Hispania, 227 a.C.
Los
cartagineses llevaban semanas construyendo un puerto al abrigo de la fortaleza
que habían conquistado junto al mar. En el muelle Asdrúbal abrazó a Aníbal.
—Ten buen viaje
y que Baal vele por ti. Cuando termines tu formación en Cartago, tal y como era
deseo de tu padre, te espero aquí para seguir adelante con nuestros planes.
Aníbal
devolvió el abrazo y, sin mirar atrás, subió al barco, una trirreme cartaginesa
que velozmente le llevaría de vuelta a su patria. Era una partida dolorosa,
agria, pero necesaria para cumplir los anhelos de su padre y sólo por eso
aceptó las órdenes de Asdrúbal. Debía regresar a Cartago, terminar su formación
pública, política y militar, reafirmar los vínculos de su familia con la
metrópoli y luego regresar a Hispania.
La nave partió
hacia África aprovechando la subida de la marea y el viento favorable.
En tierra, los
cartagineses seguían edificando una muralla en la colina que dominaba aquel puerto
natural que estaban fortificando. Se trataba de una pequeña península conectada
a Iberia por un estrecho istmo. Alrededor de la península todo era agua: al
oeste y al sur el mar Mediterráneo y al norte, una laguna natural que impedía
el ataque desde ese lado. El ejército púnico levantó murallas que protegían
toda la península de un ataque por mar, y un muro de más de seis metros en el
sector este, donde estaba el istmo, atravesado por una puerta guarnecida por
torres, que quedaba como el único acceso a aquella nueva ciudad que estaban
construyendo.
Asdrúbal
paseaba satisfecho del trabajo de sus hombres. Aquélla sería la capital púnica
en Hispania, desde donde partirían sus ejércitos para asentar sus posiciones en
todo aquel vasto país. Una extensión de Cartago fuera de África que se
convertiría en referente del poder púnico creciente, que intimidaría a iberos,
celtas y, por qué no, a los propios romanos. Una ciudad inexpugnable por tierra
y por mar y un excelente puerto de comunicación por el que Cartago recibiría
las riquezas de aquel territorio y por el que a la Iberia cartaginesa llegarían
víveres, suministros y refuerzos desde la capital. Desde que los romanos habían
detectado las incursiones cartaginesas en Hispania, se habían mostrado opuestos
a las mismas y sólo un pacto confuso, estableciendo el Ebro como frontera
límite para los posibles dominios cartagineses, parecía haber calmado un poco
los ánimos. La estrategia ahora era asegurarse el control de todas las regiones
al sur de ese río y necesitaban una base de operaciones. Ese puerto, esa ciudad
sería su centro neurálgico en la región.
Al cabo de
varios meses la fortaleza estaba lista. A ella llevaron numerosos cautivos
iberos, rehenes, hijos e hijas de jefes de diferentes clanes de la región, con
los que chantajear a numerosas tribus para que no se alzaran contra el poder
absoluto de Cartago en Hispania, ahora ya bajo su poder desde el sur del Tajo y
el Ebro hasta Gades.
Asdrúbal
ascendió hasta una colina que luego llevaría su nombre, Arx Hasdrubalis, al
norte de la nueva ciudad desde la que se divisaba la laguna, y allí ofreció
sacrificios a los dioses Baal y Melqart y la diosa Tanit. A ellos rezó y rogó
que bendijeran aquella ciudad y que la hicieran infranqueable para cualquier
enemigo, ya viniera por tierra o por mar. Era una ofrenda generosa: una decena
de bueyes. Los dioses se sintieron satisfechos y cumplirían su promesa.
Al finalizar
el sacrificio Asdrúbal se volvió hacia la multitud de soldados que se había
reunido próxima al altar y proclamó el nombre de la nueva ciudad.
—¡Baal,
Melqart y Tanit protegerán esta fortaleza, la nueva capital de nuestros
dominios en esta región y que desde ahora será conocida y temida por todos con
el nombre de…! —Y calló unos segundos mientras alzaba su rostro al cielo— ¡…
Qart Hadasht!
Santiago Posteguillo, Africanus, el Hijo del Cónsul
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