9 de agosto de
1893
Arthur Conan
Doyle frunció el ceño, incapaz de pensar en nada que no fuera el asesinato.
—Voy a matarlo
—aseveró Conan Doyle, cruzando los brazos sobre su fornido cuerpo.
En lo alto de
los Alpes suizos, el aire acariciaba su grueso mostacho y parecía aullarle al
oído. Dada la peculiar disposición de sus orejas, en la parte posterior de la
cabeza, éstas siempre parecían aguzadas, prestando atención a otra cosa, a algo
lejano y situado a sus espaldas. Para ser un hombre tan corpulento, tenía una
nariz muy afilada. No hacía mucho que le habían empezado a salir las primeras
canas, un cambio en su aspecto que no pudo afrontar sino con resignación.
Aunque acababa de cumplir treinta y tres años, ya era un afamado autor. ¿O
acaso un hombre de letras de renombre internacional que empezaba a encanecer
podría lograr el mismo éxito que otro con los cabellos color ocre?
Los dos
compañeros de viaje de Arthur ascendieron hasta el saliente en el que se
encontraba, el punto accesible más alto de las cataratas de Reichenbach. Silas
Hocking era un clérigo y novelista cuya fama había llegado hasta Londres.
Arthur tenía en gran estima su última obra, Her Benny,un texto religioso.
Edward Benson, un conocido de Hocking, parecía mucho más reservado que su
sociable amigo. A pesar de que Arthur los había conocido esa misma mañana,
mientras desayunaban en el hotel Rifel Alp de Zermatt, tenía la sensación de
que podía confiar ciegamente en ellos y revelarles los oscuros planes que tenía
en mente.
—La cuestión
es que ha acabado convirtiéndose en una suerte de lastre —prosiguió Arthur—, y
quiero acabar con él.
Hocking
resopló al llegar junto a Arthur y se deleitó la mirada con los Alpes, que se
extendían ante ellos. Unos cuantos metros más abajo, la nieve se fundía
arrastrada por un arroyo que, varios milenios antes, se había abierto camino en
la montaña para acabar desembocando estruendosamente en un lago cubierto por
una capa de espuma. En silencio, Benson presionó una bola de nieve entre los
guantes y la lanzó al abismo. La fuerza del viento fue desgajando los copos
mientras la bola caía hasta que desapareció en el aire, convertida en una nube.
—Si no lo hago
—dijo Arthur—, acabará conmigo.
—¿No cree que
está siendo demasiado duro con ese viejo amigo? —preguntó Hocking—. Le ha dado
fama. Fortuna. Forman una buena pareja.
—Y al estampar
su nombre en todas esas noveluchas de tres al cuarto, le he concedido una
reputación que sobrepasa con creces la mía. ¿Tiene idea de las cartas que
recibo? «Mi querida gata ha desaparecido en South Hampstead. Se llama
Sherry-Ann. ¿Puede encontrarla?» O «A mi madre le robaron el monedero al bajar
de un cabriolé en Piccadilly. ¿Puede deducir quién es el malhechor?». Pero lo
más curioso de todo es que no van dirigidas a mí, sino a «él». Creen que es
real.
—Sí, esos
pobres lectores que tanto lo admiran —intercedió Hocking—. ¿Ha pensado en
ellos? La gente lo adora.
—¡Lo quieren
más a él que a mí! ¿Sabe que recibí una carta de mi propia madre? Me pedía, a
sabiendas de que yo, como no puede ser de otra manera, haría cualquier cosa
para satisfacer sus deseos, que firmara un libro con el nombre de Sherlock
Holmes para su vecina Beattie. ¿Puede imaginarlo? ¡Que firme con su nombre en
lugar de hacerlo con el mío! Mi madre habla como si fuera la madre de Holmes,
no la mía. ¡Aaah!
Arthur intentó
contener el súbito acceso de ira.
—Mis grandes
obras caen en el vacío —prosiguió—. ¿Micah Clarke?¿La compañía blanca? ¿Esa
pequeña y deliciosa obra de teatro que creé junto con el señor Barrie? Ha pasado
sin pena ni gloria. Peor aún, se ha convertido en una pérdida de tiempo.
Elaborar cada una de esas tortuosas tramas me resulta un trabajo agotador: la
puerta del dormitorio que siempre está cerrada por dentro, el mensaje final e
indescifrable del fallecido, la historia narrada de forma equívoca desde el
principio para que nadie pueda adivinar la solución correcta.
Arthur se miró
las botas, con el cansancio que lo abrumaba reflejado en la cabeza gacha.
—Si me permite
que le sea sincero, lo odio. Y, para no terminar por perder el juicio, pretendo
acabar con él.
—¿Cómo piensa
hacerlo? —preguntó Hocking en tono burlón—. ¿Cómo se mata al gran Sherlock
Holmes? ¿De una puñalada en el corazón? ¿Degollado? ¿Lo ahorcará?
—¡Un
ahorcamiento! Esas palabras me suenan a música celestial. Pero no, no, debería
ser un momento magnífico. A fin de cuentas, es un héroe. Haré que se enfrente a
un último caso y a un villano. Esta vez necesita un villano de verdad. Será un
combate a muerte entre caballeros; Holmes se sacrifica por el bien común y
ambos hombres perecen. Algo en esa línea.
Benson hizo
otra bola de nieve y la lanzó al aire. Arthur y Hocking observaron la amplia
parábola que trazó al desaparecer en el cielo.
—Si quiere
ahorrarse los gastos del funeral —dijo Hocking, riéndose entre dientes—,
siempre puede arrojarlo por un acantilado.
Miró a Arthur
a la espera de alguna reacción, pero no vio atisbo de sonrisa alguno. Una
profunda arruga surcó el ceño fruncido del escritor, absorto en sus
pensamientos.
Arthur dirigió
la mirada hacia el abismo que se abría a sus pies. Oía el rugido del agua y el
violento estruendo que producía al chocar contra el lecho salpicado de rocas
del río. Imaginó su propia muerte y, de pronto, se sintió horrorizado. Gracias
a su formación médica, conocía la fragilidad del cuerpo humano. Una caída desde
esa altura... El cadáver que se golpeaba y rebotaba contra las rocas durante el
fatal descenso... El espantoso grito reprimido en la garganta... El cuerpo
hecho pedazos sobre la tierra, las briznas de hierba manchadas de sangre...
Entonces, la visión de su cuerpo se desvaneció para dejar paso a otro más
delgado. Más alto. Un hombre destrozado, desnutrido y escuálido, con su gorra
de cazador y su abrigo largo. Su rostro adusto e irreconocible, ensartado en la
piedra plomiza.
Asesinato.
Graham Moore, El Hombre Que Mató
A Sherlock Holmes
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