Buscamos un
lugar tranquilo, diferente, alejado de la gran ciudad donde nos confinamos
durante el resto del año. Un lugar donde los niños pudieran caminar entre
trigales, contemplar lejanos horizontes y pasear al aire libre. Escogimos una casa
rural con piscina en un diminuto pueblo castellano que tenía el orgullo de
poseer castillo, algo que no le perdonaban los habitantes de los pueblos
colindantes. A nosotros, gente urbana, aquellas disputas nos hacían reír. En el
supermercado al que acudíamos todos los días nos llamaban "los
catalanes". Éramos un elemento exótico. Nos miraban con curiosidad, como
preguntándose qué hacíamos allí.
Para los niños
la parcela donde se ubicaba la casa era una diversión constante. Recogían
tomates en el pequeño huerto, veían caer las ciruelas maduras de las copas de
los árboles, escuchaban el susurro que venía de lejos, de los hayedos que
crecían junto al río. Perseguían a los gatitos salvajes que habían nacido en el
jardín.
Tuvimos la
suerte, además, de llegar en el año de la invasión. Estaban los agricultores en
pie de guerra por una plaga de topillos que devoraba las patatas antes de que
pudieran recolectarlas. En el mercado de los sábados mostraban con indignación
las patatas mordisqueadas. El fenómeno alcanzaba también a nuestro jardín,
donde de vez en cuando afloraba la cabeza como un periscopio de un topillo. Los
niños los buscaban, los deseaban.
Después de
varios días, consiguieron cazar uno de estos animales y lo metieron en una caja
de zapatos. Le llamaron Bob, en honor a Bob Esponja. Le daban para comer los
restos de nuestro almuerzo, recién robado de la mesa. El bicho devoraba con
fruición cualquier cosa, pero estaba triste.
Eso, por lo
menos, afirmaron los niños. Le devolvieron a su hábitat en una ceremonia íntima
aunque solemne que tuvo lugar junto a la piscina. Bob se marchó sin despedirse
ni mirar atrás y se perdió entre las tomateras. Para que los niños consolaran
su tristeza, el orden del día incluyó una opípara merienda bajo los ciruelos.
Por las noches,
el cielo se llenaba de estrellas y la tierra de ruidos. Nos tumbábamos en la
hierba y señalábamos constelaciones. Mi marido les enseñaba a los niños a
distinguir Vega, Altaïr y la Osa Mayor, y yo recordaba con nostalgia la primera
vez que nos entregamos juntos a aquel mismo juego.
Éramos 12 años
más jóvenes, ambos acabábamos de enamorarnos de un ser desconocido y nos
afanábamos en conocernos. Los niños aún no formaban parte de nuestros planes.
Eran unos ausentes a quienes ninguno de los dos echaba de menos. Ahora eran
admirados espectadores de su padre, que les enseñaba que el cielo contiene
historias y que saberlas nos hace mejores. Luego los niños se acostaban y
nosotros nos quedábamos allí, solos, sobrecogidos por la belleza y el silencio
del firmamento.
Una de esas
noches de estrellas, después de acostarles, distinguimos un destello nuevo
entre la oscuridad. "Eso no es una estrella dijo mi marido, antes no
estaba allí". Se levantó, fue a la casa por los prismáticos, escrutó la
negrura, entornó los ojos. "No lo entiendo", añadió.
Me reí de su
seriedad y su convencimiento. "¿Qué va a ser, sino una estrella? bromeé.
¿Una nave extraterrestre?".
Dijo que tenía
frío y entró en la casa. Recogió la cocina en silencio, con una expresión
sombría. Normalmente, es él quien lava los cacharros. Dice que le relaja el
trabajo mecánico, que le permite pensar. Pero aquella noche se demoró un poco
más que de costumbre. Salió al cabo de un rato, con dos gintónics recién
servidos. Nos sentamos en el porche para disfrutar del fresco de la noche, tan
diferente del bochorno mediterráneo al que estamos acostumbrados.
En el cielo,
la estrella intrusa nos observaba enmarcada por las altísimas copas de las
hayas. A ratos su fulgor parecía un guiño, un código, un mecanismo programado.
Soplaba una brisa ligera que hacía susurrar la vegetación, como tantas otras
veces. De pronto, él dijo: "¿No es raro que no canten los grillos?".
Hasta ese
momento no había reparado en su ausencia. No tenía nada que decir. Somos gente
de ciudad, el campo está lleno de misterios para nosotros. Solo logré
articular: "¿Tú crees?".
Mi marido se
levantó de nuevo, con la excusa de rellenar las copas. Fue al baño. Tardaba en
volver y por eso fui en su busca.
Le encontré en
la habitación de los niños, contemplándoles en silencio desde el umbral de la
puerta. Le abracé por la espalda. El corazón le latía a mil por hora.
Volvimos al
porche. Fingimos naturalidad, aunque los dos vigilábamos a la estrella nueva.
"No se ha movido de ahí en todo este rato. Otra anomalía", afirmó él.
Le pedí que dejara de hablarme de eso. No pronuncié la palabra
"miedo", no quise. Hay cosas que solo comienzan a existir después de
que alguien las nombre.
En cambio
nuestra conversación derivó hacia los asuntos de nuestros hijos. Sus progresos,
sus ocurrencias, las mil y una anécdotas que generaba convivir con ellos cada
día. Y reímos de buena gana. Luego se hizo uno de esos silencios pensativos,
que siempre terminaban en un: "Estamos echados a perder. De día los niños
se llevan todo nuestro tiempo y de noche no sabemos hablar de otra cosa".
También yo
aproveché la primera excusa que se me ocurrió para ir a ver si los niños
estaban bien. Me senté en una silla junto a la cama del pequeño, les escuché
respirar, sincronicé mi respiración con la suya, contagiada de aquella
serenidad única en el mundo.
De vuelta en
el porche, se había levantado algo de viento. "Parece que se acerca una
tormenta", opiné. "No, no. En la tele hablaban de tiempo
anticiclónico hasta el sábado. Ese viento no es de tormenta", me
contradijo él.
Reparé en que
la estrella seguía ahí y en que titilaba, tal vez más que antes. No dije nada.
Antes de
acostarnos cerramos todas las ventanas y nos aseguramos varias veces de haberlo
hecho bien. Ambos revisamos que la persiana del cuarto de los niños estuviera
bajada y sin ni una sola rendija.
Yo no logré
dormir en toda la noche, pero no quise que él se diera cuenta. Me limité a
permanecer con los ojos cerrados, contando los segundos. La noche amplificaba
mis temores. Mi marido tampoco consiguió conciliar el sueño. Lo supe porque se
movía y porque su respiración no era la de otras noches. Pero por la mañana
ambos dijimos haber descansado bien. Los niños se despertaron cargados de
energía, como siempre.
Lo único
extraño que ocurrió tras esa noche fue que no volvimos a ver un solo topo en el
jardín. Ni uno, durante el resto de las vacaciones.
Care Santos
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