Alguien le ha
reconocido a pesar de que estaba agachando la cabeza. Es una voz cálida de
mujer que durante un instante no reconoce, aunque de pronto le saca de sus
cavilaciones y le hace ponerse en pie de un salto.
—Sherlock, soy
yo —dice Rose entre risas—. No te asustes, sabía que estarías justo aquí. ¿Te
acuerdas de que hoy tenía unas clases en Mayfair? No queda demasiado lejos.
—Señala hacia el este. Lleva puesto uno de sus mejores vestidos de muselina y
encaje, que perteneció a otra época de su vida y que aún se conserva bastante
bien. Tiempo atrás fue de color marfil.
—Madre…, yo…
—Este es tu
último día sin escuela, ¿verdad?
El chico
asiente.
—Esta noche
quiero que paseemos juntos —dice Rose. Se sienta junto a él y toma una de sus alargadas
y blancas manos entre las suyas.
Sherlock sabe
lo que eso significa. Quiere que vayan a la ópera, como han hecho ya varias
veces. Que él recuerde, ella siempre le ha llevado allí; de hecho está seguro
de que le llevó incluso en brazos, a la parte de atrás de la Royal Opera House,
en Covent Garden, muy cerca de Trafalgar Square. Se escabullen entre las
sombras y se acercan a su lugar especial, donde el compartimento del carbón da
a la calle a través de una rejilla: allí pueden agacharse para escuchar la
música como si estuvieran sentados en el recinto. Mientras Sherlock escucha,
Rose le cuenta la historia de cada ópera lenta y claramente, con lágrimas en
los ojos.
Se quedan
sentados en la plaza, hablando, toda la tarde. Sherlock puede oler el aliento a
cerveza de su madre.
Rose jamás
habla del pasado, sino de lo que ha ocurrido en ese mismo día. Hoy le cuenta
cómo son las mansiones en las que ha estado (...)
Cuando deciden
subir por el Strand y torcer hacia el norte en dirección a Covent Garden, ya se
está poniendo el sol y el mercado ha cerrado sus puertas. El suelo embarrado
está cubierto de pétalos de flores, por todas partes se ven tiradas unas
enormes cestas rotas, y se ha disipado el vocerío de los vendedores ambulantes
y de los pasteleros. Cruzan la zona del mercado al aire libre en dirección a la
parte trasera del gran teatro: un magnífico edificio de piedra blanca.
Rose Holmes
tiene una rutina. Se dirige hacia la entrada principal, donde están los altos
pilares que dan a Bow Street, y luego cruza la calle y se queda de pie en la
acera, un poco más al sur, bajo la tenue luz azulada de la comisaría de
policía. Siempre le estrecha la mano a Sherlock, incluso ahora que ya tiene
trece años, y se la aprieta inconscientemente mientras contempla el espectáculo.
Los carruajes
llegan uno tras otro. Los famosos y los ricos se bajan de sus vehículos: los
sombreros de copa relucen, los broches de diamantes brillan y los vestidos de
seda flotan al viento. Al tiempo que presta atención, el chico ejecuta sus ejercicios
mentales: observa y descifra las vidas de todas las damas y caballeros.
Los bobbies
también están allí, observando, pero no se fijan en las clases pudientes. Son
los otros los que acaparan su atención: la mirada de Sherlock y la suya se
encuentran varias veces, pero él siempre la aparta.
Antes de que
las imponentes puertas se cierren tras la última distinguida pareja, Rose se
lleva a su hijo de un tirón hasta el otro lado de la calle. Se escabullen por
el lado norte de la Opera House y se apresuran hacia una pequeña escalera de
hierro forjado en la parte trasera del enorme edificio; esta lleva a una
entrada secreta usada por las estrellas del canto. La portezuela oscura está
camuflada por la hiedra, y la rejilla para el carbón, escondida bajo las escaleras,
les proporciona un portillo resguardado. Es como si estuvieran en primera fila.
Se acurrucan
en el suelo; el vestido de Rose roza el barro, pero no le importa. Rodea a
Sherlock con el brazo.
Comienza la
música.
Un grito
escapa de los labios de Rose. Se trata de La urraca ladrona; ahora el chico ya
sabe por qué quería venir esta noche.
La obertura
retumba como un trueno con los redobles de tambor: es el sonido de una
ejecución, la ejecución de una joven. Pero su madre no dice ni una palabra:
está esperando; más tarde, suspira.
«Violines».
—Nos hablan
—dice a menudo— de las tragedias de la vida.
Ella lo llama
«tierra de violines». Es el lugar al que la transportan cuando los escucha, y
su hijo sabe a qué se refiere porque él también lo siente. No hay otro
instrumento como ese: los violines son tristes, son penetrantes, dicen la
verdad. Cuando la melodía es lenta, te provocan lágrimas. Cuando es rápida, te
impulsan hacia delante, te empujan hacia la lucha vital.
—Nah a nah, na
na na… Nah a nah, na na na…
Rose canta
suavemente, al compás del remolino de cuerdas, el sonido de la urraca que
atraviesa el aire como una flecha de camino hacia su tesoro.
Ella va
relatando la historia, y, por encima de la melodía, su voz resulta delicada y
musical. Sherlock se imagina el interior de la deslumbrante sala: el escenario
iluminado, los palcos dispuestos en hileras, los lujosos asientos
aterciopelados, las magníficas arañas de plata, y visualiza la historia.
—Al inicio de
un nuevo día, una urraca cruza el aire alegre e inocentemente. De pronto, a
través de la ventana de una elegante vivienda, ve algo que brilla y vuela en
picado hacia allí. Se trata de una cuchara, una cuchara de plata que centellea,
mucho más valiosa de lo que su pequeño cerebro puede llegar a imaginar. La
urraca se posa sobre el alféizar, mira a su alrededor, roba la cuchara y se
marcha volando. Al día siguiente, la señora de la casa se siente desconsolada:
alguien ha robado una de sus cucharas de plata maciza. ¡Debe de haber sido
algún sirviente! Una hermosa joven, pobre como una rata, estuvo trabajando en
la habitación de la que ha desaparecido la cuchara, y la señora la acusa a
ella. La joven es arrestada: se trata de un caso tan claro que la sentencian a
muerte. Se acerca el día de la ejecución…
Rose Holmes
jamás revela el final. Su hijo sabe qué va a ocurrir; sin embargo, ella nunca
pronuncia ni una palabra al respecto, sin importar cuántas veces escuchen
aquella ópera. Se quedan acurrucados en la oscuridad hasta que suena la última
nota, y entonces desaparecen como ladrones deslizándose entre las sombras hacia
Bow Street, hasta el río y de vuelta a casa.
Shane Peacock, El Joven SherlockHolmes: El Ojo del Cuervo
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