La casona
estaba al otro lado de la calle, donde comenzaba la plaza Mayor. Ofrecía una
imponente fachada de piedra con dos arcadas de medio punto que daban acceso a
un zaguán, donde encontraba cobijo una venerable puerta de madera. En el primer
piso de la casa, sobre cada uno de los arcos, se podían admirar dos antepechos
con barandillas de hierro forjado y, en medio de ambos, un imponente escudo de
armas en cuyo centro, según Gala creyó apreciar desde donde se encontraban,
aparecía esculpida un águila. En el piso superior había una solana de madera a
lo largo de toda la fachada.
—¡Caramba con
el doctor! —se admiró Arturo.
El matrimonio
se despidió de los dos periodistas y se lanzó a dar su primer paseo por las
centenarias calles de la villa. Dejaron a su derecha la casona de Velarde
aguardando aún con más ansia la hora de encontrarse con él durante la cena y
caminaron por la empedrada calle Juan Infante, flanqueada por preciosas casas
con fachadas de sillería y balcones de madera que, en algunos casos, ofrecían
una curiosa estampa al curvarse por el peso de los años. Más adelante, doblaron
la esquina a la izquierda para tomar la calle de La Carrera. Gala se había
hecho con un plano del pueblo y de vez en cuando se detenía para contemplar,
embobada, alguna de las casonas hidalgas. Le encantaba hacer de guía y Arturo,
que lo sabía, se dejaba conducir.
La escritora
recitaba el nombre de los caserones más relevantes —el de Leonor de la Vega, el
de los Hombrones, el de los Abades...—, hasta que se dieron de bruces con la
plaza de la Colegiata. Los dos se quedaron de pronto pasmados admirando la
fachada del templo. Ni siquiera la erosión lograba acallar su belleza.
Santos caminó
perdido, sin rumbo fijo, por las empedradas y centenarias calles durante varios
minutos, hasta que finalmente se detuvo frente la colegiata románica de la
villa y se quedó mirándola, embobado. En otra época del año habría reclamado la
atención de alguno de los cientos de turistas que visitaban el monumento, pero
en aquella tarde cenicienta de diciembre resultó ser él la única persona que a
esa hora subía los siete peldaños de piedra que llevaban al atrio del templo.
El editor
caminó por la explanada enlosada y se detuvo, curioso, observando el
frontispicio triangular desde el cual tuvo la impresión de que santa Juliana,
la patrona del pueblo, lo juzgaba con severidad. Se estremeció al ver que la
santa llevaba atado de una soga al demonio, mientras varios ángeles pululaban a
su alrededor cubriéndose sus partes pudendas con túnicas seguramente sedosas,
pero la piedra, milenaria y desgastada, impedía afirmarlo con certeza.
¿Cómo podría
defenderse?, se interrogó cuando la santa o, seguramente mucho antes, la
Guardia Civil reclamaran explicaciones de lo ocurrido en casa del doctor.
Buscando soluciones, desplazó la mirada más allá de la imagen de santa Juliana,
porque su exhibición domando al demonio le incomodaba, y la posó sobre una
galería de quince arcos de medio punto situada en un nivel superior de la
portada de la colegiata. Aquella decoración le hizo sentirse mejor y recuperó
en cierto modo la entereza. ¿Quién podía acusarle de aquellas muertes?,
reflexionó. En un intento por calmar sus nervios, le habló en susurros a la
torre que, a su derecha, encarnaba el recuerdo de un viejo campanil.
Mariano
Urresti, Agatha Escribía con Sangre
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