El conde y los
guardias tardaron tres minutos completos en llegar al portal, y cuando lo
hicieron, el conde no podía creerlo, él mismo había visto cómo mataban a
Westley y ahí estaba Westley. Acompañado de un gigante y de un tipo aceitunado
con unas extrañas cicatrices. Hubo algo en aquellas cicatrices gemelas que le
penetró en lo más hondo de la memoria, pero no era aquél un momento para
reminiscencias.
—Matadlos —le
ordenó a los espadachines—, pero dejad al de tamaño mediano hasta que yo os lo
diga.
Y los cuatro
guardias desenvainaron sus espadas…, pero demasiado tarde; demasiado tarde y
con excesiva lentitud, porque cuando Fezzik se puso delante de Westley, Íñigo
atacó: la gran hoja se movió, cegadora, y el cuarto guardia moría antes de que
al primero le hubiera dado tiempo a tocar el suelo.
Jadeante,
Íñigo se quedó inmóvil durante un momento. Luego se dio media vuelta en
dirección del conde Rugen y efectuó una reverencia rápida y ostentosa.
—Hola —dijo—.
Me llamo Íñigo Montoya, tú mataste a mi padre. Disponte a morir.
Por su parte,
el conde hizo algo verdaderamente asombroso e inesperado: se dio la vuelta y
echó a correr. Eran las seis menos veintitrés minutos (...)
Íñigo iba
recuperando terreno. En la estancia contigua alcanzaba a ver un atisbo del
noble en fuga, y cuando llegaba allí, el conde se las arreglaba para pasar al
cuarto siguiente. Pero, poco a poco, Íñigo iba sacándole ventaja. A las seis
menos veinte, sintió la plena confianza de que después de una persecución de
veinticinco años, al fin podría vengarse (...)
E Íñigo no
tenía manera de saber que el conde Rugen llevaba una daga florinesa. Ni que era
un experto en su manejo, Íñigo tardó hasta las seis menos diecinueve minutos
para abordar al conde. En una sala de billares. «Hola —se disponía a decir—. Me
llamo Íñigo Montoya; tú mataste a mi padre; disponte a morir». Pero en realidad
logró pronunciar sólo unas cuantas palabras: «Hola, me llamo Íñi…».
Y entonces la daga le efectuó una
redistribución de las tripas. La fuerza del impacto lo hizo retroceder hasta
una pared. El chorro de sangre que fluyó lo debilitó tan deprisa que no logró
tenerse en pie.
—Domingo,
Domingo —susurró, y a las seis menos dieciocho minutos se encontró perdido y de
rodillas (...)
Íñigo también
estaba hablando. Seguían siendo las seis menos dieciocho minutos cuando
murmuró:
—Perdón…,
padre…
El conde Rugen
oyó aquellas palabras, pero no les encontró sentido hasta que vio la espada que
la mano de Íñigo aún empuñaba.
—Eres ese
mocoso español al que una vez di una lección —dijo, acercándose más y
observando las cicatrices—. Es increíble. ¿Te has pasado todos estos años
persiguiéndome para fallar en este preciso instante? Creo que es lo peor que he
oído en mi vida; qué maravilloso.
Íñigo no pudo
decir nada. La sangre le manaba a borbotones del estómago.
El conde Rugen
desenvainó la espada.
—… perdón,
padre…, lo siento…
«¡No me vengas
ahora a pedir perdón! Me llamo Domingo Montoya. Di mi vida por esa espada y a
mí no me pidas perdón. Si ibas a fallar, ¿por qué no te moriste hace años y me
dejaste descansar en paz?».
Entonces
MacPherson también comenzó a perseguirlo:
—¡Españoles!
Jamás debí tratar de enseñarle a un español; son tontos, se olvidan de las
cosas, ¿qué haces con una herida? ¿Cuántas veces te he enseñado lo que se ha de
hacer con una herida?
—Cubrirla…
—respondió Íñigo, y se arrancó el cuchillo del cuerpo y hundió el puño
izquierdo en la herida.
Los ojos de
Íñigo comenzaron a enfocar un poco mejor, no muy bien, no perfectamente, pero
lo preciso como para ver que la espada del conde se le acercaba al corazón;
Íñigo no logró hacer mucho con aquel ataque, desviarlo levemente, empujar la
punta de la hoja hacia su hombro izquierdo, donde no le produjo un daño
insoportable.
El conde Rugen
se quedó un tanto sorprendido de que hubiesen desviado su acero, pero no estaba
nada mal aquello de traspasar el hombro de un indefenso. No había prisa cuando
se lo tenía acorralado.
—¡Españoles!
—volvió a gritarle a MacPherson—. Dame un polaco cuando quieras, al menos los
polacos se acuerdan de usar la pared cuando tienen una a mano; sólo a los
españoles se les olvida utilizarla…
Lentamente,
centímetro a centímetro, Íñigo se valió de la pared para incorporarse; utilizó
las piernas para empujar, y dejó que el muro se encargara de proporcionarle
todo el apoyo necesario.
El conde Rugen
volvió a atacar, pero, por un cierto número de motivos, lo más probable porque
no había esperado que su contrincante se moviera, no lo alcanzó en el corazón y
tuvo que conformarse con hundir la hoja de su acero en el brazo izquierdo del
español.
A Íñigo no le
importó. Ni siquiera lo notó. Lo único que le interesaba era su brazo derecho;
apretó la empuñadura y notó que conservaba la fuerza en la mano, suficiente
como para atacar al enemigo, y el conde Rugen tampoco se había esperado
aquello, de modo que lanzó un gritito involuntario y retrocedió un paso para
volver a analizar la situación.
La fuerza
fluía del corazón de Íñigo hacia su hombro derecho, bajaba por éste hasta los
dedos y luego a la gran espada con empuñadura para seis dedos; se apartó de la
pared y murmuró:
—Hola…, me
llamo… Íñigo Montoya; tú mataste… a mi padre; disponte a morir.
Se pusieron en
guardia.
El conde fue a
buscar la muerte rápida, empleando el movimiento inverso de Bonetti.
Inútil.
—Hola…, me
llamo Íñigo Montoya; tú mataste a mi padre…, disponte a morir….
Volvieron a
ponerse en guardia, y el conde pasó a la defensa Morozzo, porque la sangre
seguía manando.
Íñigo se
hundió más el puño en la herida.
—Hola, me
llamo Íñigo Montoya; tú mataste a mi padre; disponte a morir.
El conde se
parapetó detrás de la mesa de billar.
Íñigo resbaló
en su propia sangre.
El conde
siguió retrocediendo, y esperó y esperó.
—Hola, me
llamo Íñigo Montoya; tú mataste a mi padre; disponte a morir.
Se hundió más
el puño y no quiso ni pensar en qué era lo que estaba tocando y aguantando en
su sitio; por primera vez se sintió capaz de intentar un lance: la enorme
espada describió un brillante movimiento…
… en el
costado de una de las mejillas del conde Rugen apareció un corte vertical…
… otro
brillante movimiento…
… otro corte,
paralelo, sangrante…
—Hola, me
llamo Íñigo Montoya; tú mataste a mi padre; disponte a morir.
—¡Deja de
repetir eso!
El conde
comenzaba a experimentar una cierta merma en el temple.
Íñigo hundió
su espada en el hombro izquierdo del conde, tal como él le había herido el
suyo. Luego siguió con el brazo izquierdo del conde, en el mismo sitio donde
éste le había penetrado el suyo.
—Hola
—pronunció con más fuerza ahora—. ¡Hola! Me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a
mi padre. Disponte a morir.
—No…
—Ofréceme
dinero…
—Todo —dijo el
conde.
—Y poder.
Prométeme eso.
—Todo lo que
tengo y más. Por favor.
—Ofréceme lo
que yo te pida.
—Sí. Sí.
Habla.
—Quiero que me
devuelvas a Domingo Montoya, hijo de perra —y la espada con empuñadura para
seis dedos volvió a describir un brillante movimiento en el aire.
El conde
gritó.
—Fue justo a
la izquierda del corazón —volvió a atacar Íñigo.
Otro grito.
—Ésa fue justo
debajo del corazón. ¿Adivinas acaso lo que estoy haciendo?
—Arrancarme el
corazón.
—Tú me lo
arrancaste a mí cuando tenía diez años; ahora quiero el tuyo. Tú y yo somos
amantes de la justicia…, ¿hay algo más justo que eso?
El conde lanzó
un último grito y luego cayó al suelo, fulminado por el terror.
Íñigo lo miró
desde su altura. El rostro crispado y frío del conde aparecía petrificado y
ceniciento, y la sangre seguía manando de los cortes paralelos. Sus ojos
desmesuradamente abiertos aparecían llenos de horror y dolor. Era glorioso. Si
a uno le gustan ese tipo de cosas.
A Íñigo le
encantaban.
William Goldman, La Princesa
Prometida
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