Todo estaba
dispuesto a mitad de la tarde y la gente no había fallado a la cita. Las gradas
estaban a rebosar para disfrutar de la representación, que anunciaba amores y
desdichas, señores castellanos y decadentes emires nazaríes, y para gozo de los
granadinos el personaje principal era un moro, que terminaba convirtiéndose al
catolicismo, pero moro al fin y al cabo.
—Creo que por
eso han dejado que la representemos, porque al final, además del amor, vence la
cruz. —Lope daba las últimas órdenes—. ¡Atentos todos, y que haya suerte!
Gaspar, desde
su silla en la galería, contaba mentalmente a los asistentes y se frotaba las
manos con la entrada. No había habido incidentes, pero no podían descartarse;
parte del público había entrado con nabos y zanahorias, repollos y también
tomates. El apretador metía a toda prisa la gente en los bancos, achuchándolos.
El mantenedor del orden, agitanado, estaba cerca de la puerta, dejando ver sin
disimulo su recio garrote de limonero a los posibles alborotadores. Sonaron
chirimías, el público se aquietó. El aire agitaba levemente el toldo y las
llamas de los pebeteros, intercalando su sonido sibilante con el de la caída
del chorrillo del agua de la fuente. Lope Félix de Vega Carpio subió al
escenario vestido con un elegante gabán verde de gorgorán, ceñido con alamares
y sobre él un capote de dos haldones con filo de terciopelo, espada lustrada en
el cinto, borceguíes altos de calzado y montera ladeada en la cabeza, y todos
callaron.
—En esta noche
perlada que ya se cuaja de estrellas, traigo mi recuerdo de doña Ana de Piña, a
quien oyéndola recitar en su jardín con tanta soltura y gracia unos versos tuve
la certeza de que los años no traen la sabiduría a tantos que se dan de sabios,
que ella, en su poca edad, ya lo parecía más que esos que esputan latines y
griego más que para convencer, para hacer daño. Y por lo que me gustó le
prometí que le dedicaría una comedia singular y que sería famosa. Singular,
porque todos la aplaudirían salvo los envidiosos; y famosa, porque la llevaría
a Granada, que aquí la disfrutarían más que bien. Señores y damas, os traigo la
comedia en tres actos donde un moro toma la escena como primer actor, un noble
de la corte de la Alhambra, un caballero sin igual. Os dejo con El hidalgo
Bencerraje. ¡Y que haya suerte!
Gaspar hizo
una señal. Entre el público estaba la compañía de Baltasar, que aplaudieron e
hicieron vítores para calentar el ambiente, y los aplausos expectantes
crecieron. Era un buen comienzo.
El público se
enardeció ya en el primer acto cuando, en tiempo de los Reyes Católicos, sobre
la escena, don Juan de Mendoza, sobrino del marqués de Santillana, robaba de
palacio a una dama, doña Elvira de Vivero, y marchaba a refugiarse en Granada
con ella disfrazada de paje. El rey moro Mahomad llegaba a descubrir que era
mujer y se enamoraba de ella.
Blas Malo, Lope. La Furia del Fénix
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