Camina durante
algo más de media hora. Llega hasta Alexanderplatz y pronto entra en la parte
más monumental de la ciudad. Pasa por delante de la mole neobarroca de la
catedral, con sus cúpulas azul verdoso, y atraviesa la Isla de los Museos
pasando por la resplandeciente pradera del Lustgarden. Observa a los grupos de
adolescentes y turistas sentados en el bordillo de la gran fuente central,
disfrutando de este sol que aquí es un lujo escaso.
Entra en una
pastelería, se sienta en una de las mesitas que hay junto al mostrador y pide
una porción de tarta Selva Negra. A su abuela le gustaba mucho la que
preparaban en el café Embassy de la Castellana y solía comprarla por su
cumpleaños. Hasta hace poco, habría aprovechado este momento para consultar el
mail del despacho de abogados o devolver alguna llamada aunque estuviera de
vacaciones, pero desde que dejó el trabajo toda esa parte de su vida, que antes
parecía tan urgente, se ha esfumado sin más, como una prueba de su propia
estupidez.
Sigue paseando
y pronto se da cuenta de que ha llegado a Unter den Linden. Hay calles que son
mucho más que una línea en el trazado urbano de una ciudad. Como en los Campos
Elíseos de París o la Gran Vía de Madrid, en este amplio bulevar se respiran el
carácter y la historia de Berlín. Su nombre significa textualmente «bajo los
tilos». Es fácil imaginar este lugar durante los sofisticados años veinte,
cuando se solía bromear diciendo que la mayor preocupación de los berlineses
era encontrar tiempo para tantos placeres: la efervescencia de los cafés, el
sonido de las risas y la música, el ambiente canalla y hedonista de los
cabarés… Y es imposible no recordar las épocas más oscuras que vinieron poco
después, cuando la calle, llena de enormes banderolas rojas con esvásticas y
columnas coronadas con águilas, se convirtió en un gran escaparate de la
simbología nazi.
Alicia estuvo
en Berlín hace quince años con su amiga María y otras chicas de la facultad, y
se sorprende de ser aún capaz de orientarse por los barrios más céntricos.
Aquel fue un viaje divertido. Hubo un par de noches locas en esos clubes de
música electrónica que, al menos entonces, no eran iguales en ningún otro sitio
del mundo. Recuerda haber bailado hasta el amanecer en la cámara acorazada de
un banco que había estado abandonado durante décadas, situado en la antigua
zona cero cercana al muro. Qué distinto es todo ahora, cuánta distancia hay
entre aquella sencilla búsqueda de diversión y el enorme lío que hoy tiene en
la cabeza.
Avanza unos
minutos más por la gran avenida y por fin se detiene en el lugar exacto donde
fue tomada la fotografía de la familia Hoffmann en 1936. Su idea desde que ha
salido de casa era llegar precisamente hasta aquí. De algún modo, este es el
comienzo natural de sus extrañas vacaciones, de estos días solitarios que solo
son una manera igual de mala que cualquier otra de superar su duelo.
Frente a ella,
el majestuoso edificio de la vieja foto, una de las óperas más emblemáticas del
mundo, el lugar donde Mendelssohn y Strauss recibieron largas ovaciones. El
gran auditorio donde, décadas más tarde, los acordes de Wagner sirvieron como
banda sonora al aparato nazi, que se esforzó en mantener el teatro en activo
durante casi toda la guerra, como un símbolo de poder.
Carmen Romero, El Último Regalo de Paulina Hoffmann
No hay comentarios:
Publicar un comentario