En los últimos
minutos había clareado bastante. Raffaele miró al cielo nocturno, que se cernía
sobre ellos como una anguila entre las estrechas calles. Las estrellas
palidecían, la oscuridad del cielo se aclaraba.
–¡Vamos a la
plaza de San Marcos a ver salir el sol! –dijo Sofía en un tono que no admitía
réplica.
–La piazza
está al otro lado de la ciudad –gimió Raffaele–. Tardaremos una eternidad en
llegar.
Se sentía
cansado y estaba deshecho tras dormir sobre el duro suelo.
–¡Pero merece
la pena! Cuando los primeros rayos de sol caen sobre el león de San Marcos y el
sol de la mañana hace resplandecer su melena, se puede oír su profundo rugido.
La estatua del
león de San Marcos, el símbolo de la ciudad, se encontraba sobre una enorme
columna de granito que daba al Gran Canal, el más grande de Venecia. Raffaele
adoraba aquel león alado. El animal dominaba tan majestuoso y noble la ciudad,
que el chico tenía la sensación de que parte de esa fuerza pasaba a él cuando
estaba el tiempo suficiente a sus pies.
–¿En serio?
¿Se oye su rugido? –preguntó, entusiasmado. Al momento se arrepintió de su
reacción. ¡Cómo iba a ser verdadera la historia de Sofía! No obstante, nunca
había visto un león de verdad, y la idea de oír el rugido le daba
escalofríos...
Raffaele se
levantó. A pesar del frío, se quitó la chaqueta con el símbolo que le
identificaba como judío y se la colocó bajo el brazo.
–Pues venga,
¡vamos a la piazza!
Corrían
silenciosamente por las callejuelas, se escondían en portales y se asomaban en
cada esquina antes de aventurarse a cruzar un espacio abierto. A Raffaele, la
ciudad le recordaba a veces a la cara de una anciana, recubierta de arrugas
aquí y allá. De la misma forma se bifurcaban las callejas y los callejones por
Venecia. La mayoría de los viajeros se perdían en aquel caos de calles, y por
la noche se solía oír el salpicar del agua y las maldiciones de la gente que se
caía por girar en la esquina equivocada.
–No se ve a
ningún guardia sobre el puente de Rialto –le susurró Sofía por encima del
hombro.
Avanzó
agachada, la cara enrojecida por los nervios. Para ella, aquello era como un
juego, pero para Raffaele iba muy en serio. Sus ojos captaban el más mínimo
movimiento, aunque se tratase de una simple rata en los canales. Sentía una
presión desagradable en la tripa que le recordaba lo peligroso de su propósito.
¡Hubiera sido más inteligente esperar a la luz del día en su escondite!
Sin querer, se
acordó de su padre. Le había prohibido encontrarse con la niña traviesa y
contestataria del orfanato. Pero Sofía desbordaba de ideas y locas ocurrencias,
y Raffaele disfrutaba hasta el último segundo que pasaba con ella. Con su pelo
despeinado, la piel morena y los ojos verdes brillantes, era muy distinta de
las demás niñas que conocía. Pero a lo mejor tenía razón su padre cuando decía
que no le traería más que desgracias.
Se colaron por
un pequeño pasaje a un espacio abierto. La brisa marina acariciaba la cara de
Raffaele. Frente a ellos se extendía la plaza de San Marcos. Como siempre, la
vista lo dejó paralizado un momento. A la tenue luz del amanecer, reconocía la
sombra del campanile, el campanario de más de doscientos metros de altura, las
cúpulas de la basílica, el palacio del Dux justo detrás y los mástiles de los
numerosos buques mercantes anclados en el puerto del Gran Canal. Lo que más le
llamaba la atención, tras haber caminado entre las altas y apiñadas casas del
casco antiguo, era la magnitud de la plaza, perceptible incluso ahora, en la
semioscuridad. Raffaele se detuvo, encantado. Nunca antes había visto la plaza
de San Marcos a esa hora. El cielo, todavía azul oscuro, se extendía como una
cúpula divina sobre la piazza, y las estrellas de la noche se despedían de este
lugar tan bello con un último centelleo. Al aspirar el aire impregnado del olor
a sal y algas, se vio invadido por una sensación de absoluta libertad.
Esa sensación
se desvaneció en cuanto Sofía le condujo apresuradamente a la sede
administrativa de los procuradores, y se acordó de que debía ser precavido. El
majestuoso edificio, denominado Procuratie Vecchie, poseía una larga galería de
columnas en la que encontraron refugio.
Se escondieron
detrás de una de ellas y se asomaron discretamente hacia el centro de la plaza.
A pesar de lo temprano que era, ya había algunos comerciantes montando sus
puestos para vender frutas, verduras, pescado y pollo, especias y frutas
confitadas. La mayoría de ellos se habían juntado en el centro de la plaza y
mantenían una acalorada discusión con dos guardias.
Janine Wilk, La Maldición
Veneciana
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