El 1 de
agosto, por la tarde, una docena de niños revoltosos suben a zancadas las
escaleras del piso de Velázquez. Los reciben con los brazos abiertos Zenobia,
su esposo, Luisa y Matilde. Algunos son muy pequeños, de apenas cinco o seis
años. En sus rostros se aprecian los surcos que el destino ha grabado en sus
vidas en estos últimos días: miedo, desamparo, hambre...
Muchos jamás
han visto una vivienda con tantas comodidades y lujos, y no dejan de corretear
de un cuarto a otro, como un enjambre de abejas, sin que sea posible poner
orden para organizarlo todo. Algunos se han metido en el baño y no dejan de
abrir grifos y vaciar la cisterna una y otra vez. Las tres mujeres intentan
hacerse con ellos, que parece que enloqueciesen, como si todo el vigor del
mundo corriese por sus venas.
-Ayúdanos, por
favor -le suplica Zenobia al poeta, que contempla, divertido, la escena desde
un rincón.
Juan Ramón
coge a uno de los pequeños en el regazo y se acomoda en una silla. Comienza a
recitar algunos versos con ese acento suyo tan particular. Inicialmente, los
niños no le prestan atención, pero poco a poco se van calmando y, uno a uno, se
sientan a su alrededor sobre el suelo alfombrado para escucharlo, como si su
voz fuese un reclamo irresistible. Matilde asiste a la escena
sorprendida,mientras Zenobia y Luisa sonríen. Cuando los tiene a todos a su
alrededor, antes de que vuelvan a desbocarse, Juan Ramón consigue hechizarlos
por completo.
-¿Sabéis quien
es Platero?
¡No! -chillan
a la vez.
-¡Un fascista!
-grita al fondo uno de los mayores, y niños y adultos rompen a reír, aunque en
el rictus del poeta y de Zenobia se vislumbra cierto horror.
-No, no,
Platero es un burro -les aclara Juan Ramón-. ¿Queréis que os cuente su
historia?
-¡Síiii!
-«Platero es
pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que
no lleva huesos. Solo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos
escarabajos de cristal negro. Lo dejo suelto, y se va al prado...».
Mientras el
poeta prosigue con su relato, las mujeres se ponen manos a la obra y organizan
los cuartos y los colchones atendiendo a las edades y necesidades de los niños.
Al concluir van a la cocina, donde han preparado unas bandejas con la merienda
y unos vasos de leche, y las sacan al salón ante la indiferencia de los
pequeños, hipnotizados con la historia de Platero y con el acento andaluz del
poeta, que les hace mucha gracia. Matilde no tarda mucho en mostrarse
encandilada y Zenobia le hace un gesto a su esposo para que vaya terminando.
-«¡Cantad,
soñad, niños pobres! Pronto, al amanecer vuestra adolescencia, la primavera os
asustará, como un mendigo, enmascarada de invierno -concluye el poeta su
relato-. En fin, tenemos que ir terminando».
-¡No? ¡Más!
-gritan todos con indignación.
-Descuidad,
mañana leeremos el siguiente capítulo.
-¿Y cómo se
titula? -pregunta uno.
-«El eclipse»
-responde Juan Ramón.
-¿Y eso qué
es?
-Mañana os lo
explicaré -ataja Juan Ramón, que no quiere prolongar la conversación, a la
vista de la impaciencia de su mujer (...)
Nicasio lo
ayuda a llegar a un edificio situado unos portales más allá. Entra con él y lo
guía escaleras arriba. Por el hueco baja un formidable estruendo de voces
infantiles, bromas y risas.
Entre sofocos,
el hombre llama a la puerta de una vivienda. Esta se abre con prontitud y surge
un niño que enseguida se abalanza sobre él.
-¡Platero,
Platero! -le grita apretándole las piernas.
Nicasio tiene
que agarrarlo para que el ímpetu del niño no lo tire. Enseguida se juntan en el
pasillo un montón de niños de las más variadas edades. Nicasio no entiende cómo
este hombre de aspecto tan débil pudo concebir a tan ruidosa prole. Es entonces
cuando la ve. inocente y lozana como una virgen en un retablo, Matilde sostiene
a uno de los pequeños en brazos y le sonríe.
-¿Se encuentra
bien el señor? -pregunta ella a Juan
Ramón, al borde del desvanecimiento entre el tumulto de los muchachos.
-Sí, si,
gracias a este amable mozo que se llama... Sin él no sé qué habría sido de mí.
-Nicasio. Fue
un placer ayudarlo -contesta ufano ante la presencia de Matilde.
-Pase si
quiere. Los niños me esperan y no puedo faltar a mi cita antes de acostarlos.
Ya ve cómo se ponen los inocentes.
Nicasio lo
acompaña al butacón que preside el salón y lo ayuda a sentarse.
-Ya ve, el
trono del poeta -comenta Juan Ramón con resignación.
Todo el rebaño
infantil se sienta alrededor de él sobre la alfombra.
-Un vaso de
agua, hija mía -le pide a Matilde.
Ella, con
descaro, coloca el niño en los brazos de Nicasio, que no sabe muy bien qué
hacer con él, y se va a la cocina.
Juan Ramón
bebe a pequeños sorbos del vaso, aclara la garganta, toma el libro y comienza
la lectura para sus encandilados oyentes.
-«El claro
viento del mar sube por la costa roja, llega al prado de la atalaya, ríe entre
las tiernas florecitas blancas; después se enreda por los pinares sin limpiar y
mece, hinchándolas como velas sutiles, las encendidas telas de araña celestes,
rosas de oro... Toda la tarde es ya viento marinero...».
Con el niño en
brazos, Nicasio cae también bajo el embrujo del sentido relato, pero aún más
bajo la mirada azabache de Matilde, que no se pierde ninguna de las mágicas
palabras del poeta, como si quisiese apresarlas para siempre. «Ella sí que es
viento marinero, florecita, tela de araña celeste», piensa el chico. La joven
descubre la mirada anhelante de Nicasio y el arrebol se extiende como una
fogata por su rostro. Un estremecimiento simultáneo recorre sus cuerpos
precoces y los sorprende con una nueva sensación, extraña pero placentera. Juan
Ramón, sin dejar de leer a su exigente público, sonríe al advertir esa
corriente eléctrica que atraviesa a los jóvenes y que preñó el aire del
anochecer de una tenue fragancia de tormenta. Sabe que su fuerza, la fuerza de
ese amor que brota como una flor esplendorosa, puede alumbrar los rincones más
sombríos del alma humana, incluso en estos tiempos oscuros que les ha tocado
vivir(...)
Los niños no
paran de travesear y revolotear todo el día. Solo la hora de la lectura del
poeta es sagrada para ellos. Cuando ven que toma el libro y se acomoda en su
butacón, todos se calman y escuchan con atención las aventuras y desventuras
del burrito Platero. El día que Juan Ramón les relata con dulzura su muerte,
lloran desconsolados; incluso Matilde busca consuelo sobre el pecho de un
emocionado Nicasio, que intenta no soltar una lágrima.
Uno de los más
pequeños incluso se abalanza sobre Juan Ramón, golpeándole con sus pequeñas
manos.
-¡Lo has matado,
lo has matado! -le recrimina entre sollozos.
Zenobia entra
y los encuentra a todos llorando; momentáneamente, se asusta, temerosa de que
le haya ocurrido algo a alguno de los niños, pero al conocer la causa de tanta
tristeza, fulmina a su esposo con la mirada.
Por la noche,
los Jiménez cenan en silencio en la calle Padilla. Él come con total
parsimonia, ajeno al enfado de Zenobia. Ella intenta contenerse, pero al final
estalla.
-Ha sido una
crueldad leerles a los niños la muerte de Platero.
-¿Crueldad,
dices? La vida es cruel, y la guerra, y el amor... No veo por qué habría de
mentirles.
-No digo que
les mientas, solo que...
-¿Dulcificar
la cicuta el poeta?
Marcos Calveiro, Días Azules, Solde la Infancia
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