Lucy aguardó
unos diez minutos. Empezó a sentirse cansada. Los pordioseros la molestaban, le
entró polvo en los ojos y recordó que una joven no debe pasearse por las plazas
públicas. Se dirigió lentamente hacia la Piazza con la intención de juntarse
con la señorita Lavish, quien al menos resultaba muy original. Pero en ese
momento la señorita Lavish y la persona que sabía del color local también se
habían ido, desapareciendo calle abajo, ambos gesticulando ampliamente.
Lágrimas de
indignación asomaron en los ojos de Lucy, en parte porque la señorita Lavish la
había dejado plantada, en parte porque no había tomado su Baedeker. ¿Cómo
encontraría el camino de regreso? ¿Cómo entraría en Santa Croce? Su primera
mañana estaba malgastada, y nunca estaría de nuevo en Florencia. Pocos minutos
antes se sentía con el mejor ánimo, hablando como una mujer cultivada, medio
persuadida de que era una persona llena de originalidad. Iba a entrar en la
iglesia deprimida y humillada, ni siquiera capaz de recordar si la habían
construido los franciscanos o los dominicos.
Sin duda tenía
que ser un maravilloso edificio. Pero ¡qué lugar más desmantelado! ¡Y frío! Sin
duda, estaban los frescos de Giotto, ante cuyos valores táctiles era capaz de
sentir lo que era importante. Pero ¿quién le indicaría cuáles eran? Los
recorrió con desdén, sin el deseo de entusiasmarse con los monumentos de un
incierto autor o fecha. Ni nadie podía explicarle que, de todas las lápidas
sepulcrales que pavimentaban la nave y el crucero, había una verdaderamente
hermosa, una que Ruskin había considerado la mejor.
Pero el
contagioso encanto de Italia le hizo efecto y, en vez de buscar información,
empezó a sentirse feliz. Dio de lado a los avisos en italiano, los que prohíben
a la gente llevar perros a la iglesia, el aviso que ruega a la gente que, en interés
de la salud pública y el respeto debido al edificio sagrado en que se
encuentran, no escupan. Miró a los turistas: sus narices eran tan coloradas
como las cubiertas de su Baedeker: tanto frío hacía en Santa Croce. Se enteró
del horrible caso que se cernió sobre tres papas, dos niños y una niña que
empezaron su mandato bañándose en agua bendita. Luego se dirigió hacia el
monumento a Maquiavelo, húmedo pero santificado. Avanzando hacia él muy
lentamente, y desde puntos muy distantes la gente tocaba la piedra con sus
dedos, sus pañuelos, su cabeza y, luego, retrocedía. ¿Qué significaría eso? Lo
hacían una y otra vez, hasta que Lucy se dio cuenta de que confundían a
Maquiavelo con algún santo y, a base de un constante contacto con su figura,
creían que estaban adquiriendo cierto poder.
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—No soy
quisquillosa, creo. Son los Giotto lo que me gustaría ver si tienen la
amabilidad de indicarme dónde se encuentran.
El hijo
asintió con la cabeza y con aspecto de oculta satisfacción la condujo hasta la
capilla Peruzzi. Había en él cierto aire de maestro. Lucy se sentía como un
niño que ha hecho una buena pregunta en la escuela.
La capilla
estaba llena de una ardiente masa de gente y, un poco aparte, surgía la voz de
un guía, enseñándoles cómo reconocer a Giotto, no por sus valores táctiles,
sino por su espíritu.
—Recuerden
—iba diciendo— los sucesos referentes a esta iglesia de Santa Croce, cómo fue
construida por la fe y el completo fervor del medievalismo, antes que hubiera
aparecido ninguna huella de renacentismo. Observen cómo Giotto en estos
frescos, ahora desgraciadamente estropeados por las obras de restauración, no
se deja turbar por las trampas de la anatomía y de la perspectiva. ¿Podría algo
ser más mayestático, patético, bello, verdadero? ¡Cuán poco necesita del saber
y de la destreza técnicas un hombre que de verdad cree!
—No —exclamó
el señor Emerson, en voz demasiado alta para una iglesia—. ¡No tenga en cuenta
nada de esto! ¡Construida por la fe, seguro! Lo cual simplemente significa que
los trabajadores no eran pagados como se debía. Y por lo que se refiere a los
frescos, no veo la veracidad. ¡Miren a ese hombre gordo vestido de azul! Debe
de pesar tanto como yo y está volando por el cielo igual que un globo.
Se refería al
fresco de la Ascensión de San Juan. Dentro, la voz del guía titubeó como era de
esperar. La audiencia se trasladó con dificultad, y lo mismo hizo Lucy. Estaba
convencida de que no debía estar con aquellos hombres, pero le habían cogido la
palabra. Eran tan serios y tan extraños que no podía atinar cómo comportarse.
—Pero ¿fue
así, o no fue? ¿Sí o no? —replicó George—. Fue así, si de alguna manera fue.
Preferiría subir al cielo por mí mismo antes que ser empujado por querubines, y
si fuera a parar allí preferiría que no fueran mis amigos quienes me aguantaran
como sucede aquí.
—Nunca subirás
—dijo su padre—. Tú y yo, querido muchacho, descansaremos en paz en la tierra
que nos dio ser, y nuestros nombres desaparecerán del mismo modo que nuestro
trabajo sobrevivirá.
—Algunos de
entre esta gente pueden ver solamente la tumba vacía, no al santo, quienquiera
que sea, ascendiendo. Así es si es de alguna manera.
—Perdóneme
—dijo una voz velada—. La capilla es demasiado pequeña para dos expediciones
distintas. No los molestaremos más.
El guía era un
cura y su audiencia debía de estar constituida por sus fieles, puesto que
llevaban breviarios en sus manos. Salieron ordenadamente de la capilla y en
silencio.
E. M. Forster. Una Habitación con
Vistas
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