En el sofá,
mamá sonreía, ilusionada, imaginándose la sensación que iba a causar vestida
para la boda con su estilismo sorpresa, y de nuevo tuve que disimular una
sonrisa, aunque bien podría haberme ahorrado el esfuerzo, porque mamá ve ya tan
poco que apenas aprecia los matices en las expresiones ajenas. «Empoderada»,
había dicho. Esa es una de las palabras que, en su léxico particular, exprime
desde hace unos meses a tutiplén y que tía Inés detesta sobre todas las cosas.
Esa y algunas más con que la abruma la actualidad —«transversal», «resiliencia»
y «zona de confort», por ejemplo—. Aunque «empoderada» supera con creces al
resto porque llegó por error y quien ayudó a corregirla con un éxito más o
menos discutible fue ni más ni menos que el doctor Armadillo, su nuevo
traumatólogo.
Lo que ocurrió
fue que hace unos meses mamá se cayó en la calle. No fue una buena caída. Como
apenas ve, tropezó con uno de los escalones de la plaza mientras paseaba a
Shirley y se fue de bruces al suelo, aterrizando sobre manos y rodillas. Al
cabo de un par de días, una rodilla seguía inflamada y el dolor no remitía, así
que decidimos asegurarnos y que la viera un especialista.
La consulta no
empezó con buen pie. En cuanto entramos, el médico, un tipo con cara de poco
interés por lo que tenía entre manos y cierta mirada de desidia, bromeó, con
más sorna que otra cosa, al ver aparecer a mamá escoltada por toda su prole.
Ella, ajena al tono del hombre, estuvo encantada con la observación y,
volviéndose hacia nosotros, que estábamos de pie a su espalda, nos presentó (…)
Diez minutos
más tarde, mientras esperábamos en silencio a que el doctor nos extendiera una
petición para hacerle una radiografía de la rodilla, mamá, que parecía haberse
quedado totalmente absorta en algo que ocurría al otro lado de la ventana, se
inclinó hacia delante y dijo:
—Doctor,
¿usted sabe lo que es el empotramiento?
El hombre, que
parecía estar también en sus cosas mientras esperaba a que la impresora diera
señales de vida, dejó de garabatear en su libreta de recetas y miró a mamá como
si no la hubiera oído bien.
—¿Cómo dice?
Mamá se
inclinó un poco más hacia delante.
—Lo del
empotramiento, ¿cómo es? —dijo. Luego, al ver que Emma y yo nos mirábamos con
cara de póquer, puso los ojos en blanco y se explicó—. Ya sabe. Lo de las
mujeres empotradas.
La explicación
no ayudó. Emma bajó la vista y yo intenté pensar en algo triste, pero no
terminé de conseguirlo y se me escapó una carcajada mal contenida que quise
transformar en suspiro y que terminó en tos. Silvia estaba lívida.
—La verdad, no
sé exactamente a qué... —empezó el doctor, rojo como un tomate.
Mamá captó que
ese principio de explicación no auguraba la respuesta a su duda y decidió
intervenir a tiempo.
—Es que, en la
radio, la señora de las mañanas siempre saca lo del empotramiento. Bueno, no es
solo ella. En las tertulias del chico enanito del canal 24 horas también lo
sacan mucho, sobre todo una mujer pelirroja y un poco gordita que habla así,
como raro. Que si hay que empotrar, que si el empotramiento... Mi amiga Inés,
que sabe mucho de sociología porque ha sido profesora de religión durante
cuarenta años, dice que todo es por las feministas, las chiquitas del Fetén. Ya
sabe: las de los pechitos al aire que odian a los curas y se rebozan en la tomatina...
pero el otro día, en mi curso de memoria, alguien comentó que es una... una
especie de moda que viene de Inglaterra.
El doctor
miraba a mamá sin pestañear. Al ver que ella guardaba silencio, abrió la boca
para decir algo, pero pareció pensarlo mejor y volvió a cerrarla. Mamá asintió
y volvió a lo suyo.
—Aunque quién
sabe, ¿no? —dijo, volviéndose hacia la ventana—. Bien pensado, tiene sentido.
Debe de ser por toda esa carne enlatada de potro que comen los ingleses, o sea,
como aquí los vegetarianos con el huevo pero con potros.
Ni el doctor
ni nosotros dijimos nada. Él, porque estaba tan atónito que ni siquiera
parpadeaba. Nosotros, porque sabíamos que cuando mamá se mete por esos
callejones hay que dejar que busque sola la salida.
Tardamos cinco
minutos más en descubrir que el «empotramiento» de mamá era en realidad el
«empoderamiento» que salpica las tertulias y programas que escucha a todas
horas en la radio, y otros cinco fueron los que tardó el doctor en explicarle
el significado de la palabra.
Cuando él por
fin terminó de hablar, mamá puso cara de satisfacción y resumió, encantada:
—Ah, ya lo
entiendo. «Empoderada» es como decir «mejor que bien», ¿no?
El doctor
asintió despacio con un gesto que fue de alivio y terminó de escribir la
receta. Mientras se imprimía la petición, mamá, que se había quedado muy
callada, inclinó un poco la cabeza a un lado y frunció el ceño antes de
preguntar:
—Pero,
entonces... ¿lo del empotramiento qué es?
Así fue como,
desde ese día, si ve algo que la sorprende para bien, mamá automáticamente lo
empodera o, en su defecto, lo empotra, según de dónde sople el viento, la
claridad mental disponible y según sea adjetivo, adverbio o tiempo verbal.
«Empoderado» —o «empotrado»— es «bueno». O mejor: es el resumen de todo lo bueno
que barrunta su imaginación. La concursante ucraniana que se ha aprendido la
Enciclopedia Británica de memoria y ha batido el récord de semanas participando
en el programa de cifras y letras que mamá ve todas las noches antes del
telediario está «muy empotrada». Una mandarina especialmente dulce, también.
Sin embargo, lo que antes la fascinaba, ahora «me empodera». Y no hay más. O
sí. Está también el resto, o lo que es lo mismo, lo «transversal».
«Transversal» es aquello que no sabe explicar y que la enturbia, esa muletilla
salvavidas de la que echa mano a menudo, unas veces con más acierto que otras.
Si no sabe cómo definir una situación, un encuentro, una noticia... si por
cualquier motivo se atasca en lo que quiere describir, sea lo que sea, allí aparecen
indefectiblemente sus empoderamientos, sus empotramientos y, especialmente, su
«transversal». En estas últimas semanas de más estrés por la boda de Emma,
utiliza esas palabras para casi todo, y les ha empezado a sumar otras
reinterpretaciones del lenguaje que en la mayoría de los casos nos hacen
gracia, pero que tanto Silvia como tía Inés están empezando a ver con cierta
preocupación. Tía Inés dice que la culpa de tanta expresión nueva la tiene
Marco, el coach colombiano que Silvia le ha puesto a mamá para «enderezarla un
poco y ayudarla a sacarle la rabia que —según ella— tiene enquistada contra
papá». Silvia, por su parte, está convencida de que el único culpable es el
transistor que mamá lleva colgando de la muñeca como una granada de mano y que
la acompaña encendido a todas partes junto con su adorada Shirley. Debates,
noticias, magacines... en casa de mamá se come, se cena, se habla y se duerme
la siesta con la radio. La radio es ruido, y mamá no sabe vivir sin él porque
desde que vive sola el silencio no la acompaña bien y le alarga demasiado los
días.
Alejandro Palomas, Un Amor
PREMIO NADAL DE NOVELA 2018
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