¡El Museo del Prado!
¡Dios mío! Yo tenía
pinares en los ojos y
alta mar todavía
con un dolor de
playas de amor en un costado,
cuando entré al cielo
abierto del Museo del Prado.
¡Oh asombro! ¡Quién
pensara que los viejos pintores
pintaron la Pintura
con tan claros colores;
que de la vida
hicieron una ventana abierta,
no una petrificada
naturaleza muerta,
y que Venus fue nácar
y jazmín trasparente,
no umbría, como yo
creyera ingenuamente!
Perdida de los pinos
y de la mar, mi mano
tropezaba los pinos y
la mar de Tiziano,
claridades corpóreas
jamás imaginadas,
por el pincel del
viento desnudas y pintadas.
¿Por qué a mi
adolescencia las antiguas figuras
le movieron el sueño
misteriosas y oscuras?
Yo no sabía entonces
que la vida tuviera
Tintoretto (verano),
Veronés (primavera),
ni que las rubias
Gracias de pecho enamorado
corrieran por las
salas del Museo del Prado.
Las sirenas de
Rubens, sus ninfas aldeanas
no eran las ruborosas
deidades gaditanas
que por mis mares
niños e infantiles florestas
nadaban virginales o
bailaban honestas.
Mis recatados ojos
agrestes y marinos
se hundieron en los
blancos cuerpos grecolatinos.
Y me bañé de Adonis y
Venus juntamente
y del líquido rostro
de Narciso en la fuente.
Y -¡oh relámpago
súbito!- sentí en la sangre mía
arder los litorales
de la mitología,
abriéndome en los
dioses que alumbró la Pintura
la Belleza su rosa,
su clavel la Hermosura.
¡Oh celestial gorjeo!
De rodillas, cautivo
del oro más piadoso y
añil más pensativo,
caminé las estancias,
los alados vergeles
del ángel que a Fra
Angélico cortaba los pinceles.
Y comprendí que el
alma de la forma era el sueño
de Mantegna, y la
gracia, Rafael, y el diseño,
y oí desde tan
métricas, armoniosas ventanas
mis andaluzas fuentes
de aguas italianas.
Transido de aquel
alba, de aquellas claridades,
triste «golfo de
sombra», violentas oquedades
rasgadas por un óseo
fulgor de calavera,
me ataron a los
ímprobos tormentos de Ribera.
La miseria, el
desgarro, la preñez, la fatiga,
el tracoma harapiento
de la España mendiga,
el pincel como
escoba, la luz como cuchillo
me azucaró la grácil
abeja de Murillo.
De su célica,
rústica, hacendosa, cromada
paleta golondrina
María Inmaculada,
penetré al castigado
fantasmal verdiseco
de la muerte y la
vida subterránea del Greco.
Dejaba lo espantoso
español más sombrío
por mis ojos la idea
lancinante de un río
que clavara nocturno
su espada corredora
contra el pecho
elevado, naciente de la aurora.
Las cortinas del
alba, los pliegues del celaje
colgaban sus
clarísimos duros blancos al traje
del llanamente monje
que Zurbarán humana
con el mismo fervor
que el pan y la manzana.
¡Oh justo azul, oh
nieve severa en lejanía,
trasparentada lumbre,
de tan ardiente, fría!
La mano se hace
brisa, aura sujeta el lino,
céfiro los colores y
el pincel aire fino;
aura, céfiro, brisa,
aire, y toda la sala
de Velázquez, pintura
pintada por un ala.
¡Oh asombro! ¡Quién
creyera que hasta los españoles
pintaron en la sombra
tan claros arreboles;
que de su más
siniestra charca luciferina
Goya sacara a chorros
la luz más cristalina!
Mis oscuros demonios,
mi color del infierno
me los llevó el
diablo ratoneril y tierno
del Bosco, con su
químico fogón de tentaciones
de aladas lavativas y
airados escobones.
Por los senderos
corren refranes campesinos.
Patinir azulea su
albor sobre los pinos.
Y mientras que la
muerte guadaña a la jineta,
Brueghel rige en las
nubes su funeral trompeta.
El aroma a barnices,
a madera encerada,
a ramo de resina
fresca recién llorada;
el candor cotidiano
de tender los colores
y copiar la paleta de
los viejos pintores;
la ilusión de soñarme
siquiera un olvidado
Alberti en los
rincones del Museo del Prado;
la sorprendente,
agónica, desvelada alegría
de buscar la Pintura
y hallar la Poesía,
con la pena enterrada
de enterrar el dolor
de nacer un poeta por
morirse un pintor,
hoy distantes me
llevan, y en verso remordido,
a decirte, ¡oh
Pintura!, mi amor interrumpido.
Rafael Alberti, A la Pintura
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