lunes, 23 de julio de 2018

EL HOTEL DE LOS CUENTOS



A principios de los ochenta, en plena transición democrática, un amigo mío me pidió que escribiera, en exclusiva para su mujer, unos cuentos que la divirtieran y la animaran pues andaba algo alicaída y bastante inapetente. Como por entonces se iniciaba lo que se vino a llamar el destape, me instó a que el elemento común de la colección fuera moderadamente erótico. Sólo así su casta esposa, que muy pudorosa apartaba la vista de los primeros desnudos que ciertas revistas empezaban a difundir, sería capaz de leerlos. Quién sabe si a partir de esa lectura no se interesaría por un género que él consideraba de gran utilidad…
Como mi amigo era un tipo estupendo, al que conocía desde la infancia, acepté con la convicción de que lo que pretendía en realidad era encontrar ayuda para mejorar sus relaciones cameras y para ello confiaba en mis cuentos. Que alguien creyera en las terapias sexuales derivadas de la literatura me parecía de buen augurio, pero aun así le puse una condición: trataría de satisfacer su petición con humor previniéndole de que tal vez no todos pecarían de eróticos, algunos simplemente intentarían ser divertidos.
—Mejor que mejor —me dijo—, si tú te ríes mientras escribes es posible que mi mujer se ría mientras lea y a lo mejor hasta le va tomando gusto… Por cierto, aún no hemos hablado del precio. ¿Cuánto quieres cobrar? ¿Cuánto cobras por un libro?
Me sentí incapaz de contestar la verdad porque sabía que mi prestigio mermaría mucho ante sus ojos si le confesaba lo mal pagados que estaban los cuentos, así que fui ambigua:
—Depende… A ti te haré un precio especial.
—Muchas gracias, pero no voy a aceptarlo. Los negocios me van muy bien, ya lo sabes, de manera que no necesito descuentos especiales. Te pagaré a precio de artista, quiero decir como si fueras un pintor y cada cuento una obra única… Además, así que pasen veinte años podrás publicarlos… Veinte años no es…
—Nada —acabé yo la frase del tango.
Mi amigo me anticipó una cantidad espléndida a cambio de que me pusiera enseguida a escribir. Pensé en recluirme en algún lugar propicio y di con Lluc-Alcari, una aldea próxima a Deià, en la costa norte de Mallorca, donde había un pequeño hotel familiar. Tuve la suerte de encontrar una habitación con vistas al mar y una mesa suficientemente grande para poder escribir con comodidad.
Tal vez, sin saberlo, llegué a Lluc-Alcari siguiendo los pasos de Anaïs Nin, o guiada por el espíritu de George Sand, que, a menudo —dicen—, vuelve a instalarse en «la verde Helvecia, bajo el cielo de Calabria y el embrujo de Oriente», aunque no pare de despotricar contra los mallorquines, y a ambas les pedí protección.
Empecé a trabajar y como escribía a mano —por entonces no había ordenadores portátiles y hacerlo a máquina me parecía de lo más antierótico—, los folios iban llenando la papelera, invadían el suelo, amenazaban con convertir mi habitación en el almacén de un trapero… Nada de lo que escribía me gustaba. Intenté buscar inspiración fuera del cuarto. Paseé por el jardín repleto de buganvillas moradas, en nada comparable al jardín de las delicias. Observé a los clientes del hotel, apenas una treintena. Ninguno me parecía capaz de estimular mi imaginación.
Con la creencia tópica de que el erotismo más rebuscado tiene un punto de caduco, intenté dar con algún aristócrata. Alguien me había dicho que el hotel era frecuentado por la jet set europea, princesas auténticas y duques de verdad, claro que arruinados y de incógnito. Pero por más que escudriñé no pude dar con ellos. El único representante de la vieja casta era un vizconde francés, de aspecto deteriorado, reumático y triste.
Me paseé por el bosque al atardecer, que es la hora predilecta de los faunos, pero ninguno me persiguió siquiera medio minuto. Sólo me encontré, triscando entre roquedales, a un famoso sabio botánico acompañado por su discípulo.
A la orilla del mar, en la playa nudista, las cosas apenas mejoraron. Nadie me llamaba la atención por su belleza anatómica, salvo un empleado del hotel, de ancha espalda morena y brazos de atleta, que se paseaba pavoneándose, orgulloso de los dones que, en efecto, la naturaleza le había otorgado.
Fue entonces cuando decidí modificar mi punto de vista, consciente de la inutilidad de la búsqueda: la desnudez, a menudo barriguda o con michelines, resultaba antierótica; los arrumacos de algunas parejas, convencionales, e incluso los furtivos abrazos de unos gays, a quienes sorprendí en la glorieta, apropiados para un anuncio de boxeo.
Como si ya nada del comportamiento sexual me interesara, procuré observar a la gente olvidándome de que estaba entre ellos para convertirles en protagonistas de unos cuentos eróticos. Traté de fijarme en aspectos que antes no me hubieran llamado la atención en absoluto. Un pie apoyado de modo indolente sobre el césped junto a la piscina, la mano que retira con gesto gracioso un mechón de cabello, la curva de un hombro contemplado en escorzo.
Una pregunta cruzó por mi cabeza inmediatamente: ¿cómo hacían el amor las personas que formaban parte de aquel pie, de aquella mano o de aquel hombro? Naturalmente, no se trataba de iniciar una encuesta, ni de, violando su intimidad, espiarlos por el ojo de la cerradura, menos aún de intentar mantener con ellos relaciones sexuales. Se trataba de un problema de imaginación. Eso era todo. Y empecé por ahí. El resultado son estos cuentos. O casi todos…
En honor a la verdad, debo puntualizar que un atardecer confesé al recepcionista del hotel el motivo por el que me paseaba con un bloc de notas bajo el brazo y mi confidencia le llevó a contarme algo que me limitaré a transcribir. En consecuencia, una de las narraciones incluidas coincide con la realidad. Dos más nunca hubieran visto la luz de no contar con el poderosísimo estímulo de B. V., que, al percatarse de mis propósitos literarios, abandonó el material bélico con el que intentaba hacerme entrar en combate, para poner a mi disposición unos oídos confidentes y unos labios casi clericales.
Una mañana se me acercó muy misterioso y me dio un folleto. Consistía en una delgada separata del Modern Languages Journal of Baltimore University, de título sugerente y muy apropiado para mis planes puesto que incluía la palabra «eróticos». Lo leí de inmediato. Sin embargo se trataba de un pésimo artículo, algo así como una especie de comentario de texto, un tanto pornográfico, de unos poemas de una poeta, poetisa o poetriz de Uruguay, que, si me interesó, fue por los interrogantes que el artículo, firmado por otra mujer, dejaba abiertos. B. V. me informó de que, en efecto, Victoria Rossetta, al parecer reconocida escritora, se había suicidado en la piscina del hotel el verano del 68 y que antes había mantenido relaciones con un joven de dieciocho años, camarero de profesión y pariente, para más señas, del musculitos que yo había encontrado en la playa. Su muerte había atraído, durante una época, al hotel de Lluc-Alcari a admiradores y estudiosos de su obra, entre los que se encontraba Barbara Huntington, la autora del trabajo.
Según B. V., lo que verdaderamente deseaba la erudita señora Huntington era conocer al joven amante de Victoria Rossetta para comprobar —no tenía otra intención— si los textos en los que la escritora se refería a los portentosos atributos y capacidades eróticas del muchacho se basaban en la realidad o eran pura fantasía.
Parece, siempre según B. V., que la constatación fue tan evidente y perturbadora que la ilustre americanista propuso al prodigioso camarero que se fuera con ella a Estados Unidos. Si él no aceptaba, sólo le quedaba una solución: el suicidio. Lo tenía meticulosamente planeado. Para que no pudiera decirse que imitaba a Virginia Woolf o a Alfonsina Storni, no buscaría sepultura en el mar y menos aún nicho en la piscina como la Rossetta, sino que moriría igual que las langostas en la cocina del hotel, metiendo la cabeza en una olla de agua hirviendo. Pero no fue necesario un final tan grotesco. El camarero, seducido por la pujanza del dólar, entonces en alza, más que por los maduros encantos de la señorita Huntington, se marchó con ella a Baltimore.
Una noche de finales de agosto invité a cenar a B. V. para que pudiera contarme con calma algo que, a su juicio, habría de interesarme. Mientras saboreábamos en Ca Es Patró Marc, en la cala de Deià, un estupendo mero a la mallorquina, B. V. se refirió a su vida sentimental. Estaba muy ilusionado con un nuevo ligue: una jovencita de apenas catorce años que se hospedaba en el hotel con su madre y su hermana. Habían quedado para ir a bailar el próximo sábado.
—Tenemos un secreto compartido —me advirtió—. Soy su cómplice… ¡Creo que he topado con un material de primera! Me gustan las adolescentes un poco lolitas… No puedo evitarlo.
B. V. no dejaba de hablar. En el fondo disfrutaba como una vaca rumiando un manojo de jugosa alfalfa. Como pasa con muchos hombres, sus experiencias eróticas sólo adquirían pleno sentido al contárselas a los demás. Y B. V., igual que la mayoría, exageraba de manera escandalosa. Si todo lo que llegó a confiarme hubiera sido cierto, dudo mucho de que se atreviera siquiera a mencionarlo sin temor a que más de un padre o marido le despellejara.
A los postres, decidí hablarle de los cuentos que ya tenía escritos. Quería que me diera su opinión. En el fondo, los protagonizaban personajes que ambos conocíamos, aunque él no supiera que uno de ellos había sido Juan antes de convertirse en Juanita y yo sí. Y que otro, una anciana viuda dicharachera, se manifestara contraria al amor en compañía y defendiera su tesis con argumentos de peso en cuanto trababa conversación con cualquiera.
Seguimos refiriéndonos a los clientes del hotel después de cenar, mientras tomábamos copas en Deià. B. V. se mostró de acuerdo con mi versión sobre la educación sentimental recibida por el vizconde de Boumond-Foullat, un huésped reincidente desde hacía diez años, pero no creyó que la periodista Lidia Márquez hubiera podido tener una vida sentimental tan agitada y se tomó a chirigota las sorpresas que, según ella me había contado, los hoteles de la competencia eran capaces de inventar. Le pareció correcta, e incluso divertida, mi interpretación de los amores de Mister Flower, pero no estuvo nada conforme con el carácter pusilánime que yo atribuía a Àngels Ruscadell, la profesora de historia de la Universidad de Barcelona que trabajaba sobre la Inquisición.
—Te juro que en la cama es un diez…
—¿Cómo lo sabes?
—¡Hemos dormido juntos!
—Sí, claro, en el mismo hotel…
B. V. disimuló. Por un momento pensé que el pobre, como muchos de los que presumen, no se comía un rosco… y opté, aquella noche, por hacerle un favor. En el fondo me había ayudado muchísimo. Gracias a él, además, pude localizar a Helmut, la experiencia erótica más insólita de mi vida, con la que se inician estos cuentos que, uno por uno, fueron enviados a la mujer de mi amigo. Sin embargo nunca supe si le sirvieron de algo y tampoco me pareció correcto preguntárselo a él. Me consta sólo que al finalizar aquel verano ella le abandonó fugándose con el profesor de bridge, con quien, al parecer, mantenía desde hacía tiempo una apasionada relación.

Carmen Riera, El Hotel de los Cuentos

PREMIO NACIONAL DE LAS LETRAS 2015

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