en dirección a
la antigua casa de su familia.
Ella se fijó
en la figura inmóvil. Una rodilla flexionada y la otra extendida, como si el
escultor hubiera querido capturar un momento de ocio y serenidad. Su rostro
sonreía pícaramente, pero sus ojos transmitían cierta tristeza.
Frente a él,
se hallaba otra estatua, esta de un verdoso bronce donde se había asentado un
ligero musgo. Se trataba de una joven arrodillada que, desnuda, giraba su
cabeza como si quisiera observar al escritor.
La niña se
imaginó que aquella mujer hierática se había enamorado de Wilde y que en el
silencio atormentado de su mirada se hallaba el deseo de ser real y poder
abrazarlo.
Esta
producción de Ron Lalá se puede ver hasta el próximo día 20 en los Teatros
del Canal, de Madrid. La obra ha conseguido entre otros los siguientes premios:
Premio
Max 2013 Mejor empresa / Producción privada de artes escénicas,
Premio del Público Festival Olmedo Clásico 2013.
Una compañía
de cómicos de la legua desembarca en el escenario para ofrecer su folía: una
fiesta de “nuevos entremeses”, piezas cómicas breves originales que juegan con
la tradición clásica para arrojar una mirada crítica y mordaz sobre nuestro
presente.
Una noche cada siglo,
según cuenta la
leyenda,
un barco de
comediantes
abordará nuestra
tierra.
Su ancla es el
Carnaval,
su mascarón es la
fiesta,
sus velas las
carcajadas
y su cañón la comedia.
Sobre las olas del
tiempo
los cómicos de la
legua
harán que el Siglo de
Oro
siglo de ahora se
vuelva.
En este viaje
de ida y vuelta desde el Siglo de Oro hasta la actualidad, la folía (“locura”)
abre un diálogo entre lo clásico y lo contemporáneo con toda la libertad del
humor, la emoción de la música en directo y la belleza del verso. Los textos y
la música original se entrelazan con fragmentos, referencias, personajes y
versos de la tradición del teatro clásico español e universal. Siglo
de Oro, Siglo de Ahora es un homenaje, un juego, un desafío… y un
cóctel de carcajadas para todo tipo de espectadores.
Ron Lalá hace
“revivir” como género teatral la folía, modalidad que se caracterizaba por la
aglutinación de varios géneros y que puede ser considerado el precedente de los
sketches. Así, en Siglo de Oro, siglo de ahora, se suceden, a ritmo
vertiginoso, los diversos estilos teatrales, textuales y musicales que
conformaron las señas de identidad del teatro español, inglés, italiano y
francés de aquella época, desde un prisma contemporáneo, se dialoga desde el
presente con los clásicos –que lo son porque son intemporales-, se reescribe
una tradición que revive gracias a la inteligencia y el humor.
Bello galán como Brad
Pitt,
más elegante que
James Bond,
más adorado que un
cantante pop
y más forrao que un
jugador del Barça.
Moderno como el nuevo
i phone,
querido como don
Pimpón,
con menos curro que
cualquier Borbón.
Tener poder, sexo y
parné,
es todo nuestro
interés.
Eso queremos ver al
vernos en el espejo
y en el reflejo somos
pobres, feos y viejos.
Ya no hay verdad,
todo es fugaz
y cuando hay que
quitarse el disfraz
no hay nada debajo
del antifaz.
Los versos,
pues al igual que el teatro del XVII el espectáculo es en verso, están
modelados siguiendo las estrofas clásicas: redondillas, romances, décimas,
octavas reales… a la manera del Arte Nuevo de hacer comedias de Lope de Vega.
En la mitad de agosto mamá, papá
y yo nos fuimos a Londres, que es la capital de Inglaterra porque hablan en
inglés y siempre llueve y también porque allí vive Mary Poppins cuando tiene
trabajo. Yo no había viajado nunca en avión y como mamá era azafata, conocía a
mucha gente y me dejaron sentarme con el piloto, que tenía un bigote rojo y se
reía como un pirata porque era australiano, que es como un inglés aunque de más
lejos.
Papá estaba de mal humor y a lo
mejor triste. Mamá ya no iba a volver a casa, porque se iba a trabajar a Dubái,
y no se ponían de acuerdo nunca: papá decía que no y mamá que sí; papá que no
quería, mamá que sí, y así todo el rato desde primavera, por eso mamá llevaba
tantas maletas y nosotros solo una bolsa de deporte muy pequeña que pusimos en
el armario del techo del avión.
Cuando llegamos a Londres ya no
había sol y llovía un poco, pero así fue mejor porque no hacía calor y mamá se
rio mucho cuando papá empezó a hablar en inglés y la señora de la taquilla del
tren no le entendía y puso las cejas así, como los payasos, pero en señora
negra con cosas de colores en el pelo. Entonces fuimos al hotel y todo tenía
alfombras para que no se manchara el suelo, hasta el ascensor, y papá dijo:
–Desde luego, mira que son estos
ingleses con tanta alfombra. Pero si hay alfombras hasta en las paredes.
El hombre que vivía en el
ascensor con el uniforme de botones grandes se rio un poco, pero no mucho,
porque era argentino como el señor Emilio, y dijo:
–Los ingleses, ya sabe, che.
Y ya está.
Luego fuimos al Big Ben, que es
el mismo reloj gordo con agujas que sale en Peter Pan cuando vuelan por la
noche, y al museo donde duermen las momias antiguas y donde también pasean
muchos japoneses, pero era tan grande y había tantas cosas que al final mamá
dijo:
–¿Os apetece que comamos en un
vietnamita, chicos?
Papá dijo: «Bueno», pero muy
serio, y mamá me miró y también hizo así con los hombros, como cuando la
señorita Sonia pregunta algo en clase y no sabemos qué decir aunque no sea
culpa nuestra porque todavía no lo hemos dado.
Entonces nos metimos por una
calle muy larga y luego torcimos por otra y ya llegamos.
Papá me contó que los
vietnamitas son hombres chinos pero más educados y que viven más felices porque
cocinan cosas picantes que les queman en la lengua para que coman con la boca
cerrada. Mamá se reía mucho todo el rato y yo también, pero papá casi nada. Es
que como a él no le sale nunca bien lo de los palillos, tenía un trozo de
pescado que se le escapó volando a la mesa de al lado y el señor vecino, que
llevaba un turbante naranja como el de Aladino y una barba blanca muy larga,
dijo muchas cosas muy rápido como enfadado y luego también se rio, aunque ahora
no me acuerdo muy bien, es que como íbamos a montarnos en la noria y se hacía
tarde me daba miedo que cerraran, porque mamá siempre dice que los ingleses lo
hacen todo muy pronto para poder tomar el té en casa a las cinco con sus gatos.
De ese día solo me acuerdo de la
noria con mucha gente y de nada más.
Al día siguiente fuimos al
parque donde se conocieron los perros de 101 dálmatas, bueno los padres
dálmatas, y comimos pescado con patatas fritas en un puesto de la calle que
olía raro. También fuimos en un barco de cristal por el río y cuando nos
bajamos mamá le dijo a papá:
–Tenemos que llevar a Guille a
tomar el té como buenos ingleses.
Entonces cogimos el autobús rojo
de dos pisos como los que salen en las películas pero de verdad y nos bajamos
delante de unos grandes almacenes que eran como El Corte Inglés aunque más
ricos, con coches de oro en la puerta y un restaurante muy grande con camareras
rubias. Cuando terminamos de tomar el té con un pastelito cada uno, papá pidió
la cuenta y la señorita rubia se la trajo en una cajita. Papá abrió la cajita y
se puso muy rojo, como cuando se enfada mirando el fútbol por la tele. Luego
abrió la boca y se le hizo una O muy grande. También dijo, gritando un poco:
–Pero, bueno… ¿se puede saber…?
Mamá le puso la mano en el brazo
y torció así la cabeza, a un lado.
–Déjalo, Manu.
–Pero, pero… –dijo papá.
Y entonces mamá le miró muy
seria y dijo muy bajito:
–No lo estropees.
Después hicimos más cosas y
también dormimos en el hotel y al día siguiente era el último porque era
domingo, ¡y por fin fuimos a ver a Mary Poppins!
Yo tenía muchos nervios y se me
escapó un poco el pis mientras esperábamos en la puerta llena de luces del
teatro, con un cartel muy grande donde estaban Mary con Bert en la escena de
los caballitos del tiovivo y también muchos niños y madres y padres, pero en
inglés.
Entonces entramos y enseguida que
el señor indio con gafas nos acompañó a nuestro sitio, se levantó la cortina y
empezó a sonar la música. Luego salieron Mary Poppins y la veleta, y el
paraguas de cotorra y la casa que se abría por el tejado, y mamá y yo nos
pusimos a cantar, ella en inglés y yo no, porque nos sabíamos todas las
canciones de tanto ensayarlas en casa. Todo pasó tan rápido que de repente Mary
Poppins voló colgada de un cable desde el escenario hasta el techo y se marchó,
y todos saltábamos y gritábamos y algunos niños lloraban y otros se reían
mucho, y mamá me abrazaba muy fuerte porque nos daba pena que se marchara, y
bueno.
Después fuimos a ver a Mary
Poppins a su cuarto lleno de espejos. Cuando entramos, olía muy bien. Me dio
dos besos y dijo cosas en inglés, que mamá tradujo todo el rato, hasta que Mary
me sentó en su falda y dijo:
–Ah, yo adora Espania, me gusta
la gentes y Torremolainos y Benalmadena porque todo es mucho alegre en verano y
gente ríe siempre muy simpática. –Se calló y se retocó un poco el sombrero. Y
también dijo–: Tienes que ser bueno con tus padres, William, muy bueno. Ellos
quererte siempre, ¿sí?
Le dije que sí y ella me
alborotó el pelo y ya está.
Bueno, no, porque cuando ya nos
íbamos, me dijo:
–Y no olvides nunca: cuando
tengas problema gordo o pena, acuerda de Mary Poppins, di la palabra mágico muy
fuerte para que yo oiga bien y todo, todo, cambia siempre, ¿sí? –Me miró por el
espejo y me guiñó el ojo, así, y cantó–: ¡Supercalifragilistikespialidosuuuuus!
Salí del teatro muy contento y cantando de la
mano de papá, pero enseguida llegó la parte mala, porque se había hecho tarde y
teníamos que darnos prisa para ir al aeropuerto. Es que volvíamos en un avión
de noche porque como mamá y papá no son ricos, pues claro. Mamá nos acompañó a
la estación. Ella se quedaba en Londres porque al día siguiente se marchaba en
su avión pequeño a trabajar a Dubái y durante todo el camino en el metro papá
no dijo nada y mamá tampoco, y yo tenía un dolor aquí, como de barriga pero
diferente.