Paró en un
puesto y pidió una clara con limón para refrescarse. Fue entonces cuando, bajo
el frescor de la sombra de los inmensos árboles y embriagado por la combinación
de fragantes olores primaverales procedentes del magnífico jardín, Víctor Ros
Menéndez se enamoró. La vio venir mientras saboreaba el ligero aroma alcohólico
de su cerveza con gaseosa. Iba acompañada por su ama y caminaba con la
sombrilla apoyada con gracia en el hombro derecho. La joven sonrió al ver a
unos pilludos que hacían rabiar a un perro de aguas que alguien había atado a
la verja ornamental que rodeaba al Botánico. Le pareció un ángel. Su risa era
agradable, fresca y suave. Su boca, su dentadura y sus labios, perfectos. El
cabello, recogido en un moño y tocado por un discreto sombrero azul, parecía
del color del trigo bañado por el sol de verano. Sus ojos eran claros y su
talle esbelto. Tenía las mejillas algo sonrosadas.
—Vamos, Clara
—dijo el ama con voz severa.
La chica, que
había quedado rezagada, se apresuró a ponerse a la altura de su aya. Pasó junto
a él dejando en el aire un maravilloso olor a lavanda.
Víctor quedó
petrificado.
Las siguió
hasta el Salón del Prado, una amplísima explanada de sección rectangular que
acababa en una amplia plaza con una fuente circular en el centro, La Cibeles,
un proyecto de Ventura Rodríguez desarrollado a instancias de Carlos III.
Estaba situada sobre una gradería circular de cuatro peldaños y rodeada por una
verja que impedía el acceso directo a la fuente. Al principio, ésta sólo
constaba del carro con la estatua; más adelante se añadieron los dos leones,
Atalanta e Hipomecos. A Víctor le parecía hermoso aquel inmenso conjunto,
orientado hacia la otra fuente que señalaba el fin del Salón, la de Neptuno.
El Salón del
Prado estaba situado entre San Jerónimo y Alcalá, entre Cibeles y Neptuno y
allí se daba cita cada tarde el todo Madrid. Algunos privilegiados paseaban por
un espacio dotado de bancos que llamaban «el gabinete» o «París», debido a la
muy distinguida concurrencia que se daba cita en dicho lugar. Otros miembros de
la nobleza o la alta burguesía preferían caminar por la zona más amplia o
despejada, junto a los coches, donde también se podía hacer ostentación de
carruajes y monturas, mientras que el pueblo llano, por su parte, debía conformarse
con pasear en la arboleda próxima a San Fermín. Desde allí precisamente, Víctor
Ros vio que la moza se reunía con su familia. Un hombre de edad —debía de ser
el padre—, de porte aristocrático y poblado bigote, una distinguida dama —pensó
que sería la madre, pues se le parecía— y una pareja de jóvenes que, a juzgar
por su actitud, pelaban la pava. La carabina volvió por donde había venido y la
joven y sus cuatro familiares caminaron durante un buen rato por el paseo.
Víctor intentó no mirar con mucho descaro. No era educado.
Jerónimo Tristante, El Misterio de la Casa Aranda
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