El domingo 6
de agosto al mediodía la fiesta estalló. No hay otra forma de expresar lo que
quiero decir. Durante todo el día había estado llegando gente de las afueras,
pero uno no se daba cuenta porque la ciudad los asimilaba. Bajo el sol
ardiente, la plaza aparecía tan tranquila como otro día cualquiera. Los
campesinos estaban en las tabernas de las calles alejadas del centro, bebiendo
y preparándose para la fiesta. Hacía tan poco que habían llegado de los llanos
y las colinas, que tenían que acostumbrarse al cambio de valores
paulatinamente. No podían pagar desde el principio los precios de los cafés. En
las tabernas se daba a su dinero su justo valor. El dinero representaba todavía
un determinado número de horas de trabajo o de fanegas de trigo vendidas.
Luego, cuando la fiesta estuviera avanzada, no importaría el precio que pagaran
ni el sitio donde compraran.
Aquel día
empezaban las fiestas de San Fermín, y estaban en las tabernas de las
callejuelas de segundo orden desde las primeras horas del día. Por la mañana,
al dirigirme a misa a la catedral, los oí cantar a través de las puertas
abiertas de las tabernas. Se estaban poniendo en forma. A misa de once había
mucha gente; San Fermín es también una festividad religiosa.
Saliendo de la
catedral, que estaba en la parte alta de la ciudad, bajé por una calle y subí
luego por otra hasta llegar al café de la plaza. Faltaba poco para mediodía.
Robert Cohn y Bill estaban sentados a una de las mesas. Las mesas de mármol y
las sillas blancas de mimbre habían desaparecido, y en su lugar había mesas de
hierro y sillas plegables. El café parecía un buque de guerra desmantelado tras
un combate. Aquel día los camareros no le dejaban leer tranquilamente a uno
toda la mañana, sin acordarse de preguntarle si quería tomar algo. Tan pronto
me senté apareció uno.
—¿Qué vais a
tomar? —pregunté a Bill y a Cohn.
—Jerez —dijo
Cohn.
—Jerez —dije
yo en castellano al camarero.
Antes de que
el camarero llegara con el jerez, el cohete que anunciaba el comienzo de la
fiesta se elevó en la plaza. Al estallar allá en lo alto, formó un gran balón
de humo encima del Teatro Gayarre, que estaba al otro lado de la plaza.
Mientras contemplaba la bola de humo, que flotaba en el cielo como una granada
que hubiera estallado, otro cohete subió a juntársele, esparciendo humo en
medio de la radiante luz del sol. Vi el destello luminoso que produjo al
estallar y apareció otra nubécula de humo. Hacia el momento en que estalló el
segundo cohete, la arcada, vacía un minuto antes, estaba tan llena de gente que
al camarero, que sostenía la botella por encima de su cabeza, le fue difícil
atravesar la multitud y llegar hasta nuestra mesa. La gente llegaba a la plaza
de todas partes, y calle abajo oímos acercarse los caramillos, los pífanos y
los tambores, tocando el riau-riau. Los caramillos chillaban, redoblaban los
tambores, y detrás iban grandes y chicos bailando. Cuando los que tocaban el
caramillo se paraban, todos ellos se agachaban en la calle, y cuando se volvían
a oír los gritos agudos de caramillos y pífanos y los golpes sordos, secos y
huecos de los tambores, todos ellos saltaban por el aire bailando. En aquella
masa compacta, lo único que se distinguía era el subir y bajar de las cabezas y
los hombros de los que bailaban.
En la plaza un
hombre, casi doblado en dos, tocaba el caramillo. Le seguía una riada de
chiquillos que gritaban y le tiraban del traje. Con la chiquillería detrás,
siguiendo al son de la música, pasó por delante del café y luego salió de la
plaza, perdiéndose por una de las calles laterales. Al pasar ante nosotros,
seguido de cerca por los niños que gritaban y le tiraban del traje, vimos su
cara pálida y marcada por la viruela.
—Debe de ser
el idiota del pueblo —dijo Bill—. ¡Dios mío! ¡Fíjate en eso!
Calle abajo,
llegaban los bailarines, todos ellos hombres, formando una masa compacta que
abarrotaba la calle. Bailaban todos siguiendo el compás, detrás de sus
respectivas bandas de pífanos y timbales. Formaban una especie de club. Todos
ellos iban con blusas azules de trabajo y pañuelos rojos anudados al cuello, y
llevaban una gran bandera atada a dos pértigas, que subía y bajaba bailando a
la par que ellos, mientras iban acercándose, rodeados de la multitud.
«¡Viva el
vino! ¡Vivan los extranjeros!», ponía en el letrero.
—¿Dónde están
los extranjeros? —preguntó Robert Cohn.
—Somos
nosotros —contestó Bill.
Durante todo
ese tiempo habían seguido subiendo cohetes. Las mesas de los cafés estaban
ahora todas ocupadas. La plaza se vaciaba y la multitud iba llenando los cafés.
—¿Dónde están
Brett y Mike? —preguntó Bill.
—Voy a
buscarlos —dijo Cohn.
—Tráelos aquí.
La fiesta
había empezado de veras, y durante siete días no paró, ni de día ni de noche.
No se paraba de bailar, ni de beber, el barullo era constante. Ocurrieron cosas
que sólo podían haber ocurrido durante una fiesta.
Al final, todo
se volvió irreal: parecía como si nada pudiera tener consecuencias, como si
pensar en consecuencias durante la fiesta estuviera fuera de lugar. Uno
experimentaba siempre, incluso en los momentos de calma, la sensación de que
tenía que gritar para que se oyeran sus palabras. Y lo mismo ocurría con
cualquier otra cosa que se hiciera. Fue una fiesta que duró siete días.
Ernest Hemingway, Fiesta
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