Los señores
Brown se encontraron con Paddington en el andén de una estación de ferrocarril.
Por eso le pusieron ese nombre tan raro para un oso, ya que Paddington es el
nombre de la estación.
Los Brown
habían ido allí para recibir a su hija Judy, que volvía de la escuela para
pasar sus vacaciones. Era un caluroso día de verano, y la estación estaba llena
de gente que iba a la playa. Los trenes silbaban, los taxis hacían sonar sus
bocinas, los maleteros corrían de acá para allá gritándose unos a otros, y en
conjunto había tanto ruido que el señor Brown, que fue quien lo vio primero,
tuvo que decírselo a su esposa varias veces antes de que ella lo entendiera.
—¿Un oso? ¿En
la estación de Paddington? —La señora Brown miró a su esposo, asombrada—. No
digas tonterías, Henry. No puede ser.
El señor Brown
se ajustó las gafas.
—Pues hay uno
—insistió—. Lo veo claramente. Detrás de todas aquellas sacas de correo. Y
lleva puesto un sombrero muy gracioso.
Sin esperar
respuesta, agarró a su esposa por el brazo y la arrastró a través de la
muchedumbre. Rodearon una carretilla cargada de chocolate y tazas de té,
pasaron de largo ante un puesto de libros y cruzaron a través de una abertura
entre un montón de maletas hacia la Oficina de Objetos Perdidos.
—¡Ahí lo
tienes! —exclamó con tono triunfal, señalando hacia un rincón oscuro—. Ya te lo
dije.
La señora
Brown siguió la dirección de su brazo y distinguió confusamente un objeto pequeño
y peludo en las sombras. Parecía estar sentado sobre una maleta, y colgada del
cuello tenía una etiqueta con algo escrito en ella. La maleta era vieja y
estaba estropeada, y, en un lado, con letras grandes, tenía escritas las
palabras INDIGENTE DE VIAJE.
La señora
Brown se agarró fuertemente a su esposo.
—¡Vaya, Henry!
—exclamó—. Creo que tienes razón. ¡Es un oso!
Se quedó
mirándolo más de cerca. Parecía un tipo de oso muy raro. Era de color marrón,
un marrón más bien descolorido, y llevaba puesto un sombrero de lo más extraño,
con una ala muy ancha, como había dicho el señor Brown. Debajo del ala, dos
ojos grandes y redondos la miraban fijamente.
Viendo que se
esperaba algo de él, el oso se levantó y se quitó cortésmente el sombrero,
dejando ver dos orejas negras.
—Buenas tardes
—dijo con una vocecita clara.
—Bue... buenas
tardes —respondió el señor Brown un poco dubitativo.
Hubo un
momento de silencio.
El oso se
quedó mirándolos sin saber qué decir.
—¿Puedo
ayudarlos en algo?
El señor Brown
pareció un poco azorado.
—Bueno... no.
La... La verdad es que nos estábamos preguntando si podíamos ayudarlo a usted.
La señora
Brown se inclinó.
—Es usted un
osito muy pequeño —le dijo.
El osito sacó
el pecho.
—Soy un osito
de un tipo muy raro —contestó dándose importancia—. No quedamos ya muchos en el
país de donde vengo.
—¿Y de dónde
viene usted? —le preguntó la señora Brown.
El osito miró
a su alrededor con precaución antes de contestar:
—De los
oscuros bosques de Perú. En realidad, nadie sabe que estoy aquí. ¡Soy un
polizón!
—¿Un polizón?
El señor Brown
bajó el tono de su voz y miró ansiosamente por encima de su hombro. Temía ver a
un policía de pie tras él, con un cuaderno de notas y un lápiz, apuntándolo
todo.
—Sí —dijo el
oso—. Emigré, ¿saben? —En sus ojos apareció una triste expresión—. Yo vivía con
mi tía Lucy en Perú, pero ella tuvo que irse a un hogar para osos retirados.
—No dirá en
serio que ha venido solo desde América del Sur —dijo la señora Brown.
El oso
asintió.
—Tía Lucy
siempre me decía que debía emigrar cuando fuera mayor de edad. Por eso me
enseñó a hablar inglés.
—Pero ¿cómo se
las arreglaba para comer? —preguntó el señor Brown—. ¡Debe de estar muerto de
hambre!
Inclinándose,
el oso abrió la maleta con una llavecita que llevaba colgada del cuello y sacó
un tarro de cristal casi vacío.
—Comía
mermelada —dijo con cierto tono de orgullo—. A los osos nos gusta la mermelada.
Y vivía en un bote salvavidas.
—Pero ¿qué va
a hacer usted ahora? —inquirió la señora Brown—. No puede seguir sentado en la
estación de Paddington esperando a que ocurra algo.
—¡Oh! Ya me
las arreglaré...; eso espero.
El oso se
inclinó para cerrar su maleta de nuevo.
Al hacerlo, la
señora Brown se fijó en lo que había escrito en la etiqueta. Decía simplemente:
POR FAVOR. CUIDEN DE ESTE OSO. MUCHAS GRACIAS.
Ella se volvió
suplicante hacia su esposo.
—¡Oh, Henry!
¿Qué vamos a hacer? No lo podemos dejar aquí. ¡Quién sabe qué podría ocurrirle!
Londres es una ciudad demasiado grande cuando uno no tiene adónde ir. ¿No puede
venir con nosotros y quedarse en casa unos días?
El señor Brown
vaciló.
—Pero, Mary,
cariño, no podemos llevárnoslo... de esta manera. Al fin y al cabo...
—Al fin y al
cabo, ¿qué? —En la voz de la señora Brown había una nota de firmeza. Se quedó
mirando al oso—. ¡Es tan lindo! Y hará mucha compañía a Jonathan y a Judy.
Aunque no sea más que por una temporada. Nunca te lo perdonarán si se enteran
de que lo dejaste aquí.
—Todo esto me
parece muy irregular —dijo el señor Brown, dubitativo—. Estoy seguro de que hay
una ley al respecto. —Se inclinó—. ¿Te gustaría venir y quedarte con nosotros?
—le preguntó tuteándolo—. Es decir —añadió apresuradamente, no deseando ofender
al oso—, si no tienes nada planeado.
El oso dio un
salto, y el sombrero estuvo a punto de caérsele a causa de la excitación.
—¡Oooh, sí!
Por favor. Me gustaría muchísimo. No tengo ningún sitio adonde ir y todo el
mundo parece tener mucha prisa.
—Bueno, pues
asunto arreglado —dijo la señora Brown antes de que su esposo pudiera cambiar
de idea—. Y tendrás mermelada todos los días en el desayuno, y... —se esforzó
en imaginar algo más que les pudiera gustar a los osos.
—¿Cada mañana?
—El oso parecía como si no pudiera dar crédito a sus oídos—. En casa sólo me la
ponían en ocasiones especiales. La mermelada es muy cara en los oscuros bosques
de Perú.
—Entonces la
tomarás cada día desde mañana mismo —prosiguió la señora Brown—. Y miel los domingos.
Un gesto de
preocupación apareció en el rostro del oso.
—¿Costará
mucho eso? —preguntó—. Es que, verán, apenas tengo dinero...
—Claro que no.
Ni se nos ocurriría cobrarte nada. Esperamos que seas uno más de la familia, ¿verdad,
Henry? —La señora Brown miró a su esposo esperando su apoyo.
—Claro —dijo
el señor Brown—. Y a propósito —añadió—, si has de venir a casa con nosotros, será
mejor que conozcas nuestros nombres. Ésta es la señora Brown, y yo soy el señor
Brown.
El oso se
quitó el sombrero dos veces, cortésmente.
—Yo, en
realidad, no tengo nombre —dijo—. Sólo uno peruano que casi nadie logra
entender.
—Entonces será
mejor que te demos un nombre inglés —dijo la señora Brown—. Eso simplificará las
cosas.—Miró a su alrededor por la estación buscando inspiración—. Debe de ser
algo especial —dijo pensativa. Y mientras hablaba, una locomotora que estaba
junto a uno de los andenes soltó un fuerte silbido y una nube de vapor—. ¡Ya lo
tengo! —exclamó—. Como te hemos encontrado en la estación de Paddington, te
llamaremos Paddington.
—¡Paddington!
—El oso lo repitió varias veces para asegurarse—. ¡Paddington! Parece un nombre
muy largo.
—Es muy
distinguido —dijo la señora Brown—. Sí, me gusta el nombre de Paddington. Será Paddington.
Michael Bond, Un Oso Llamado Paddington
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