El
día que mi mujer me dejó porque dijo que necesitaba estar sola y tener tiempo
para pensar, el 1 de julio, cuando caía un sol de justicia en el lago del
centro del pueblo, cuando el maíz de los campos que rodeaban mi casa llegaba a
la altura de la rodilla, cuando algunos niños demasiado entusiastas tiraban los
primeros cohetes y petardos, los justos para asustarnos y salpicar el cielo del
verano, yo construí un iglú de libros en mi jardín trasero.
Utilicé
libros de bolsillo para levantarlo porque me asustaba el peso de los libros con
tapas duras y las enciclopedias al caer si no lo construía con la solidez
necesaria.
Y
sin embargo, aguantó. Tenía tres metros y medio de altura y un túnel, por donde
entraba gateando, para protegerlo de los amargos fríos polares.
Me
llevaba más libros al iglú que había construido con libros, y leía dentro. Me
sorprendía lo caliente y cómodo que se estaba. A medida que los iba leyendo,
los dejaba por ahí, me hice un suelo con ellos, y luego cogí más libros y me
senté en ellos, hasta eliminar de mi mundo los últimos retales de la hierba
verde de julio.
Al
día siguiente vinieron mis amigos. Se metieron en mi iglú gateando. Me dijeron
que aquello era una locura. Les expliqué que lo único que se interponía entre
el frío del invierno y yo era la colección de libros de bolsillo que mi padre
había reunido en los años cincuenta, muchos de ellos con títulos subidos de
tono, cubiertas morbosas e historias decepcionantemente aburridas.
Mis
amigos se marcharon.
Yo
me senté en mi iglú e imaginé la noche polar que habría en el exterior mientras
me preguntaba si la aurora boreal se estaría extendiendo por el cielo. Miré
fuera, pero sólo vi una noche salpicada de estrellas diminutas.
Dormí
en mi iglú hecho de libros. Empezaba a tener hambre. Hice un agujero en el
suelo, bajé el sedal y esperé a que picara algo. Lo saqué: era un pescado hecho
de libros, antiguas historias de detectives de Penguin con las cubiertas
verdes. Me lo comí crudo porque tenía miedo de encender una hoguera en el iglú.
Cuando
salí me di cuenta de que alguien había forrado todo el mundo con libros: libros
de cubiertas pálidas, en las que se distinguían todas las tonalidades de
blanco, azul y violeta. Me di un paseo por los témpanos de hielo hechos con
libros.
Vi
alguien que se parecía a mi mujer allí
fuera, en el hielo. Estaba construyendo un glaciar con autobiografías.
—Pensaba
que me habías dejado — le dije—. Pensaba que me habías dejado solo.
No
me contestó, y me di cuenta de que sólo era una sombra de una sombra.
Era
julio, y en esa época el sol nunca se pone en el Ártico, pero estaba empezando
a cansarme y tomé el camino de vuelta hacia el iglú.
Vi
las sombras de los osos antes de ver a los osos: eran enormes y blancos,
estaban hechos con páginas de libros salvajes: poesía antigua y moderna
deambulando por los témpanos de hielo en forma de oso, llena de palabras
capaces de herir con su belleza. Podía ver el papel y las palabras que
serpenteaban por ellos, y temí que los osos me vieran.
Regresé
al iglú arrastrándome para evitar a los osos. Debí de quedarme dormido en la
oscuridad. Y luego salí gateando, me tumbé boca arriba en el hielo y contemplé
los colores inesperados de la aurora boreal iridiscente, y oí crujir y
chasquear el hielo a lo lejos cuando un iceberg de cuentos de hadas se
desprendió de un glaciar hecho de libros sobre mitología.
No
sé cuándo me di cuenta de que había otra persona tumbada en el suelo, a mi
lado. La oía respirar.
—Son
muy bonitos, ¿verdad? —me dijo.
—Es
la aurora boreal —le expliqué.
—Son
los fuegos artificiales del Cuatro de Julio del pueblo, cariño —contestó mi
mujer.
Me
cogió de la mano y vimos juntos los fuegos artificiales.
Cuando
los últimos fuegos artificiales se desvanecieron en una nube de estrellas
doradas, me dijo:
—He
vuelto a casa.
No
le contesté. Pero le estreché la mano con fuerza, abandoné mi iglú hecho de
libros y regresé con ella a la casa en la que vivíamos, disfrutando, como un
gato, del calor de julio.
Oí
los truenos a lo lejos y, por la noche, mientras dormíamos, empezó a llover, lo
cual derribó mi iglú de libros y se llevó las palabras del mundo.
Neil
Gaiman
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