Así pues,
habían quedado en que ella iría a su casa en el número 3 de Adelphi Terrace esa
misma tarde, después de su sesión de posado. ¡Bravo, Cynthia! Suspiró mientras
abría su armario y trataba de elegir un vestido apropiado para la ocasión. El
pintor quería retratarla de negro, pero ella pretendía aparecer en casa del
grandísimo Barrie con algo que diera por hecho su inclinación a la bohemia.
Colores pastel, estampados discretos, ¿un sombrero prudente, de media ala?
Necesitaba algo invisible que no delatara su emoción ante la propuesta
inminente. Se decidió por unos botines de cordones de medio tacón, una falda
azul lavanda y una blusa blanca. Y si Augustus John quería pintarla de estricto
luto, que se lo inventara él, a su gusto. Sin duda, acertaría.
Cynthia estaba
acostumbrada a posar desde pequeña. El juego de las estatuas de los miércoles.
Martes y jueves, libros. Lunes y viernes, teatro y dramatización, su favorito.
Pero disecarse por unas horas ya no le hacía gracia. Discutió con Augustus la
supuesta «trascendencia» de la postura: sentada en un taburete, la mano
izquierda cubriendo el pecho, la derecha sobre el regazo, erguida y orgullosa
—le había pedido él—, una mujer desafiante. Pero Cynthia se sentía como una
idiota. Suspiró hondo, sin moverse. Se le entumecían los brazos, la espalda,
los ojos casi. Buscó un punto fijo, más allá del lienzo. Entornó los ojos y su
iris dudó entre un color frío o caliente. Se concentró en una ráfaga de luz
anaranjada: si la miraba muy fijamente, su paisaje visual se cubriría de puntos
grises, frágiles como la bruma.
—Te mueves
demasiado —la regañó el pintor, un hombre barbudo de voz tan profunda que daba
miedo.
Cynthia se
hizo estatua.
—Necesito
verte el cuello.
Ella se
dispuso a recogerse el pelo. Él se adelantó.
—Tú, quieta.
Le cogió la
larguísima melena pelirroja con la mano llena de pigmentos sucios. Las manchas
del cuadro futuro.
—No pareces
una persona —clamó deleitado—, sino una emanación.
Ella se
preguntó si ser comparada con un fantasma era un cumplido, o más bien un
sacrilegio hacia la mujer posante.
Cynthia no
consideraba que Augustus John mereciera la posteridad. Tenía el trazo demasiado
amplio, aplastado, incluso basto. En boca de otros, sin embargo, era el mejor
retratista de la época, orgulloso heredero del postimpresionismo. Cynthia, de
niña, había posado para Burne-Jones, prerrafaelita. Una escuela que ahora se
consideraba más que obsoleta: princesas a la fuga, damas atormentadas, sirenas
con arpas, mujeres con melenas tan largas como la suya. En un mundo en guerra,
a nadie le interesaba ya el estoicismo proverbial de Burne-Jones. Era obsceno,
risible. No como los rostros de Augustus, que, al parecer, sí iluminaban las
almas de los borrascosos albores del siglo XX.
Cynthia miró a
su alrededor: un estudio tan tópico como el de cualquier pintor, pero lleno de
caras que apuntaban congoja, irritación, picardía, desdén, poder. Ella no
quería que su retrato desprendiese el pánico de su alma; solo serenidad. Así
que trató de relajarse. Suspiró hondo, una vez más, y conjuró en silencio el
nombre de su futuro benefactor. Lo repitió mentalmente, arrastrando las
palabras: James-Matthew-Barrie-James-Matthew-Barrie-James-Matthew-Barrie. Una,
dos, tres, hasta cien veces. Muy pronto, todo iba a cambiar por fin y Cynthia
se convertiría en una actriz de renombre. «¡Cynthia, Cynthia, Cynthia!»,
clamaría el público al ver sus interpretaciones. «¡Abran paso a la bella y
talentosísima lady Cynthia Asquith!».
Suspiró de
nuevo, ya algo tranquila. En medio de otro junio húmedo y caluroso en Londres
aquí, por lo menos, olía a frío.
Salió con el cuerpo tan inerte que lo sentía muerto.
Silvia Herreros de Tejada, La Mano Izquierdade Peter Pan
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