¡Oh tú, que danzarina me llamas,
sabe hoy que no aprendí a danzar! Me encontraste juguetona y pequeña, danzando
en el sendero y persiguiendo a mi sombra azul. Giraba como una abeja, y mis
pies y mis cabellos, color de camino, se empolvaban con el polen de un polvo
rubio.
Me viste venir
de la fuente, meciendo el ánfora en mi cadera, mientras, al compás de mis
pasos, sobre mi túnica saltaba el agua en redondas lágrimas, en serpientes de
plata, en menudos cohetes rizados que ascendían, helados, hasta mi mejilla. Yo
caminaba lenta, seria, mas llamaste danza a mis pasos. No mirabas mi rostro,
seguías el movimiento de mis rodillas, el balanceo de mi talle, en la arena
leías la forma de mis talones desnudos, la huella de mis dedos abiertos, que
comparabas con la de cinco perlas desiguales.
Me dijiste:
«Coge esas flores, persigue esa mariposa...» Llamabas danza a mi carrera, y
cada reverencia de mi cuerpo inclinado sobre los claveles purpúreos, y el
ademán, repetido en cada flor, de echar atrás, por encima de mi hombro, un chal
resbaladizo.
En tu casa,
sola entre tú y la alta llama de una lámpara, me dijiste: «¡Danza!» y no
dancé...
Pero desnuda en
tus brazos, sujeta a tu lecho por la cinta de fuego del placer, me llamaste,
sin embargo, danzarina, al ver agitarse bajo mi piel, desde mi pecho ofrecido a
mis pies crispados, la inevitable voluptuosidad.
Fatigada, anudé
mis cabellos, y los contemplabas, dóciles, arrollados a mi frente como
serpientes hechizadas por la flauta.
Abandoné tu
casa mientras murmurabas:
«La más hermosa
de tus danzas no es cuando acudes corriendo, jadeante, poseída de un deseo
irritado y atormentado ya, por el camino, el broche de tu vestido. Es cuando de
mí te alejas, serenada y con las rodillas temblorosas, y al alejarte me miras,
en el hombro tu barbilla. Tu cuerpo me recuerda, oscila y titubea, me echan de
menos tus caderas y tus senos me están agradecidos.
»Me miras,
vuelta la cabeza, mientras tus pies adivinadores tantean y escogen su camino.
»Te vas,
siempre pequeña y maquillada por el sol poniente, hasta no ser, en lo alto de
la colina, más esbelta en tu túnica anaranjada que una llama vertical, que
danza imperceptiblemente...»
Si tú no me
abandonas, iré danzando hasta mi blanca tumba.
Saludaré a la
luz, que me hizo hermosa y me vio amada con una danza involuntaria, cada día
más lenta.
Una postrera
danza trágica me enfrentará con la muerte, mas sólo lucharé para sucumbir con
elegancia.
Que los dioses
me concedan una caída armoniosa, juntos los brazos en mi frente, doblada una
pierna y extendida la otra, como presta a franquear, de un salto ingrávido, el
negro umbral del reino de las sombras.
Me llamas danzarina,
y, sin embargo, no sé bailar...
Colette
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