El héroe de
nuestra relación, que como ya habrán sospechado ustedes, y si no lo han
sospechado, lo verán claro más adelante, debía ser un magicazo de tomo y lomo,
no satisfecho con haber trepado á la eminencia, se encaramó en la punta de la
más elevada roca, y desde aquel aéreo asiento comenzó á pasear la vista á su
alrededor, con la misma firmeza que el águila, cuyo nido pende de un peñasco al
borde del abismo, contempla sin temor el fondo.
Después que se
hubo reposado un instante de las fatigas del camino, sacó de las alforjillas un
estuche de forma particular y extraña, un librote muy carcomido y viejo, y un
cabo de velaverde, corto y a medio consumir. Frotó con sus dedos descarnados y
huesosos en uno de los extremos del estuche que parecía de metal, y era á modo
de linterna, y á medida que frotaba, veíase como una lumbre sin claridad,
azulada, medrosa e inquieta, hasta que por último brotó una llama y se hizo
luz: con aquella luz encendió el cabo de vela verde, a cuyo escaso resplandor,
y no sin haberse calado antes unas disformes antiparras redondas, comenzó a
hojear el libro que para mayor comodidad había puesto delante de sí sobre una
de las peñas. Según que el nigromante iba pasando las hojas de libro llenas de
caracteres árabes, caldeos y siriacos trazados con tinta azul, negra, roja y
violada, y de figuras y signos misteriosos, murmuraba entre dientes frases
ininteligibles, y parando de cierto en cierto tiempo la lectura, repetía un
estribillo singular con una especie de salmodia lúgubre, que acompañaba
hiriendo la tierra con el pie y agitando la mano que le dejaba libre el cuidado
de la vela, como si se dirigiese á alguna persona.
Concluida la
primera parte de su mágica letanía, en la que, unos tras otros, había ido
llamando por sus nombres, que yo no podré repetir, á todos los espíritus del
aire y de la tierra, del fuego y de las aguas, comenzó á percibirse en derredor
un ruido extraño, un rumor de alas invisibles que se agitaban a la vez, y
murmullos confusos, como de muchas gentes que se hablasen al oído. En los días
revueltos del otoño, y cuando las nubes, amontonadas en el horizonte, parecen
amenazar con una lluvia copiosa, pasan las grullas por el cielo, formando un
oscuro triángulo con un ruido semejante. Mas lo particular del caso, era que
allí a nadie se veía, y aun cuando se percibiese el aleteo cada vez más próximo
y el aire agitado moviera en derredor las hojas de los árboles, y el rumor de
las palabras dichas en voz baja se hiciese gradualmente más distinto, todo
semejaba cosa de ilusión ó ensueño. Paseó el mágico la mirada en todas
direcciones para contemplar a los que sólo a sus ojos parecían visibles, y
satisfecho sin duda del resultado de su primera operación, volvió a la
interrumpida lectura. Apenas su voz temblona, cascada y un poco nasal comenzó a
dejarse oir pronunciando las enrevesadas palabras del libro, se hizo en torno
un silencio tan profundo, que no parecía sino que la tierra, los astros y los
genios de la noche estaban pendientes de los labios del nigromante, que ora
hablaba con frases dulces y de suave inflexión como quien suplica, ora con
acento áspero, enérgico y breve como quien manda. Así leyó largo rato, hasta que
al concluir la última hoja se produjo un murmullo en el invisible auditorio,
semejante al que forman en los templos las confusas voces de los fieles cuando,
acabada una oración, todos contestan amén en mil diapasones distintos. El
viejo, que a medida que rezaba y rezaba aquellos diabólicos conjuros, había ido
exaltándose y cobrando una energía y un vigor sobrenaturales, cerró el libro
con un gran golpe, dio un soplo a la vela verde, y despojándose de las
antiparras redondas, se puso de pie sobre la altísima peña donde estuvo
sentado, y desde donde se dominaban las infinitas ondulaciones de la falda del
Moncayo, con los valles, las rocas y los abismos que la accidentan. Allí, de
pie, con la cabeza erguida y los brazos extendidos, el uno al Oriente y el otro
al Occidente, alzó la voz y exclamó dirigiéndose á la infinita muchedumbre de
seres invisibles y misteriosos que, encadenados á su palabra por la fuerza de
los conjuros, esperaban sumisos sus órdenes
— ¡Espíritus
de las aguas y de los aires, vosotros, que sabéis horadar las rocas y abatir
los troncos más corpulentos, agitaos y obedecedme!
Primero, suave
como cuando levanta el vuelo una banda de palomas; después más fuerte, como
cuando azota el mástil de un buque una vela hecha jirones, oyóse el ruido de
las alas al plegarse y desplegarse con una prontitud increíble, y aquel ruido
fue creciendo, creciendo, hasta que llegó a hacerse espantoso como el de un
huracán desencadenado. El agua de los torrentes próximos saltaba y se retorcía
en el cauce, espumarajeando e irguiéndose como una culebra furiosa; el aire, agitado
y terrible, zumbaba en los huecos de las peñas, levantaba remolinos de polvo y
de hojas secas, y sacudía, inclinándolas hasta el suelo, las copas de los
árboles. Nada más extraño y horrible que aquella tempestad circunscrita a un
punto, mientras la luna se remontaba tranquila y silenciosa por el cielo, y las
aéreas lejanas cumbres de la cordillera parecían bañadas de un sereno y luminoso
vapor. Las rocas crujían como si sus grietas se dilatasen, e impulsadas de una
fuerza oculta e interior, amenazaban volar hechas mil pedazos. Los troncos más corpulentos
arrojaban gemidos y chasqueaban, próximos a hendirse, como si un súbito desenvolvimiento
de sus fibras fuese a rajar la endurecida corteza. Al cabo, y después de
sentirse sacudido el monte por tres veces, las piedras se desencajaron y los
árboles se partieron, y árboles y piedras comenzaron a saltar por los aires en
furioso torbellino, cayendo semejantes a una lluvia espesa en el lugar que de
antemano señaló el nigromante a sus servidores. Los colosales troncos y los
inmensos témpanos de granito y pizarra oscura, que eran como arrojados al azar,
caían, no obstante, unos sobre otros con admirable orden, e iban formando una
cerca altísima á manera de bastión, que el agua de los torrentes, arrastrando
arenas, menudas piedrecillas y cal de su alveolo, se encargaba de completar,
llenando las hendiduras con una argamasa indestructible.
— La obra
adelanta. ¡Ánimo! ¡ánimo! —murmuró el viejo—; aprovechemos los instantes, que
la noche es corta, y pronto cantará el gallo, trompeta del día.
Y esto
diciendo, se inclinó hacia el borde de una sima profunda, abierta al impulso de
las convulsiones de la montaña, y como dirigiéndose a otros seres ocultos en su
fondo, prosiguió:
— Espíritus de
la tierra y del fuego; vosotros que conocéis los tesoros de metal de sus
entrañas y circuláis por sus caminos subterráneos con los mares de lava
encendida y ardiente, agitaos y cumplid mis órdenes.
Aún no había
expirado el eco de la última palabra del conjuro, cuando se comenzó á oir un
rumor sordo y continuo como el de un trueno lejano, rumor que asimismo fue
creciendo, creciendo, hasta que se hizo semejante al que produce un escuadrón
de jinetes que cruzan al galope el puente de una fortaleza, y entonces retumba
el golpear del casco de los caballos, crujen los maderos, rechinan las cadenas,
y resuena metálico y sonoro el choque de las armaduras, de las lanzas y los
escudos. A medida que el ruido tomaba mayores proporciones veíase salir por las
grietas de las rocas un resplandor vivo y brillante, como el que despide una
fragua ardiendo, y de eco en eco se repetía por las concavidades del monte el
fragor de millares de martillos que caían con un estrépito espantoso sobre los
yunques, en donde los gnomos trabajan el hierro de las minas, fabricando puertas,
rastrillos, armas y toda la ferretería indispensable para la seguridad y
complemento de la futura fortaleza. Aquello era un tumulto imposible de
describir; un desquiciamiento general y horroroso: por un lado rebramaba el
aire arrancando las rocas, que se hacinaban con estruendo en la cúspide del
monte; por otro mugía el torrente, mezclando sus bramidos con el crujir de los
árboles que se tronchaban y el golpear incesante de los martillos, que caían
alternados sobre los yunques, como llevando el compás en aquella diabólica
sinfonía.
Los habitantes
de la aldea, despertados de improviso por tan infernal y asordadora baraúnda,
no osaban siquiera asomarse al tragaluz de sus chozas para descubrir la causa
del extraño terremoto, no faltando algunos que, poseídos de terror, creyeron llegado
el instante en que, próxima la destrucción del mundo, había de bajar la muerte a
enseñorearse de su imperio, envuelta en el jirón de un sudario, sobre un corcel
fantástico y amarillo, tal como en sus revelaciones la pinta el Profeta.
Esto se
prolongó hasta momentos antes de amanecer, en que los gallos de la aldea
comenzaron a sacudir las plumas y a saludar el día próximo con su canto sonoro
y estridente.
Gustavo Adolfo Bécquer, Cartas
desde mi Celda
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