Las historias
para niños deben escribirse con palabras muy sencillas, porque los niños, al
ser pequeños, saben pocas palabras y no las quieren muy complicadas. Me
gustaría saber escribir esas historias, pero nunca he sido capaz de aprender, y
eso me da mucha pena. Porque, además de saber elegir las palabras, es necesario
tener habilidad para contar de una manera muy clara y muy explicada, y una
paciencia muy grande. A mí me falta por lo menos la paciencia, por lo que pido
perdón.
Si yo tuviera
esas cualidades, podría contar con todo detalle una historia preciosa que un
día me inventé, y que, así como vais a leerla, no es más que un resumen que se
dice en dos palabras… Se me tendrá que perdonar la vanidad de haber pensado que
mi historia era la más bonita de todas las que se han escrito desde los tiempos
de los cuentos de hadas y princesas encantadas…
¡Hace ya tanto
tiempo de eso!
En el cuento
que quise escribir, pero que no escribí, hay una aldea. (Ahora comienzan a
aparecer algunas palabras difíciles, pero quien no las sepa, que consulte en un
diccionario o que le pregunte al profesor.)
Que no se
preocupen los que no conciben historias fuera de las ciudades, ni siquiera las
infantiles: a mi niño héroe sus aventuras le esperan fuera del tranquilo lugar
donde viven los padres, supongo que también una hermana, tal vez algún abuelo,
y una parentela confusa de la que no hay noticia.
Nada más
empezar la primera página, sale el niño por el fondo del huerto y, de árbol en
árbol, como un jilguero, baja hasta el río y luego sigue su curso, entretenido
en aquel perezoso juego que el tiempo alto, ancho y profundo de la infancia a
todos nos ha permitido…
Hasta que de
pronto llegó al límite del campo que se atrevía a recorrer solo. Desde allí en
adelante comenzaba el planeta Marte, efecto literario del que el niño no tiene
responsabilidad, pero que la libertad del autor considera conveniente para
redondear la frase. Desde allí en adelante, para nuestro niño, hay sólo una
pregunta sin literatura: “¿Voy o no voy?” Y fue.
El río se
desviaba mucho, se apartaba, y del río ya estaba un poco harto porque desde que
nació siempre lo estaba viendo. Decidió entonces cortar campo a través, entre
extensos olivares, unas veces caminando junto a misteriosos setos vivos
cubiertos de campanillas blancas, y otras adentrándose en bosques de altos fresnos
donde había claros tranquilos sin rastro de personas o animales, y alrededor un
silencio que zumbaba, y también un calor vegetal, un olor de tallo fresco
sangrado como una vena blanca y verde.
¡Oh, qué feliz
iba el niño! Anduvo, anduvo, hasta que los árboles empezaron a escasear y era
ya un erial, una tierra de rastrojos bajos y secos, y en medio una inhóspita
colina redonda como una taza boca abajo.
Se tomó el
niño el trabajo de subir la ladera, y cuando llegó a la cima, ¿qué vio? Ni la
suerte ni la muerte, ni las tablas del destino… Era sólo una flor. Pero tan
decaída, tan marchita, que el niño se le acercó, pese al cansancio.
Y como este
niño es especial, como es un niño de cuento, pensó que tenía que salvar la
flor. Pero ¿qué hacemos con el agua? Allí, en lo alto, ni una gota. Abajo, sólo
en el río, y ¡estaba tan lejos!…
No
importa.
Baja el niño la
montaña,
Atraviesa
el mundo todo,
Llega
al gran río Nilo,
En
el hueco de las manos recoge
Cuanta
agua le cabía.
Vuelve
a atravesar el mundo
Por
la pendiente se arrastra,
Tres
gotas que llegaron,
Se
las bebió la flor sedienta.
Veinte
veces de aquí allí,
Cien
mil viajes a la Luna,
La
sangre en los pies descalzos,
Pero
la flor erguida
Ya
daba perfume al aire,
Y
como si fuese un roble
Ponía
sombra en el suelo.
El niño se
durmió debajo de la flor. Pasaron horas, y los padres, como suele suceder en
estos casos, comenzaron a sentirse muy angustiados. Salió toda la familia y los
vecinos a la búsqueda del niño perdido. Y no lo encontraron.
Lo recorrieron
todo, desatados en lágrimas, y era casi la puesta de sol cuando levantaron los
ojos y vieron a lo lejos una flor enorme que nadie recordaba que estuviera
allí.
Fueron todos
corriendo, subieron la colina y se encontraron con el niño que dormía. Sobre
él, resguardándolo del fresco de la tarde, se extendía un gran pétalo
perfumado, con todos los colores del arco iris.
A este niño lo
llevaron a casa, rodeado de todo el respeto, como obra de milagro. Cuando luego
pasaba por las calles, las personas decían que había salido de casa para hacer
una cosa que era mucho mayor que su tamaño y que todos los tamaños.
Y ésa es la
moraleja de la historia.
Éste era el
cuento que yo quería contar. Me da mucha pena no saber narrar historias para
niños. Pero por lo menos ya conocéis cómo sería la historia, y podréis
explicarla de otra manera, con palabras más sencillas que las mías, y tal vez
más adelante acabéis sabiendo escribir historias para los niños…
¿Quién me dice
que un día no leeré otra vez esta historia, escrita por ti que me lees, pero
mucho más bonita?…
José Saramago