Abajo, en el
salón, se encontraban los libros. Había una estantería llena. Y no estaban
encerrados en armarios, como en las casas de los ricos, ni tampoco cargados de
cadenas, como los que he visto después en la catedral de Hereford, sino libres
y a mi alcance.
Siendo yo muy
chico, y cuando aún andaba a gatas, ya jugaba a vaciar los estantes más bajos.
Empujaba los libros hasta el borde, los dejaba caer e intentaba apilarlos. O
bien, acostado en el suelo, rodaba sobre ellos y mordisqueaba los cantos, como
hacen los cachorros.
Luego me dio
por cogerlos y echarlos dentro de un gran jarrón de porcelana, blanco y azul,
que mi padre había traído del lejano
Oriente y que se usaba para guardar paraguas y bastones. Como el jarrón era más
alto que yo y no podía atisbar el interior, creía que cuanto caía allí
desaparecía para siempre.
Pero no era
así, claro. Cuando los libros rebasaban el borde, mi madre y mi tía Annie, que
vivía con nosotros, los sacaban y volvían a colocarlos en sus estantes, para
que yo empezara de nuevo.
También me
aficioné a ilustrar los libros con mis garabatos. Me daban hojas en blanco para
que las emborronase, pero yo prefería las páginas impresas, porque tenía la
impresión de que las líneas y los párrafos eran también dibujos, y solo había
que completarlos.
Hacía círculos
y tachaduras sobre los textos y luego seguía en los márgenes o en otras
páginas, hasta que me cansaba.
Ni mi madre ni
mi tía, que solo tenía quince años más que yo, me prohibían esas distracciones.
No era que considerasen aquellos libros poco valiosos, sino al contrario.
Querían que me acostumbrase a su compañía, antes incluso de poder leerlos. ¿Y
qué importaba si los llenaba de dibujos o se desencuadernaban un poco? (…)
Aprendí el
abecedario en la escuela, que estaba a pocas calles de distancia, río arriba.
Cada día, el maestro dibujaba en la gran pizarra de la clase una letra nueva que
debíamos copiar una y otra vez en nuestras pequeñas pizarras individuales.
Yo imaginaba
que, cuando las borraba de mi pizarra, las letras se desvanecían también de mi
memoria, y para siempre. Un día le conté ese temor a mi madre, que se echó a
reír.
—Las letras no
desaparecen, John —dijo—. Se quedan ahí. —Me tocó la frente—. Esperando a que
vuelvas a escribirlas.
Un año empezamos
a leer de verdad, hilvanando las letras para formar palabras. Para mí resultó
bastante sencillo. Era como si las palabras estuviesen dormidas, y fueran
despertándose y poniéndose en pie a medida que las pronunciaba.
En cambio, la
mayoría de mis compañeros de clase no lo consiguió. Cada palabra se les
antojaba un escollo, y sentían como si los libros fuesen sus enemigos y
estuvieran allí para dificultarles la vida. Algunos solo aprendieron a leer a
medias, y eso tras mucho esfuerzo.
Creo que, si a
mí se me dio bien la lectura, fue gracias a mi temprana familiaridad con los
libros. Siempre me gustó que pareciesen tan quietos y callados, y que al mismo
tiempo fuesen tan elocuentes. Cierto que con frecuencia no entendía lo que
leía, pero eso es algo que aún me sucede.
Solía llevarme
libros a la cama y dormía rodeado de ellos, como si formasen una barricada.
Cuando tenía una pesadilla, los buscaba a tientas, los abrazaba y me quedaba
tranquilo.
Vicente Muñoz Puelles, La Isla de los Libros Andantes
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