Los Ueno
vivían muy cerca de la estación de Shibuya, de hecho, a tan pocas calles que si
bien aquello era muy conveniente cuando tenían que ir al centro de Tokio, la
contrapartida era que la casa temblaba durante todo el día a causa de los
trenes que pasaban rozándola.
Desde el
primer lunes del mes de marzo, unas semanas después de la llegada de Hachiko,
se estableció una rutina muy especial. En cuanto el profesor de agricultura de
la Toda¡ se levantaba, Hachiko lo miraba plantado en la cocina mientras él
ponía a hervir el té. Luego le tocaba el turno a él y su amo le ponía el
desayuno en un bol grande y rojo. Al terminar de engullirlo, hacia las ocho y
media, el perro lo acompañaba a la estación de Shibuya y, cuando el profesor
desaparecía entre el gentío, él regresaba a casa y lo esperaba hasta las cinco
y cuarto. En aquel momento, y como si tuviese un reloj suizo en la cabeza y las
dos orejitas fuesen las manecillas, comenzaba a rascar la puerta, y la señora
Yaeko se la abría para que saliera disparado como un cohete hacia la estación.
Y así un día tras otro, una semana y otra, la rutina se fue instalando en sus
vidas. La cosa cambiaba los sábados, cuando el profesor decidía dar una vuelta
por el parque Yoyogi o por los jardines de Chiyoda, muy cerca de los jardines
imperiales. Entonces caminaban uno al lado del otro y Hachiko aprendía todo lo
que hay que saber sobre flores, árboles, mariposas, niños, fiestas o los
cotilleos de los vecinos del barrio.
Luis Prats, Hachiko, el Perro queEsperaba
PREMIO
JOSEP M. FOLCH I TORRES 2014
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