A principios
de los ochenta, en plena transición democrática, un amigo mío me pidió que
escribiera, en exclusiva para su mujer, unos cuentos que la divirtieran y la
animaran pues andaba algo alicaída y bastante inapetente. Como por entonces se
iniciaba lo que se vino a llamar el destape, me instó a que el elemento común
de la colección fuera moderadamente erótico. Sólo así su casta esposa, que muy
pudorosa apartaba la vista de los primeros desnudos que ciertas revistas
empezaban a difundir, sería capaz de leerlos. Quién sabe si a partir de esa
lectura no se interesaría por un género que él consideraba de gran utilidad…
Como mi amigo
era un tipo estupendo, al que conocía desde la infancia, acepté con la
convicción de que lo que pretendía en realidad era encontrar ayuda para mejorar
sus relaciones cameras y para ello confiaba en mis cuentos. Que alguien creyera
en las terapias sexuales derivadas de la literatura me parecía de buen augurio,
pero aun así le puse una condición: trataría de satisfacer su petición con
humor previniéndole de que tal vez no todos pecarían de eróticos, algunos
simplemente intentarían ser divertidos.
—Mejor que
mejor —me dijo—, si tú te ríes mientras escribes es posible que mi mujer se ría
mientras lea y a lo mejor hasta le va tomando gusto… Por cierto, aún no hemos
hablado del precio. ¿Cuánto quieres cobrar? ¿Cuánto cobras por un libro?
Me sentí
incapaz de contestar la verdad porque sabía que mi prestigio mermaría mucho
ante sus ojos si le confesaba lo mal pagados que estaban los cuentos, así que
fui ambigua:
—Depende… A ti
te haré un precio especial.
—Muchas
gracias, pero no voy a aceptarlo. Los negocios me van muy bien, ya lo sabes, de
manera que no necesito descuentos especiales. Te pagaré a precio de artista,
quiero decir como si fueras un pintor y cada cuento una obra única… Además, así
que pasen veinte años podrás publicarlos… Veinte años no es…
—Nada —acabé
yo la frase del tango.
Mi amigo me
anticipó una cantidad espléndida a cambio de que me pusiera enseguida a
escribir. Pensé en recluirme en algún lugar propicio y di con Lluc-Alcari, una
aldea próxima a Deià, en la costa norte de Mallorca, donde había un pequeño
hotel familiar. Tuve la suerte de encontrar una habitación con vistas al mar y
una mesa suficientemente grande para poder escribir con comodidad.
Tal vez, sin
saberlo, llegué a Lluc-Alcari siguiendo los pasos de Anaïs Nin, o guiada por
el espíritu de George Sand, que, a menudo —dicen—, vuelve a instalarse en «la
verde Helvecia, bajo el cielo de Calabria y el embrujo de Oriente», aunque no
pare de despotricar contra los mallorquines, y a ambas les pedí protección.
Empecé a trabajar
y como escribía a mano —por entonces no había ordenadores portátiles y hacerlo
a máquina me parecía de lo más antierótico—, los folios iban llenando la
papelera, invadían el suelo, amenazaban con convertir mi habitación en el
almacén de un trapero… Nada de lo que escribía me gustaba. Intenté buscar
inspiración fuera del cuarto. Paseé por el jardín repleto de buganvillas
moradas, en nada comparable al jardín de las delicias. Observé a los clientes
del hotel, apenas una treintena. Ninguno me parecía capaz de estimular mi
imaginación.
Con la
creencia tópica de que el erotismo más rebuscado tiene un punto de caduco,
intenté dar con algún aristócrata. Alguien me había dicho que el hotel era
frecuentado por la jet set europea, princesas auténticas y duques de verdad,
claro que arruinados y de incógnito. Pero por más que escudriñé no pude dar con
ellos. El único representante de la vieja casta era un vizconde francés, de
aspecto deteriorado, reumático y triste.
Me paseé por
el bosque al atardecer, que es la hora predilecta de los faunos, pero ninguno
me persiguió siquiera medio minuto. Sólo me encontré, triscando entre
roquedales, a un famoso sabio botánico acompañado por su discípulo.
A la orilla
del mar, en la playa nudista, las cosas apenas mejoraron. Nadie me llamaba la
atención por su belleza anatómica, salvo un empleado del hotel, de ancha
espalda morena y brazos de atleta, que se paseaba pavoneándose, orgulloso de
los dones que, en efecto, la naturaleza le había otorgado.
Fue entonces
cuando decidí modificar mi punto de vista, consciente de la inutilidad de la
búsqueda: la desnudez, a menudo barriguda o con michelines, resultaba
antierótica; los arrumacos de algunas parejas, convencionales, e incluso los
furtivos abrazos de unos gays, a quienes sorprendí en la glorieta, apropiados
para un anuncio de boxeo.
Como si ya
nada del comportamiento sexual me interesara, procuré observar a la gente
olvidándome de que estaba entre ellos para convertirles en protagonistas de
unos cuentos eróticos. Traté de fijarme en aspectos que antes no me hubieran
llamado la atención en absoluto. Un pie apoyado de modo indolente sobre el
césped junto a la piscina, la mano que retira con gesto gracioso un mechón de
cabello, la curva de un hombro contemplado en escorzo.
Una pregunta
cruzó por mi cabeza inmediatamente: ¿cómo hacían el amor las personas que
formaban parte de aquel pie, de aquella mano o de aquel hombro? Naturalmente,
no se trataba de iniciar una encuesta, ni de, violando su intimidad, espiarlos
por el ojo de la cerradura, menos aún de intentar mantener con ellos relaciones
sexuales. Se trataba de un problema de imaginación. Eso era todo. Y empecé por
ahí. El resultado son estos cuentos. O casi todos…
En honor a la
verdad, debo puntualizar que un atardecer confesé al recepcionista del hotel el
motivo por el que me paseaba con un bloc de notas bajo el brazo y mi
confidencia le llevó a contarme algo que me limitaré a transcribir. En
consecuencia, una de las narraciones incluidas coincide con la realidad. Dos
más nunca hubieran visto la luz de no contar con el poderosísimo estímulo de B.
V., que, al percatarse de mis propósitos literarios, abandonó el material
bélico con el que intentaba hacerme entrar en combate, para poner a mi
disposición unos oídos confidentes y unos labios casi clericales.
Una mañana se
me acercó muy misterioso y me dio un folleto. Consistía en una delgada separata
del Modern Languages Journal of Baltimore University, de título sugerente y muy
apropiado para mis planes puesto que incluía la palabra «eróticos». Lo leí de
inmediato. Sin embargo se trataba de un pésimo artículo, algo así como una
especie de comentario de texto, un tanto pornográfico, de unos poemas de una
poeta, poetisa o poetriz de Uruguay, que, si me interesó, fue por los interrogantes
que el artículo, firmado por otra mujer, dejaba abiertos. B. V. me informó de
que, en efecto, Victoria Rossetta, al parecer reconocida escritora, se había
suicidado en la piscina del hotel el verano del 68 y que antes había mantenido
relaciones con un joven de dieciocho años, camarero de profesión y pariente,
para más señas, del musculitos que yo había encontrado en la playa. Su muerte
había atraído, durante una época, al hotel de Lluc-Alcari a admiradores y
estudiosos de su obra, entre los que se encontraba Barbara Huntington, la
autora del trabajo.
Según B. V.,
lo que verdaderamente deseaba la erudita señora Huntington era conocer al joven
amante de Victoria Rossetta para comprobar —no tenía otra intención— si los
textos en los que la escritora se refería a los portentosos atributos y
capacidades eróticas del muchacho se basaban en la realidad o eran pura
fantasía.
Parece,
siempre según B. V., que la constatación fue tan evidente y perturbadora que la
ilustre americanista propuso al prodigioso camarero que se fuera con ella a
Estados Unidos. Si él no aceptaba, sólo le quedaba una solución: el suicidio.
Lo tenía meticulosamente planeado. Para que no pudiera decirse que imitaba a Virginia
Woolf o a Alfonsina Storni, no buscaría sepultura en el mar y menos aún
nicho en la piscina como la Rossetta, sino que moriría igual que las langostas
en la cocina del hotel, metiendo la cabeza en una olla de agua hirviendo. Pero
no fue necesario un final tan grotesco. El camarero, seducido por la pujanza
del dólar, entonces en alza, más que por los maduros encantos de la señorita
Huntington, se marchó con ella a Baltimore.
Una noche de
finales de agosto invité a cenar a B. V. para que pudiera contarme con calma
algo que, a su juicio, habría de interesarme. Mientras saboreábamos en Ca Es
Patró Marc, en la cala de Deià, un estupendo mero a la mallorquina, B. V. se
refirió a su vida sentimental. Estaba muy ilusionado con un nuevo ligue: una
jovencita de apenas catorce años que se hospedaba en el hotel con su madre y su
hermana. Habían quedado para ir a bailar el próximo sábado.
—Tenemos un
secreto compartido —me advirtió—. Soy su cómplice… ¡Creo que he topado con un
material de primera! Me gustan las adolescentes un poco lolitas… No puedo evitarlo.
B. V. no
dejaba de hablar. En el fondo disfrutaba como una vaca rumiando un manojo de
jugosa alfalfa. Como pasa con muchos hombres, sus experiencias eróticas sólo
adquirían pleno sentido al contárselas a los demás. Y B. V., igual que la
mayoría, exageraba de manera escandalosa. Si todo lo que llegó a confiarme
hubiera sido cierto, dudo mucho de que se atreviera siquiera a mencionarlo sin
temor a que más de un padre o marido le despellejara.
A los postres,
decidí hablarle de los cuentos que ya tenía escritos. Quería que me diera su
opinión. En el fondo, los protagonizaban personajes que ambos conocíamos,
aunque él no supiera que uno de ellos había sido Juan antes de convertirse en
Juanita y yo sí. Y que otro, una anciana viuda dicharachera, se manifestara
contraria al amor en compañía y defendiera su tesis con argumentos de peso en
cuanto trababa conversación con cualquiera.
Seguimos
refiriéndonos a los clientes del hotel después de cenar, mientras tomábamos
copas en Deià. B. V. se mostró de acuerdo con mi versión sobre la educación
sentimental recibida por el vizconde de Boumond-Foullat, un huésped reincidente
desde hacía diez años, pero no creyó que la periodista Lidia Márquez hubiera
podido tener una vida sentimental tan agitada y se tomó a chirigota las
sorpresas que, según ella me había contado, los hoteles de la competencia eran
capaces de inventar. Le pareció correcta, e incluso divertida, mi
interpretación de los amores de Mister Flower, pero no estuvo nada conforme con
el carácter pusilánime que yo atribuía a Àngels Ruscadell, la profesora de
historia de la Universidad de Barcelona que trabajaba sobre la Inquisición.
—Te juro que
en la cama es un diez…
—¿Cómo lo
sabes?
—¡Hemos
dormido juntos!
—Sí, claro, en
el mismo hotel…
B. V.
disimuló. Por un momento pensé que el pobre, como muchos de los que presumen,
no se comía un rosco… y opté, aquella noche, por hacerle un favor. En el fondo
me había ayudado muchísimo. Gracias a él, además, pude localizar a Helmut, la
experiencia erótica más insólita de mi vida, con la que se inician estos
cuentos que, uno por uno, fueron enviados a la mujer de mi amigo. Sin embargo
nunca supe si le sirvieron de algo y tampoco me pareció correcto preguntárselo
a él. Me consta sólo que al finalizar aquel verano ella le abandonó fugándose
con el profesor de bridge, con quien, al parecer, mantenía desde hacía tiempo
una apasionada relación.
Carmen Riera, El Hotel de los
Cuentos
PREMIO NACIONAL DE LAS LETRAS 2015