y la madre de
Daisy le había prometido una sorpresa. Irían a merendar al campo.
Al día
siguiente empezaban las clases en su nueva escuela; una escuela grande, un
instituto. Tenía ya once años. La escuela anterior no había sido precisamente
un éxito. Bueno, al menos para ella. Era guapa, con un bonito pelo largo y
negro; inteligente, aunque no demasiado; no llevaba gafas ni aparatos en la
boca. Pero aquello no bastaba para adaptarse. Veía el mundo de un modo algo
diferente al de las demás niñas; nada que llamara la atención, solo una mínima
grieta en su carácter. Pero Ashlyanne Johnson y su grupito de gamberras no
habían tardado en descubrirlo. Le tiraban de las trenzas, le escupían en la
comida, se meaban en su mochila y le rompían la chaqueta.
Lo que más le
molestaba no era lo que hacían, sino cómo la hacían sentir a ella. Inútil, débil,
atemorizada, patética. Insignificante.
Su madre se
había enfadado mucho al enterarse. Daisy había guardado silencio durante mucho
tiempo, pero cuando empezó a mojar la cama había tenido que contarlo. Aunque
aquello únicamente demostraba lo patética que era: una niña ya mayor, con once
años, y mojando la cama. La madre fue a hablar con la directora del colegio y
la puso de vuelta y media. A partir de ahí, el personal del colegio hizo lo que
pudo, que fue más bien poco, y Daisy −con los dientes apretados y el pelo muy
corto− solo pensaba en que llegaran las vacaciones. Ella misma se había cortado
las trenzas con las tijeras de la cocina. Su madre se había echado a llorar al
verla, pero al acabar el verano tenía el pelo largo otra vez; no lo bastante
como para hacerse trenzas, pero sí para recogérselo en dos coletas. Y aquel día
estrenaba un par de gomas, de color verde fosforito con adornos de flores.
«Flores para mi flor», había dicho la madre. Cuando se miró en el espejo, notó
una sacudida en el estómago, como cuando se sale la cadena de una bici. ¿Y si
al día siguiente las nuevas compañeras de clase miraban la cara de la chica del
espejo y no les gustaba lo que veían?
Annie cerró la
cremallera de la nevera portátil, convencida de haber metido todo lo que a su
hija le gustaba llevar en una excursión: bocadillos de queso y piña (pan
integral con semillas), patatas fritas con sal y vinagre, dónuts de crema,
galletas japonesas de arroz y refrescos de jengibre. Todavía sentía en su
interior la necesidad de cierta violencia física, avivada más que apaciguada
por la reacción de la maripedorra de la directora del colegio, que apenas era
capaz de dominar una cesta de gatitos dormidos, y no digamos una escuela llena
de niñatas hartas de patatas fritas y educadas con toda clase de ventajas, casi
todas las cuales creían ya que el mundo les debía un piso de protección
oficial, un hijo y unas Nike a la última moda. Después de que el padre de Daisy
se largara, Annie se había partido la espalda trabajando para criar a Daisy como
madre soltera. Tenía dos empleos de media jornada y el piso en el que vivían
tal vez no estuviera en el mejor de los barrios, pero estaba limpio, era
acogedor y era suyo. Y Daisy era una buena chica. Pero ser buena era malo. En
el mundo escolar en el que Daisy tenía que sobrevivir no bastaba lo que le
había enseñado Annie: la honradez, los buenos modales, la amabilidad y el
esfuerzo se consideraban rarezas en el mejor de los casos, y en la bondadosa
Daisy se veían como debilidades; defectos por los que se la castigaba con
crueldad. Así pues, Annie tenía que enseñar a su hija una lección más.
Cuando
llegaron al parque, el sol ya estaba alto y calentaba, y por todas partes había
grupos de mujeres jóvenes con cochecitos de bebé, niños quejumbrosos, teléfonos
móviles y cajetillas de tabaco Benson & Hedges. Cogió a Daisy de la mano y
cruzaron el campo de juegos hacia la arboleda situada al fondo del parque. No
se limitaban a pasear: avanzaban con paso decidido en dirección a un lugar
concreto. Daisy no sabía adónde, pero se daba cuenta de que su madre sí lo
sabía. La arboleda era otro mundo: un lugar fresco, tranquilo y vacío, habitado
solo por pájaros y ardillas.
−Solía venir
aquí con tu padre.
Daisy miró a
su madre con ojos inocentes.
−¿Por qué?
La madre sonrió
con actitud evocadora. Dejó en el suelo la nevera portátil y miró el cielo.
−Veníamos aquí
−dijo.
Estaban al pie
de un grueso roble, doblado y torcido como un anciano atormentado por la
artritis. Daisy alzó la cabeza para mirar entre las ramas y vio retazos de azul
entre los resquicios del tembloroso dosel de hojas.
Veinte minutos
después estaba sentada en aquel dosel, contemplando desde lo alto la nevera.
Cuando su
madre le dijo que iban a trepar por el árbol, al principio pensó que estaba de
broma. Pero como no dijo nada más ni se rio, Daisy se refugió en el miedo.
−Yo no puedo
−dijo.
−¿No puedes o
no quieres?
A la niña se
le llenaron los ojos de lágrimas, pero la madre estaba decidida.
−No sabrás que
no puedes a menos que lo intentes.
El silencio y
la inmovilidad que siguieron le parecieron eternos. Al final habló la madre.
−En este
mundo, Daisy, somos poca cosa. No siempre ganamos y no siempre podemos ser
felices.
Pero hay algo
que podemos hacer siempre y es intentarlo. Siempre habrá la típica Mierdecitas
Johnson −dijo, y en el rostro de Daisy apareció una sonrisa involuntaria− y eso
no puedes cambiarlo. Pero puedes cambiar tu forma de reaccionar.
Daisy no
estaba convencida.
−¿Cómo?
−Subiendo al
árbol conmigo.
Fue lo más
arriesgado que había hecho Daisy en toda su vida. Pero antes de llegar a la
copa ocurrió algo extraño. El miedo se alejó de ella como un puñado de plumas
al viento. Al pie del árbol era pequeñita y el árbol, un gigante invencible. En
la copa, el árbol seguía siendo grande, pero ella, a pesar de su pequeño
tamaño, había trepado por él.
Fue el mejor
día de las vacaciones estivales. Cuando volvieron a casa por el campo de
juegos, el parque estaba casi vacío. Un hombre se disponía a pasar un
cortacésped por la hierba. A Daisy se le había soltado el pelo al subir al
árbol, se había quitado las gomas y las había guardado en un bolsillo, pero
cuando llegó a casa se fijó en que había perdido una. Dado el triunfo de
aquella tarde, no se preocupó mucho. Cuando se preparó para dormir aquella noche,
con el nuevo uniforme escolar colgado en la puerta del armario, se dio cuenta
de que la cara que veía en el espejo era distinta; contenta y emocionada. Ese
día, Daisy había aprendido a conquistar a un gigante y por la mañana iría a una
escuela grande.
Ruth Hogan, El Guardián de los Objetos Perdidos
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