Por fin, ahora
lo entiendo. La vida es una maestra extraña, y no administra sus lecciones
sometiéndose a los métodos pedagógicos generalmente aceptados. De hecho, se
complace en dar largos rodeos, en llevarnos lejos de donde está el conocimiento
que se trata de adquirir, y mezclarnos con asuntos, personas, instantes y
lugares que nada tienen que ver con él, como técnica para persuadirnos de
alcanzarlo, admitirlo y hacerlo nuestro. Cualquiera que analizara sus
procedimientos desde las convenciones educativas los encontraría disparatados,
derrochadores, acaso perversos y desviados de su recto objetivo. Sin embargo la
vida, que no acepta ser comparada con nada, porque nada fuera de ella podemos
probar y ofrecer como término de contraste, se permite el lujo de prevalecer
sobre todos nuestros principios y todas nuestras teorías, también en este
particular. Ningún otro maestro, por íntegro, metódico y bienintencionado que
sea, la iguala a la hora de meternos en la mollera lo que ésta, por algún
motivo de los muchos con que solemos pertrecharnos en defensa de nuestros
prejuicios e ignorancias, se resiste a asimilar.
Éste es
justamente el instante de la revelación. Éste, y no cualquiera de los que habrían
podido serlo, antes o después, en esta jornada crucial de la que todavía me
queda un trecho por recorrer. Podría, por ejemplo, haberlo comprendido al
cerrar esta mañana, por última vez, la puerta de la que ha sido mi casa durante
los últimos siete años, en una tierra que no me vio nacer y en la que he sido
feliz y he alcanzado logros que me proporcionan una satisfacción que no juzgo
ilegítima. Demasiadas cosas quedan encerradas tras esa puerta; cosas que ahora
sólo me acompañarán en el recuerdo, que no dejarán de acompañarme, dondequiera
que vaya, y que, en tanto que pedazos de memoria, vivirán impregnadas de su
intensidad y de su (de mi) fragilidad. Mientras giraba la llave, no he podido
dejar de pensar en cómo el lugar que hace años me acogió, me reconfortó y me
dio alas para emprender nuevos vuelos, hacia espacios que entonces parecían
estarme prohibidos, fue perdiendo su lustre, fue aminorando el deslumbramiento,
fue agotando la carga de energía como si de una pila en las postrimerías de su
vida útil se tratara.
He llegado a
conocer razonablemente a la gente entre la que me ha tocado vivir todos estos
años, y eso no ha mermado mi respeto por ella, ni mi afecto, porque soy
agradecido, incluso si el bien se me hace sin querer o por inadvertencia.
Tampoco dejo
de admirarla, ni de reconocerle sus méritos que siempre aprecié y que me
impulsaron a mudarme allí. Lo que sucede es que los he hecho un poco míos, como
cualquier forma de convivencia acaba acarreando, y en cambio no he sentido que
ellos me hicieran suyo en la misma proporción; en parte, porque no está en su
disposición conseguirlo, y del otro lado, acaso el principal, porque no está en
la mía. Incluso si lo intentaran, lo desearan, lo procuraran por todos los
medios, hay un trozo de mí, un reducto medular e irrenunciable de lo que soy,
del que ellos nunca podrán hacerse cargo y del que no podrán despojarme para
convertirme en algo que a ellos les quepa acoger sin reticencia.
Podría,
también, haberlo comprendido mientras atravesaba en el taxi las calles o las
autovías que hasta ayer mismo eran mi paisaje diario, lanzando ya sobre ellas
la mirada del fugitivo; esa mirada como de no querer ver y al mismo tiempo no
tener más remedio que ver: siluetas, horas, sensaciones, arrebatos de
entusiasmo, lucidez, paz, alguna puntual amargura o decepción, que también
alimentan el alma cuando las superamos. O cuando he discurrido, durante un
trecho del viaje, junto al mar que iba a dejar de ser mi horizonte permanente,
accesible en cualquier momento, para volver a ser objeto de excursiones que
habrán de ser planeadas, programadas y ejecutadas con rigurosa premeditación.
Es verdad que a veces, atareado en mil diligencias, llegaban a pasar dos o tres
semanas sin verlo, pero siempre estaba ahí, y no sólo en la brisa, no sólo en
la luz del sol que se redoblaba en su inmenso espejo para alumbrar los días. En
definitiva, a algo así no se renuncia porque sí, bajo el primer pretexto que se
presenta a propósito o por la inercia de los acontecimientos; por algo así se
pelea, sin cuartel si es preciso.
Y qué decir de
lo que ha venido justo después: el tránsito aeroportuario, con su sucesión de
no lugares tan propicios a la reflexión. En primer término, el aeropuerto de
salida, que tantas veces ha sido testigo de mis idas y venidas, y que en esta
facturación dejaba de ser una posibilidad de vuelta a casa para reingresar en
la categoría de destino en el que será necesario buscarse un hotel. No es mi
favorito, de hecho más de una vez, mientras lo utilizaba, me dieron ganas de
tener ante mí al arquitecto para decirle tres palabras, pero no participo de
esa proverbial aversión a los edificios terminales, de hecho me relaja cuando
por alguna improbable coyuntura llego antes de tiempo a tomar un avión o un
tren y puedo sentarme en una cafetería, con buena climatización y luz adecuada
para trabajar, leer o simplemente poner un rato en orden mis pensamientos.
En segundo
lugar, el avión, a cuyas angosturas, urgidas por la pulsión antaño occidental y
ahora universal del máximo beneficio antes y después de impuestos, he llegado a
acostumbrarme hasta el punto de convertirlo en espacio de relativo confort, y
donde, a fin de no desperdiciar el tiempo ineludible de viaje, cien veces he
dejado que mi mente lidiara con las cuestiones que más se resistían a dejarse
aprehender o resolver. Esta mañana, rodeado por la hora del vuelo de ejecutivos
imbuidos de ese aire de suficiencia y remota melancolía del que todos los
ejecutivos son en mayor o menor medida portadores, me ha sido forzoso constatar
que de ahora en adelante van a disminuir mucho las horas que paso en el aire, y
también los puntos de mi tarjeta de fidelidad, de cuya categoría especial seré
inexorablemente degradado para verme otra vez obligado a facturar en los
mostradores de la cada día más zaherida y vejada clase turista. Habrá quien
diga que es un aspecto accesorio, pero ese regustillo es, al fin y al cabo,
otra de las pérdidas que implica mi decisión.
Y en tercer
lugar, last but not least, dentro de esta serie de instantes aeronáuticos, la
llegada al aeropuerto de nombre ahora kilométrico, Adolfo Suárez Madrid
Barajas, que, sin discutir la pertinencia del homenaje, no ha perdido aún la
extrañeza con que he de reconocerlo como el escenario que hasta ayer
representaba al mismo tiempo la vuelta al lugar original y la despedida,
repetida una y otra vez, de esas mismas raíces. Debo confesar, frente a mis
reparos incluso airados hacia quien diseñó el otro, mi rendida devoción por la
arquitectura del aeropuerto madrileño. La calidez, la luminosidad, la amplitud
y el buen gusto del nuevo Barajas (frente a la angostura sombría y aplastada
bajo los techos opresivos del antiguo) han sido durante todo este tiempo una
suerte de envoltorio amniótico para el trasterrado que había de pasar una y
otra vez por sus instalaciones. Era la primera impresión del regreso, y la
última antes de marchar de nuevo a lo extraño que cada día lo era un poco
menos. Es curioso que esta mañana, frente a la sensación usual de bienestar, he
sentido una pizca de congoja, cuando he recogido mis maletas de la cinta y me
he dado cuenta de que en adelante Barajas ya no será punto de destino, sino
otra vez el punto de partida de todas las expediciones que me reste hacer por
el mundo.
Tampoco, y me
aproximo al momento desde el que lo cuento y lo observo todo, se ha abierto
paso la idea en mi mente durante el cómodo y aséptico viaje en el tren de
cercanías que une Barajas con la estación de Atocha. Esta vez no lo he hecho
leyendo, como de costumbre, sino mirando por la ventanilla, incluso las paredes
grises o negras de los túneles. En ese breve trayecto de media hora mi corazón
estaba tan confundido por la mezcla de sentimientos encontrados que nada he
podido concluir. Incluso, en algún tenebroso punto entre Nuevos Ministerios y
Recoletos, he de reconocer que me ha rondado el fantasma del arrepentimiento.
Ha sido un rapto pasajero, pero cierto, del que para que el relato esté
completo he de dejar la debida constancia.
Ha sido ahora,
aquí, al bajar hacia la glorieta desde la estación, cuando me he dado cuenta de
todo. Cuando he sabido, al fin, lo que al cabo de todo este largo y fructífero
periplo de los últimos siete años me tocaba saber. Ha sido al verla de pronto,
al sentirla de pronto bañando mi piel, cuando he comprendido. La luz de Madrid.
No es la más clara, ni la más cálida, ni la más poderosa que me ha sido dado
contemplar. Pero no hay otra como ella. Es la luz que ilumina los cuadros de
Velázquez, la luz a la que Cervantes, tras una vida de sobresaltos, peripecias
y peligros vividos en un mar y dos continentes, atisbó la triste figura de un
caballero llamado a hacer por fuerza personas de bien a quienes leyeran y
asimilaran cabalmente sus andanzas.
Es, voy a llamarla
por su nombre, esta luz castellana y manchega la que dio forma y carta de
naturaleza a mi mirada sobre las cosas; es esta luz la que estaba conmigo
cuando miraba otras luces, cuando era feliz o desdichado bajo ellas, cuando
incluso las hacía mías y de ellas me servía para construir la imagen de lo que
soy y de lo que son las personas y el mundo que me rodean. No me ha vedado ser
otro, de otros y con otros; y quizá ése sea el más hermoso regalo que tiene
quien a la luz de Madrid abre los ojos por primera vez, frente a otras luces
que reclaman, haberlas compartido y apreciado no me impone el deber de
ignorarlo, una pertenencia incondicional, invitando de paso a rechazos
igualmente incondicionales de las luces ajenas.
Es esta luz,
que besa otra vez mis párpados cerrados para sentirla mejor, que aquí en Atocha
vibra henchida del sacrificio que la sinrazón impuso a los madrileños como
injusto precio a su natural abierto y desembarazado, la que tuve que irme lejos
para aprender a ver, a sentir, a conocer y amar como lo hago ahora. Es esto,
que había perdido, lo que fui a buscar y encontré tan lejos de donde nací,
entre gentes que hablaban otro idioma e incluso, en algún que otro caso,
desdeñaban lo que soy.
Es esta luz,
que ahora que vuelvo a casa, a la familia a la que abrazaré dentro de un rato,
lo que fui a perseguir allá lejos, y a la que regreso, ahora lo sé, porque
nunca, bajo ninguna circunstancia, me impide irme y probar a ser otro, mirar
como otro, vestir y hablar como otro, cuantas veces sea necesario.
Lorenzo Silva
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