Has de saber
—pero Alá es más sabio, más prudente, más poderoso y más bondadoso— que en los
años del califa Harún al-Rashid la ciudad de Basora era el santuario de los
intrépidos navegantes del océano Índico. Sus innumerables torres cubiertas de
azulejos, trozos de vidrio y cristal de roca brillaban al ser alcanzadas por
los rayos del sol y atraían con sus destellos a los barcos que cruzaban frente
a la costa, prometiéndoles ricos mercados para sus productos y evitando así que
remontasen el río Tigris hacia Bagdad.
Porque Basora
era la puerta al mar del califato y cada tarde se congregaban en sus puestos
naves de todas las formas y tamaños: lanchas estrechas, semejantes a galeras
impulsadas por varios remeros, gráciles dhows de velas triangulares que venían
de puertos lejanos, gordos baghlahs para el transporte de esclavos, jihaazis y
sambuks de popa cuadrada, creando entre todos el espectáculo abigarrado de un
bosque de mástiles recortándose contra el cielo. De cada una de sus bodegas
surgían sacos con mercancías valiosas, balas de lana aprisionada entre zunchos
de cuerda, barriles y cajones que los estibadores iban apilando en los muelles.
Juan Miguel Aguilera, Sindbad enel País del Sueño
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